P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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Sin embargo, todo aquello había terminado. Diez días antes, tras meditarlo mucho y después de tres o cuatro borradores, Tally redactó la carta. ¿Les importaba mucho si no iba ese año? La señorita Caroline no estaría en su piso durante las vacaciones y si ella también se marchaba no habría nadie para echarle un vistazo. No pasaría el día sola, había varios amigos que le habían enviado invitaciones. Por supuesto, no sería lo mismo que pasarlo con la familia, pero estaba segura de que lo entenderían. Les enviaría sus regalos a principios de diciembre.

Se sintió un poco culpable por la falta de sinceridad de la carta, pero al cabo de unos días llegó la respuesta. Había cierto tono de queja en ella, y la insinuación de que Tally se dejaba explotar demasiado, pero el alivio de ambos era evidente. Su excusa había sido lo bastante válida y conseguirían explicar su ausencia de forma convincente a sus amistades. Aquella Navidad la pasaría sola en la casa, y ya había estado planeando a qué iba a dedicar el día: el paseo matutino hasta una iglesia local y la satisfacción de formar parte de una multitud y estar aparte a un tiempo; pollo picantón para almorzar seguido, tal vez, de uno de esos pudines en miniatura de Navidad y media botella de vino, vídeos de alquiler, libros de la biblioteca e hiciera el tiempo que hiciese, un paseo por el Heath.

Sin embargo, esos planes eran de pronto menos seguros. Al día siguiente de que llegase la carta de su hija, Ryan Archer, que había entrado a verla después de terminar su jornada en el jardín, le había dado a entender que pasaría la Navidad solo. El Comandante estaba pensando en irse al extranjero. Tally le había dicho en un arranque impulsivo:

– Pero no puedes pasar las fiestas en una casa ocupada, Ryan. Ven a cenar aquí si quieres, pero avísame con unos días de antelación para así comprar la comida.

Él había aceptado, pero no sin cierta vacilación, y ella aún dudaba que escogiese cambiar la camaradería de la casa ocupada por el plácido tedio de una vivienda junto al Heath. El caso era que ya lo había invitado. Si acudía, Tally al menos se aseguraría de que comiese bien. Por primera vez en años estaba ansiosa por que llegase la Navidad.

Sin embargo, ahora sobre todos sus planes se cernía una aguda sensación de ansiedad: ¿sería ésa la última Navidad que iba a pasar en la casa?

7

El cáncer había regresado, y esta vez se trataba de una sentencia de muerte. Ese era el diagnóstico, y James Calder-Hale lo aceptaba sin miedo y con un solo motivo de desconsuelo: necesitaba tiempo para dar por concluido su libro sobre el periodo de entreguerras. De hecho, no necesitaba demasiado, lo terminaría en cuatro, quizá seis meses, aunque el ritmo de trabajo fuese menor. Era posible que aún se le concediera tiempo, pero justo en el instante en que la palabra tomaba forma en su mente, la desechó; «conceder» implicaba el otorgamiento de un premio. Pero ¿quién lo otorgaba? El hecho de que muriese más tarde o más temprano era una cuestión de patología. El tumor se tomaría su tiempo. O, si se prefería describirlo de modo todavía más sencillo, tendría mala o buena suerte, pero al final el cáncer ganaría.

Se descubrió incapaz de creer que hiciese lo que hiciera, le hicieran lo que le hiciesen, su actitud mental, su coraje o su fe en los médicos sería capaz de alterar esa victoria inevitable. Era posible que otros se preparasen para vivir esperanzados, para ganarse ese tributo póstumo «tras una lucha valiente». El no tenía estómago para luchas, sobre todo cuando se enfrentaba con un enemigo tan bien atrincherado.

Una hora antes su oncólogo, con tacto profesional, le había comunicado la noticia de que no remitiría; a fin de cuentas, tenía mucha experiencia. Con una lucidez digna de admiración le había planteado los posibles tratamientos posteriores y los resultados que razonablemente cabía esperar. Tras unos minutos, no demasiados, en que fingió sopesar las opciones, Calder-Hale había aceptado el tratamiento recomendado. La visita no se desarrollaba en el hospital sino en la consulta del especialista, en la calle Harley, y a pesar de que lo habían citado a primera hora, para cuando lo llamaron la sala de espera empezaba a llenarse. Expresar en voz alta su propio diagnóstico, la convicción de que había fracasado, habría supuesto una ingratitud equivalente a un atentado contra los buenos modales cuando el médico se había tomado tantas molestias. Sentía como si fuese él quien estuviera otorgando la ilusión de la esperanza.

Al salir a la calle Harley, decidió ir en taxi a la estación de Hampstead Heath y cruzar el Heath para pasar junto a Hampstead Ponds, el viaducto a Spaniards Road y el museo. Se sorprendió haciendo un resumen de su vida y constatando, con una mezcla de asombro e indiferencia, que cincuenta y cinco años que habían parecido tan trascendentales dejaban, en realidad, un legado muy exiguo. Los hechos acudían a su mente en ráfagas de frases breves y entrecortadas. Hijo único de un próspero abogado de Cheltenham. Padre afable, aunque distante. Madre extravagante, melindrosa y convencional, que no constituía problema para nadie a excepción de su marido. Educación en el antiguo colegio de su padre y luego en Oxford. El Ministerio de Asuntos Exteriores y una carrera, principalmente en Oriente Próximo, cuyos progresos nunca habían pasado de lo normal. Podría haber escalado hasta puestos importantes, pero habían salido a relucir sus dos defectos capitales: la falta de ambición y la impresión de que no se tomaba el trabajo con la suficiente seriedad. Capacidad de hablar árabe con fluidez y facilidad para atraer la amistad pero no el amor. Breve matrimonio con la hija de un diplomático egipcio a la que le había parecido que quería un marido inglés pero que pronto había decidido que él no era el marido inglés que buscaba. Sin hijos. Jubilación anticipada tras el diagnóstico de una enfermedad que, de forma inesperada y desconcertante, había entrado en fase de remisión.

Paulatinamente, desde el diagnóstico de su enfermedad se había ido disociando de las expectativas de la vida. Pero ¿no había ocurrido aquello años antes? Cuando había requerido el alivio del sexo, había pagado por él, de forma discreta, cara y con la mínima inversión de tiempo y emoción. En ese momento no recordaba cuándo había decidido al fin que las molestias y los gastos ya no merecían la pena, no tanto por el desgaste espiritual que suponía experimentar tanta vergüenza como por el derroche de dinero en algo que sólo le producía aburrimiento. Los placeres, dolores, emociones, ilusiones, triunfos y fracasos que habían rellenado los intersticios de aquel esbozo de vida no tenían la capacidad de inquietarlo. Le resultaba difícil creer que lo hubiesen logrado alguna vez.

¿No era la pereza, esa letargia del espíritu, uno de los pecados capitales? A quienes poseían sentimientos religiosos debía de parecerles una blasfemia intencionada el rechazo de toda felicidad. El hastío de Calder-Hale era menos dramático. Se trataba más bien de una indiferencia plácida en la que sus únicas emociones, incluso los súbitos ataques ocasionales de ira, eran mero teatro. Y el verdadero teatro, ese juego de chicos al que se había sentido atraído más por una docilidad bondadosa que por compromiso auténtico, resultaba tan poco apasionante como el resto de su vida ajena a la tarea de escribir. Reconocía su importancia, pero se sentía menos un participante que el espectador imparcial de los esfuerzos y locuras de otros hombres.

Y ahora le quedaba un único asunto sin terminar, la única tarea capaz de provocarle entusiasmo… Quería completar su historia del periodo de entreguerras. Ya llevaba ocho años trabajando en ella, desde que el viejo Max Dupayne, amigo de su padre, le enseñase el museo por primera vez. Lo había cautivado de inmediato, y una idea que había permanecido latente en un rincón escondido de su cerebro cobró vida de repente. Cuando Dupayne le ofreció el trabajo de director del museo, sin sueldo pero con derecho a despacho propio, sintió que era el acicate que necesitaba para empezar a escribir. Invirtió más dedicación y entusiasmo que en cualquier otra tarea que hubiese emprendido antes. La perspectiva de morir sin haberlo terminado le era intolerable. Nadie se molestaría en publicar una historia incompleta. Cuando muriese, la única labor a la que se había entregado en cuerpo y alma quedaría reducida a archivos de notas medio legibles y resmas de hojas mecanografiadas que acabarían en la basura. A veces, su necesidad de completar el libro era tan intensa que lo perturbaba. Él distaba de ser un historiador profesional, y los que lo eran no tendrían piedad en el momento de emitir un juicio, pero el libro no pasaría inadvertido. Había entrevistado a una interesante variedad de octogenarios e intercalado con habilidad los testimonios personales con los acontecimientos históricos. Iba a presentar opiniones originales, a veces inconformistas, que inspirarían respeto. Pero estaba atendiendo a sus propias necesidades, no a las de los demás. Por razones que no podía explicar de manera satisfactoria, veía la historia como una justificación de su vida.

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