P. James - La Sala Del Crimen
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Nunca volvió a ver a su padre y a su hermana ni a tener noticias de ellos. Doce años después de haberse marchado de casa, ambos estaban muertos: Simone se había suicidado y dos semanas después su padre había sufrido un ataque al corazón. La carta en que el notario de éste daba cuenta de la noticia había tardado seis semanas en llegar. Muriel sólo sintió la pena vaga e indolora que en ocasiones provoca la tragedia de otras personas. Aun así, le sorprendió el que su hermana hubiera encontrado el valor necesario para escoger morir de forma tan dramática. Aquellas muertes, no obstante, cambiaron su vida: no había ningún otro pariente vivo, de modo que heredó la casa familiar. No regresó a ella, pero dio instrucciones a un agente inmobiliario de que vendiese la propiedad y todo cuanto contenía.
A partir de entonces se liberó de su vida en habitaciones amuebladas; compró una casita de ladrillo en South Finchley, junto a uno de esos caminos semirrurales que todavía pueden encontrarse incluso en los barrios céntricos. Con sus ventanas pequeñas y feas y su tejado alto, era una casa de aspecto desagradable pero de construcción sólida y permitía una privacidad razonable. Delante había espacio para aparcar el coche, ahora que podía permitirse uno. Al principio se limitaba a acampar en la propiedad mientras, semana tras semana, iba adquiriendo muebles de las tiendas de segunda mano, pintaba las habitaciones y confeccionaba las cortinas.
Su vida laboral era menos satisfactoria, pero afrontaba los malos tiempos con valentía, una virtud que nunca le había faltado. Su penúltimo empleo, el de mecanógrafa-recepcionista en Swathling’s, había significado una degradación de categoría profesional. Sin embargo, el trabajo ofrecía posibilidades y la había entrevistado la señorita Dupayne, quien le había insinuado que, con el tiempo, tal vez necesitara una secretaria personal. El trabajo había sido un desastre; despreciaba profundamente a las alumnas, pues las consideraba estúpidas, arrogantes y maleducadas, las niñas mimadas de los nuevos ricos. Una vez que las alumnas se tomaron la molestia de fijarse en ella, la antipatía había sido mutua. Les parecía una metomentodo, demasiado vulgar y carente de la deferencia que esperaban de una inferior. Resultaba muy útil tener un blanco para sus críticas y sus bromas; pocas eran maliciosas por naturaleza, y algunas incluso la trataban con cortesía, pero ninguna se oponía abiertamente a aquel menosprecio universal. Hasta las más dulces se acostumbraron a llamarla GH: las siglas de Godby la Horrible.
Dos años antes, las cosas habían llegado a un punto crítico: Muriel había encontrado el diario de una de las estudiantes y lo había guardado en un cajón de la mesa de secretaría esperando a entregárselo la próxima vez que la chica pidiese su correo. No había visto ninguna razón para buscar a la dueña, y ésta la había acusado de retener el diario deliberadamente. Se había puesto a chillar y Muriel se había limitado a mirarla con frío desprecio: el pelo en punta teñido de rojo, el arete dorado en una de las aletas de la nariz y los labios pintados gritando obscenidades. Al arrebatarle el diario de las manos, le había soltado sus últimas palabras:
– Lady Swathling me ha pedido que te diga que quiere verte en su despacho y ¿sabes qué te digo? Que ya sé para qué quiere hablar contigo: te va a poner de patitas en la calle. No eres la clase de persona que esta escuela quiere tener en la recepción. Eres fea y estúpida y todas nos alegraremos mucho de perderte de vista.
Muriel se había sentado en silencio y luego había cogido su bolso. Iban a rechazarla una vez más. En ese momento vio a Caroline Dupayne acercarse a ella. Acto seguido, la oyó decir:
– Acabo de hablar con lady Swathling. Creo que le vendría bien tomar la iniciativa. Está usted desperdiciando sus cualidades en este trabajo: necesito una secretaria-recepcionista en el Museo Dupayne; me temo que el dinero no será el mismo, pero hay verdaderas perspectivas profesionales. Si le interesa, le sugiero que acuda al despacho y presente su renuncia antes de que hable lady Swathling.
Y eso fue lo que Muriel hizo. Al fin había encontrado un trabajo en el que se sentía valorada. Había hecho bien. Había encontrado su libertad y, sin darse cuenta, también había encontrado el amor.
11
Eran las nueve pasadas cuando Neville Dupayne acababa de terminar su última visita y se dirigía en coche a su piso con vistas a la calle Kensington High. En Londres usaba un Rover siempre que el trayecto en transporte público era complicado y hacía necesario el coche. El vehículo que amaba con toda su alma, el Jaguar E rojo del 63, estaba guardado en el garaje del museo hasta que lo recogiese, como era habitual, a las seis en punto de la tarde del viernes. Tenía por costumbre trabajar hasta tarde de lunes a jueves si era necesario a fin de disponer del fin de semana para salir de Londres, algo que se le había hecho imprescindible. Para estacionar el Rover contaba con un permiso de aparcamiento para residentes, pero siempre tenía que dar la frustrante vuelta a la manzana antes de encontrar un hueco donde ubicarlo. El tiempo había vuelto a cambiar durante el transcurso de la tarde y en ese momento Neville caminaba los cien metros que lo separaban de su casa bajo una llovizna.
Vivía en el ático de un enorme edificio de la posguerra, arquitectónicamente mediocre pero cómodo y bien conservado; su tamaño y anodina conformidad, incluso las apretadas hileras de ventanas idénticas como rostros anónimos, parecían garantizar la intimidad que tanto anhelaba. Nunca pensaba en el piso como en su hogar, una palabra que no evocaba en él ninguna asociación en particular y cuya definición le habría resultado difícil de formular. Sin embargo, lo aceptaba como refugio, con su paz esencial realzada por el apagado y constante murmullo de la concurrida calle cinco pisos más abajo, el cual llegaba hasta sus oídos de manera incluso agradable, como el gemido rítmico de un mar distante. Después de cerrar la puerta tras de sí y volver a programar la alarma, recogió las cartas desperdigadas por la moqueta, colgó su húmedo abrigo, arrojó el maletín a un lado y, después de entrar en la sala de estar, bajó las persianas para mitigar las luces de Kensington.
El piso era cómodo. Al comprarlo, unos quince años antes, después de trasladarse a Londres desde el centro de Inglaterra tras el fracaso de su matrimonio, se había molestado en seleccionar las piezas mínimas necesarias de muebles de diseño y, por consiguiente, no había tenido necesidad de cambiar su elección inicial. Le gustaba escuchar música de vez en cuando y poseía un equipo de estéreo moderno y caro. No sentía ningún interés especial por la tecnología, y sólo exigía que funcionase con eficacia. Si una máquina se averiaba, la reemplazaba con un modelo distinto puesto que el dinero era menos importante que ahorrar tiempo y evitar la frustración que suponía discutir con alguien. Odiaba el teléfono, que estaba en el pasillo, y rara vez contestaba, prefiriendo escuchar los mensajes grabados todas las noches. Quienes lo necesitaran con urgencia, incluida su secretaria en el hospital, disponían de su número de móvil. Nadie más lo tenía, ni siquiera su hija ni sus hermanos. La importancia de dichas exclusiones, cuando pensaba en ello, lo dejaba indiferente. Sabían dónde encontrarlo.
La cocina estaba tan nueva como cuando había mandado reformarla después de adquirir el apartamento. Neville se alimentaba a conciencia, pero obtenía escaso placer del arte culinario y dependía en gran medida de los platos precocinados que compraba en los supermercados del centro. En ese momento acababa de abrir el frigorífico y estaba decidiendo si prefería tarta de pescado con guisantes congelados o moussaka, cuando llamaron al timbre. Aquel sonido, enérgico y consistente, se oía tan rara vez en el apartamento que experimentó el mismo sobresalto que habría sentido si alguien se hubiese puesto a aporrear la puerta. Pocas personas sabían dónde vivía y nadie se presentaría sin avisar. Se acercó a la puerta y pulsó el botón del interfono con la esperanza de que se hubiesen equivocado de piso. El corazón le dio un vuelco al oír la voz fuerte y autoritaria de su hija.
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