P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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– Ryan, ¿hay alguien, alguien para el que hayas trabajado, que pueda escribir una carta de recomendación?

– Trabajo para el Comandante. Le limpio la plata y hago algunas chapuzas en la casa. Se lo pediré a él.

No había proporcionado más información, pero al cabo de dos días había llegado una carta procedente de Maida Vale:

Apreciada señora:

Ryan Archer me ha dicho que está pensando en ofrecerle el trabajo de ayudante de jardinería y de mantenimiento en general. No es que sea especialmente habilidoso con los trabajos y arreglos de la casa, pero sí ha realizado algunas tareas para mí de modo satisfactorio y muestra cierta voluntad de aprender cuando está interesado. Aunque no dispongo de ninguna referencia personal con respecto a sus dotes como jardinero, si es que las posee, dudo que sepa distinguir un pensamiento de una petunia. No destaca especialmente por su puntualidad, pero cuando al fin llega es capaz de trabajar de firme bajo la supervisión adecuada. Según mi experiencia, las personas son honradas o no lo son, y no hay nada que hacer al respecto. El chico lo es.

Tras esta poco entusiasta carta de recomendación, y con la aprobación de la señora Faraday, Tally lo había contratado.

La señorita Caroline había mostrado poco interés, y Muriel había rechazado cualquier responsabilidad.

– La organización doméstica es tarea suya, Tally. No deseo interferir. La señorita Caroline ha aceptado que cobre el salario mínimo establecido y yo misma le pagaré de mi dinero para gastos todos los días antes de que se marche. Por supuesto, le exigiré un recibo. Si necesita ropa de trabajo, eso también puede salir del dinero para gastos, pero será mejor que la compre usted y no se lo encargue a él. Puede hacer la limpieza del suelo de aquí, incluyendo las escaleras, pero no quiero verlo en ninguna otra parte del museo si no es bajo supervisión.

– El comandante Arkwright, que nos envió una carta de recomendación, dice que el chico es honrado -le había explicado Tally.

– Tal vez lo sea, pero quizá también sea propenso a hablar demasiado, y no tenemos forma de saber si sus amigos son gente honrada. Creo que convendría que usted y la señora Faraday elaborasen un informe formal sobre su progreso después del primer mes de prueba.

Tally había hecho la reflexión de que, para tratarse de alguien que no tenía ningún deseo de interferir en los asuntos domésticos, Muriel estaba comportándose como cabía esperar. Sin embargo, el experimento había funcionado; desde luego, Ryan era impredecible -nunca podía estar segura de que apareciese cuando se lo esperaba-, pero se había vuelto más responsable a medida que transcurrían los meses, sin duda porque necesitaba dinero en mano al término de la jornada. Si bien no se trataba de un trabajador entusiasta, no era ningún holgazán, y la señora Faraday, a quien no se complacía fácilmente, parecía encontrarlo de su agrado.

Aquella mañana, Tally había preparado sopa de pollo con los restos de la cena de la víspera, y en ese momento Ryan estaba dando cuenta de ella con satisfacción evidente, calentándose los finos dedos en el cuenco.

– ¿Se necesita mucho valor para matar a alguien? -preguntó de pronto.

– Nunca me ha parecido que los asesinos fuesen particularmente valientes, Ryan. Lo más probable es que sean cobardes. A veces se necesita más coraje para no matar a alguien.

– No entiendo qué quiere decir, señora Tally.

– Ni yo. Sólo era un simple comentario, y bastante estúpido ahora que lo pienso. El asesinato no es un tema agradable.

– No, pero resulta interesante. ¿Le he dicho que el señor Calder-Hale me llevó a dar una vuelta por el museo el viernes por la mañana?

– No, no me lo habías dicho, Ryan.

– Me vio arrancando las malas hierbas del arriate delantero cuando llegó. Me dio los buenos días y le pregunté: «¿Puedo ver el museo?» Y él contestó: «Como poder, puedes, pero más bien es una cuestión de si tienes permiso o no. No veo por qué no deberías tenerlo.» Así que me dijo que me asease y que me reuniese con él en el vestíbulo principal. No creo que a la señorita Godby le pareciese buena idea, por la mirada que me lanzó.

– Fue un detalle por parte del señor Calder-Hale acompañarte a ver el museo. Trabajando aquí y todo… Bueno, estuvo bien que tuvieras oportunidad de visitarlo.

– ¿Y por qué no podía verlo antes y solo? ¿Es que no confían en mí?

– No es que no te lo permitamos porque no confiemos en ti, sino que a la señorita Godby no le gusta que quien no ha pagado la entrada se pasee a su antojo. Es igual para todo el mundo.

– No para usted.

– Bueno, eso es porque no puede serlo, Ryan. Yo tengo que quitar el polvo y limpiar.

– Ni para la señorita Godby.

– Pero es que ella es la recepcionista. Tiene que ser libre de ir a donde le plazca. El museo no podría funcionar de otro modo. A veces debe acompañar a los visitantes cuando el señor Calder-Hale no está aquí.

«O cuando no cree que son lo bastante importantes», pensó. En vez de eso, preguntó:

– ¿Disfrutaste de la visita al museo?

– Me gustó la Sala del Crimen -respondió Ryan.

«Oh, Dios», exclamó Tally para sus adentros. Bueno, tal vez no fuese tan sorprendente; el chico no era el único que prolongaba su visita en aquella sala.

– Ese baúl de hojalata… -prosiguió Ryan-. ¿De veras cree que es el que contenía el cuerpo de Violette?

– Creo que sí, el viejo señor Dupayne era muy maniático con respecto a su origen…, con el lugar de donde procedían los objetos. No sé cómo se hizo con algunos de ellos, pero supongo que tenía sus contactos.

Ryan ya se había terminado la sopa y sacó los bocadillos de su bolsa; al parecer eran de salami y estaban hechos de gruesas rebanadas de pan blanco.

– ¿Así que si levantara la tapa del baúl vería sus restos de sangre? -preguntó.

– No puedes levantar la tapa, Ryan. Está prohibido tocar los objetos en exposición.

– Pero ¿y si lo hiciera?

– Seguramente verías una mancha, pero nadie puede estar seguro de que sea la sangre de Violette.

– Pero podrían hacer una prueba.

– Creo que ya la hicieron, pero aunque sea sangre humana, eso no significa que sea la sangre de ella. No se conocía el ADN en aquellos tiempos. Ryan, ¿no te parece una conversación un poco morbosa?

– Me pregunto dónde está ahora.

– Seguramente en un cementerio de Brighton. No creo que nadie lo sepa con certeza. Era una prostituta, pobre mujer, y quizá no hubiese dinero suficiente para hacerle un funeral decente. Lo más probable es que la enterrasen en lo que se llama una fosa común.

Tally se preguntó si en efecto habría sido así. Tal vez la fama la había elevado al rango de quienes adquieren categoría con la muerte. Quizás hubiese habido un funeral fastuoso, caballos con penachos negros, multitudes de curiosos siguiendo el cortejo fúnebre, fotografías en los periódicos locales, acaso incluso en la prensa nacional. Qué ridículo le habría parecido a Violette cuando era joven, años antes de que la asesinaran, que alguien le hubiese profetizado que sería más famosa muerta que en vida, que casi setenta años después de su asesinato, una mujer y un chico en un mundo inconcebiblemente distinto, estarían hablando de sus exequias…

Levantó la mirada y oyó hablar a Ryan.

– Creo que el señor Calder-Hale sólo me acompañó porque quería saber qué es lo que hago.

– Pero Ryan, ya sabe qué es lo que haces: eres el ayudante de jardinería.

– Quería saber qué es lo que hago los demás días -puntualizó el chico.

– ¿Y qué le dijiste?

– Le dije que trabajo en un bar muy cerca de King’s Cross.

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