P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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Al encender el fuego, Tally dijo:

– Tiene los pantalones muy mojados. Será mejor que se siente aquí a secárselos. No tardaré mucho con el café.

Él apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y estiró las piernas en dirección a la fuente de calor. Había sobrestimado sus fuerzas y el paseo había resultado demasiado largo. En ese momento, el cansancio casi resultaba placentero. Aquella habitación era uno de los pocos lugares, aparte de su propio despacho, donde podía sentarse sin experimentar ninguna tensión. Y en qué sitio tan agradable lo había convertido Tally… Era un cuarto confortable sin ostentación y no estaba abarrotado de objetos o muebles, ni era recargado ni conscientemente femenino. La chimenea era la victoriana original, con el hogar rodeado de cerámica de Delft azul y una campana de hierro ornamental. El sillón de cuero donde estaba sentado, con su respaldo abotonado y sus cómodos brazos, era justo para su estatura. Enfrente había una butaca en la que solía sentarse Tally.

A los lados de la chimenea había estantes que contenían los libros de historia y sobre Londres de Tally. Calder-Hale sabía que era una apasionada de esa ciudad, como tampoco ignoraba, por conversaciones anteriores, que también le gustaban las biografías y memorias. En cuanto a novelas, había unos pocos ejemplares, todos de autores clásicos, encuadernados en piel. En el centro de la habitación había una mesita circular y dos sillas Windsor, donde Tally solía comer. Calder-Hale había vislumbrado por la rendija de la puerta, a la derecha del pasillo, una mesa de madera cuadrada con cuatro sillas en lo que era, a todas luces, el comedor. Se preguntó con qué frecuencia se utilizaría aquella habitación. Nunca había visto a ningún desconocido en la casa, y tenía la sensación de que la vida de su moradora transcurría entre las cuatro paredes de esa sala de estar. La ventana del lado sur disponía de un amplio alféizar sobre el que descansaba su colección de violetas africanas, de color púrpura claro y oscuro y blancas.

Llegaron el café y las galletas y él se levantó con cierta dificultad y se acercó a Tally para ayudarla con la bandeja. Al percibir aquel aroma tan reconfortante, descubrió que tenía mucha sed.

Cuando estaban juntos, Calder-Hale solía hablar de lo primero que le venía a la cabeza. Sospechaba que sólo la crueldad y la estulticia la escandalizaban, igual que a él. Con ella, sentía que no había nada que le estuviese prohibido decir. A veces, su conversación parecía un soliloquio, pero uno en el que las respuestas de ella siempre eran bienvenidas y a menudo sorprendentes.

– ¿No le deprime -le estaba preguntando en ese momento- limpiar y quitar el polvo a la Sala del Crimen, rodeada de tantos ojos muertos?

– Supongo que me he acostumbrado a ellos -contestó Tally-. No quiero decir con esto que los vea como amigos, eso sería una estupidez, pero forman parte del museo. Cuando vine aquí por primera vez, solía imaginarme lo que habían sufrido sus víctimas, o lo que habían sufrido ellos mismos, pero no, no me deprimen. Para ellos, ya ha acabado todo, ¿no es así? Hicieron lo que hirieron, pagaron por ello y se han ido. Ahora ya no sufren. Hay tantas cosas que lamentar en nuestro mundo que no tendría sentido afligirse por los errores cometidos hace tanto tiempo. Sin embargo, a veces sí me pregunto adónde han ido todos, no sólo los asesinos y sus víctimas, sino toda esa gente cuyas fotos están en el museo. ¿Usted no se lo pregunta?

– Pues no, no me lo pregunto. Y es porque ya lo sé. Morimos como animales, casi siempre por las mismas causas y, menos unos pocos afortunados, sufriendo los mismos dolores.

– ¿Y ése es el fin?

– Sí. Constituye un alivio, ¿no cree?

– ¿De modo que lo que hagamos y el modo en que obremos no importa, salvo en esta vida?

– ¿Y dónde, si no, iba a importar, Tally? Ya me parece bastante difícil tener que comportarse con razonable honradez aquí y ahora para martirizarse por hacer méritos en previsión de un más allá de cuento de hadas.

Ella cogió la taza de él para rellenársela.

– Supongo que es de tanto ir a las sesiones de catequesis y a la iglesia dos veces todos los domingos -dijo-. Mi generación todavía cree a medias que tal vez nos llamen a rendir cuentas.

– Es posible, pero el tribunal estará aquí, en el juzgado, y el juez llevará una peluca blanca. Y con un mínimo de inteligencia la mayoría de nosotros casi siempre consigue evitarlo. Pero ¿qué se imaginaba usted? ¿Un libro de contabilidad gigante con columnas para el debe y el haber y el Ángel del Registro anotándolo todo?

Calder-Hale hablaba en tono afable, como por otra parte siempre hacía cuando se dirigía a Tally Clutton. Esta sonrió y dijo:

– Algo así. Cuando tenía unos ocho años creía que ese libro era como el libro rojo de contabilidad que mi tío usaba para su negocio. Tenía la palabra «Contabilidad» escrita en negro en la tapa y los márgenes de las páginas eran rojos.

– Bueno, la fe poseía una utilidad social -señaló él-. Todavía no hemos encontrado un sustituto eficaz del todo. Ahora construimos nuestra propia moralidad. «Lo que quiero está bien y tengo derecho a tenerlo.» Puede que las generaciones mayores todavía carguen con algún recuerdo popular del complejo de culpa judeocristiano, pero eso debería haberse acabado con la generación siguiente.

– Me alegra el que no vaya a estar aquí para presenciarlo.

Él sabía muy bien que Tally no era una persona ingenua, pero en ese momento sonreía con expresión serena. Su moralidad privada, fuera la que fuera, no iba más allá de la bondad y el sentido común… Pero ¿por qué diablos iba a ir más allá de eso? ¿Qué más necesitaba ella o cualquier otro ser humano?

– Supongo que un museo es una celebración de la muerte -comentó ella-. Las vidas de personas muertas, los objetos que hacían, las cosas que consideraban importantes, sus ropas, sus casas, sus comodidades diarias, su arte…

– No. Un museo nos habla de la vida -discrepó él-. Habla de la existencia individual, de cómo se vivía. Habla de la vida colectiva de la época, de hombres y mujeres organizando sus sociedades. Habla de la continuación de la vida de la especie Homo sapiens. A nadie que sienta una pizca de curiosidad humana pueden desagradarle los museos.

– A mí me encantan -insistió ella-, pero porque me permiten creer que vivo en el pasado. No me refiero a mi propio pasado, eso es muy aburrido y ordinario, sino al pasado de todas aquellas personas que han sido londinenses antes que yo. Nunca entro allí sola, nadie puede hacerlo.

«Incluso pasear por el Heath es distinto para cada uno de nosotros», pensó él, que en tales ocasiones advertía la transformación de los árboles y el cielo, y disfrutaba de la suavidad de la hierba bajo sus pies. Ella imaginaba a las lavanderas de los Tudor aprovechando las primaveras despejadas, colgando la ropa sobre los arbustos de aulaga para que se secase, los carruajes y los coches de caballos alejándose traqueteando de los hedores de la ciudad en la época de la peste y el gran incendio para encontrar refugio en la parte alta de Londres, y a Dick Turpin esperando a lomos de su caballo bajo el cobijo de los árboles.

En ese momento Tally se levantó para llevar la bandeja a la cocina. Él hizo lo propio y le quitó la bandeja de las manos. Cuando levantó la vista para mirarlo, el rostro de ella parecía, por primera vez, preocupado.

– ¿Va a ir a la reunión el miércoles, cuando se decida el futuro del museo? -le preguntó.

– No, Tally, no me corresponde estar allí. Yo no soy fideicomisario. Sólo hay tres, los Dupayne. A ninguno de nosotros nos han dicho nada. Todo son rumores.

– Pero ¿de veras es posible que lo cierren?

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