P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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Sus tíos le habían dejado en herencia la tienda, y cuando murieron, con un mes de diferencia el uno del otro, Tally la puso a la venta. No tuvo más remedio que malbaratarla, pues sólo los masoquistas o los idealistas poco prácticos se mostraban interesados en salvar un viejo negocio familiar en quiebra. Sin embargo, el hecho es que finalmente consiguió venderla, se quedó con diez mil libras del total obtenido, le dio el resto a su hija, que se había marchado de casa hacía tiempo, y marchó a Londres en busca de trabajo. En cuestión de una semana lo encontró en el Museo Dupayne, y nada más ver la casa de la mano de Caroline Dupayne y contemplar el Heath desde la ventana de su dormitorio, supo que había dado con su hogar.

Durante los sombríos y abrumadores años de su niñez, su breve matrimonio y su fracaso como madre, el sueño de Londres había persistido. En la adolescencia, y posteriormente, se había fortalecido hasta adquirir la solidez de la piedra y el ladrillo, y el brillo del sol sobre el río, las amplias avenidas ceremoniales y los estrechos caminos que conducían a los patios semiescondidos. La historia y el mito adoptaban una morada local y un nombre y la gente imaginada se volvía de carne y hueso. Londres la había acogido de nuevo como a una hija pródiga y ella no se había sentido decepcionada. No tenía la ingenua expectativa de moverse siempre en terreno seguro, pues la representación en el museo de la vida entre las dos guerras mundiales le decía lo que ya sabía, que aquel Londres no era la capital que sus padres habían conocido. La de ellos había sido una ciudad más pacífica en una Inglaterra más amable. Tally pensaba en Londres como un marinero podía pensar en el mar: era su elemento natural, pero poseía un poder formidable al que se acercaba con cautela y respeto. En sus excursiones los días entre semana y los domingos había ideado sus estrategias de protección: llevaba el dinero, suficiente para un día, en un monedero que escondía bajo su abrigo, en invierno, o su rebeca ligera, en verano; transportaba la comida que necesitaba, su plano de autobuses y una botella de agua en una mochila pequeña a la espalda. Calzaba unos zapatos resistentes y, si sus planes incluían una larga visita a una galería o un museo, llevaba consigo un ligero taburete plegable de lona para sentarse. Así pertrechada, se desplazaba de cuadro en cuadro, dentro de un pequeño grupo que seguía las charlas explicativas en la National Gallery o la Tate, absorbiendo información como si de sorbos de vino se tratara, ebria de la riqueza de toda aquella munificencia a su alcance.

La mayor parte de los domingos iba a una iglesia distinta para disfrutar en silencio de la música, la arquitectura y la liturgia, y si bien de cada una de ellas adquiría una experiencia estética en lugar de religiosa, encontraba en el orden y el ritual la satisfacción de una necesidad no identificada. Educada como miembro de la Iglesia anglicana, había asistido a la parroquia local todos los domingos por la mañana y por la tarde. Iba sola. Sus tíos trabajaban quince horas al día en su intento desesperado de mantener a flote la tienda, y para cuando llegaba el domingo estaban agotados. El código moral por el que se regían incluía la limpieza, la respetabilidad y la prudencia; la religión era para quienes tenían tiempo para ella, un capricho de la clase media. Ahora, Tally entraba en las iglesias de Londres con la misma curiosidad y sed de nuevas experiencias que cuando visitaba los museos. Siempre había creído, para su propia sorpresa incluso, en la existencia de Dios, pero dudaba que a Este lo conmoviese la adoración del hombre o las tribulaciones y excéntricas rarezas y payasadas de Su creación.

Todas las tardes regresaba a la casa que se alzaba a la orilla del Heath. Constituía su santuario, el lugar desde el que se aventuraba a salir y al que volvía, cansada pero satisfecha. Nunca cerraba la puerta sin una sensación de alegría. La religión que practicaba, las plegarias nocturnas que rezaba, siempre expresaban gratitud. Hasta entonces se había sentido sola pero no solitaria, mientras que ahora era una persona solitaria que nunca se sentía sola.

Aun si llegaba a suceder lo peor y se quedaba sin hogar, estaba decidida a no irse a vivir con su hija. Roger y Jennifer Crawford vivían justo a las afueras de Basingstoke en una moderna casa de cuatro dormitorios que formaba parte de lo que los promotores inmobiliarios habían descrito como «dos cuadrantes de casas para ejecutivos». Los cuadrantes estaban separados de la contaminación de las viviendas para no ejecutivos por verjas de acero cuya instalación, que había encontrado una fuerte oposición entre los moradores de las últimas, tanto su hija como su yerno consideraban una victoria de la ley y el orden, la protección y el afianzamiento de los valores de la propiedad y una validación de la distinción social. Había un complejo de viviendas de protección oficial a un kilómetro escaso de distancia bajando por la misma calle, cuyos habitantes eran considerados bárbaros inadecuadamente controlados.

A veces Tally pensaba que el éxito del matrimonio de su hija residía no sólo en la ambición compartida, sino en la voluntad de ella y su esposo de tolerar e incluso simpatizar con los motivos de queja del otro. Había llegado a la conclusión de que tras dichas quejas reiteradas yacía un sentimiento de autocomplacencia mutua. Creían que habían sabido apañárselas muy bien por sí mismos y se habrían llevado un disgusto tremendo si cualquiera de sus amigos hubiese pensado lo contrario. Si algo les preocupaba era la incertidumbre del futuro de Tally y la posibilidad de que un día tuvieran que proporcionarle un lugar donde vivir. Tally comprendía y compartía esa inquietud.

Llevaba cinco años sin visitar a su familia salvo por los tres días en Navidad, ese ritual anual de consanguinidad que tanto pavor le provocaba. La recibían con una educación escrupulosa y una estricta adhesión a las normas sociales aceptadas, que no ocultaban la ausencia de cariño real ni de afecto genuino. A Tally esto no le molestaba, pues si algo aportaba a la familia, desde luego no era amor. Sin embargo, deseaba que hubiese algún modo aceptable de librarse de la visita. Sospechaba que su hija y su yerno sentían lo mismo, pero que los cohibía la necesidad de obedecer las convenciones. Hospedar a la madre viuda y solitaria por Navidad se admitía como un deber que, una vez establecida la costumbre, no podía evitarse sin el riesgo de convertirse en protagonista de chismes malintencionados o de un ligero escándalo. Así, cada Nochebuena sin excepción, en un tren que su hija y su yerno le sugerían como conveniente, Tally llegaba a la estación de Basingstoke. Allí Roger o Jennifer le arrebataban la sobrecargada maleta y daba comienzo el suplicio anual.

La Navidad en Basingstoke distaba de ser tranquila: llegaban amigos elegantes, vivaces y efusivos. Se devolvían las visitas. Tenía la impresión de una sucesión de habitaciones calurosas llenas de rostros sonrojados, voces chillonas y escandalosa cordialidad subrayada con sexualidad. La gente la saludaba, en algunos casos con amabilidad genuina, y ella sonreía y respondía antes de que Jennifer la alejase con delicadeza. No quería que aburriese a sus invitados. Tally se sentía aliviada en lugar de ofendida. No podía contribuir a las conversaciones sobre coches, vacaciones en el extranjero, la dificultad de encontrar una buena au pair, la ineficacia del ayuntamiento, las maquinaciones del comité del club de golf y la falta de cuidado de los vecinos a la hora de cerrar las puertas. Apenas veía a sus nietos, salvo en la comida de Navidad. Clive permanecía casi todo el día en su cuarto, que contenía las necesidades básicas de un adolescente de diecisiete años: televisión, vídeo y DVD, ordenador e impresora, equipo estéreo y altavoces. Samantha, dos años menor y, al parecer, en un estado de malhumor permanente, rara vez aparecía por casa, y cuando lo hacía se pasaba las horas hablando en voz baja por su teléfono móvil.

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