P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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– Sarah, no tienes que estar agradecida.

– ¿Ah, no? No soy idiota, papá. Ya sé que darme dinero te resulta más fácil que quererme, siempre lo he aceptado. Ya de niña supe que el amor era lo que les dabas a tus pacientes, no a mamá ni a mí.

Se trataba de una antigua recriminación y Neville la había oído muchas veces, tanto en boca de su esposa como de Sarah. Sabía que había parte de verdad en ella, pero no tanta como ambas habían llegado a creer. Constituía una queja demasiado obvia, demasiado simplista y demasiado cómoda. La relación entre ellos había sido mucho más sutil y compleja de lo que aquella teoría psicológica podía explicar. No discutió con su hija, sino que se limitó a esperar.

– Quieres que el museo cierre, ¿no es así? -prosiguió ella-. Siempre has sabido lo que os hizo a ti y a la abuela. Es el pasado, papá. Habla de gente muerta y años muertos. Siempre has dicho que estamos excesivamente obsesionados con nuestro pasado, con guardar y coleccionar sólo porque sí. Por amor de Dios, ¿es que no puedes enfrentarte, aunque sólo sea por una vez, a tus hermanos?

La botella de vino había permanecido intacta. Neville dio la espalda a su hija, descorchó la botella de Margaux y sirvió dos copas.

– Creo que el museo debería cerrar -declaró-, y he pensado en la posibilidad de decirlo en la reunión de mañana. No espero que los demás estén de acuerdo. Va a ser una confrontación de voluntades.

– ¿Qué quieres decir con eso de que has pensado «en la posibilidad» de decirlo mañana? Pareces el tío Marcus. A estas alturas ya tendrías que saber qué es lo que deseas que pase. Y no tienes que hacer nada, ¿no? Ni siquiera has de convencerlos. Ya sé que serías capaz de cualquier cosa antes de enfrentarte a una riña familiar. Lo único que tienes que hacer es negarte a firmar el nuevo contrato de arrendamiento en la fecha prevista e irte. No pueden obligarte.

Él le ofreció una copa de vino y preguntó:

– ¿Para cuándo necesitas el dinero?

– Para dentro de unos días. Estoy pensando en irme a Nueva Zelanda; Betty Carter está allí. No creo que te acuerdes de ella, pero estudiamos juntas. Se casó con un neozelandés y siempre me está invitando a pasar unas vacaciones con ellos. Se me ha ocurrido que podría empezar en South Island y luego tal vez continuar hasta Australia y después California. Quiero vivir durante un año sin necesidad de trabajar, y después decidir qué hacer a continuación. Desde luego, no será dedicarme a la enseñanza.

– No te apresures. Habrá requisitos para los visados, billetes de avión que reservar… No es un buen momento para marcharse de Inglaterra. Vivimos en un mundo muy inestable y peligroso…

– Pues razón de más para largarse lo más lejos posible. No me preocupa el terrorismo, ni aquí ni en ningún otro sitio. Debo marcharme. He fracasado en todo. Si me quedo un solo mes más en este país de mierda, me volveré loca.

Él estuvo a punto de decirle que no podría evitar llevarse a sí misma allá donde fuera, pero no lo hizo. Sabía cuánto desdén -y sería un desdén justificado- provocaría en ella semejante tópico. Cualquier consultora sentimental de cualquier revista femenina le habría servido de la misma ayuda que él. Sin embargo, estaba la cuestión del dinero.

– Si quieres te daré un cheque esta misma noche -le ofreció-. Y me mantendré firme en mi decisión de cerrar el museo. Es lo que hay que hacer.

Se sentó frente a ella. No se miraron el uno al otro, pero al menos estaban bebiendo vino juntos. De repente lo invadió una súbita ansia con respecto a su hija, tan intensa que, de haber estado de pie, la habría tomado impulsivamente en sus brazos. ¿Era eso amor? Sin embargo, sabía que se trataba de algo menos iconoclasta y perturbador, algo a lo que podía hacer frente, esa mezcla de lástima y sentimiento de culpa que había sentido por los Gearing. No obstante, había hecho una promesa y sabía que tenía que mantenerla. También sabía, y el ser consciente de ello hizo que sintiera asco de sí mismo, que se alegraba de que su hija se marchara de Inglaterra. Su vida ya de por sí sobrecargada de trabajo y obligaciones sería más sencilla si Sarah estaba en el otro extremo del mundo.

12

La hora de la reunión de los fideicomisarios el miércoles 30 de octubre, las tres en punto, había sido determinada -y así lo entendía Neville- a conveniencia de Caroline, quien tenía compromisos tanto por la mañana como por la tarde. Desde luego, no se adaptaba a los de él. Después del almuerzo nunca estaba en su mejor momento, y aquello lo había obligado a reorganizar sus visitas a domicilio vespertinas. Se reunirían en la biblioteca del primer piso, como solían hacer en las raras ocasiones en que, como fideicomisarios, tenían asuntos que tratar. Se trataba del lugar más obvio, pero no era el que Neville habría escogido. Le traía demasiados recuerdos de la infancia, de cuando entraba allí obedeciendo a la llamada de su padre, con las manos sudorosas y el corazón latiéndole con fuerza. Su padre nunca le había pegado; su crueldad verbal y el desprecio manifiesto hacia su hijo mediano habían constituido un maltrato mucho más sofisticado y habían dejado en Neville cicatrices invisibles pero indelebles. Jamás había hablado de su padre con Marcus o Caroline salvo en términos generales. Al parecer, habían sufrido menos que él o nada en absoluto. Marcus siempre había sido un niño reservado, solitario y poco comunicativo, más tarde brillante en la escuela y la universidad y armado contra las tensiones de la vida familiar con una autosuficiencia poco imaginativa. Caroline, la más joven y la única hija, siempre había sido la favorita de su padre en la medida en que éste era capaz de demostrar afecto. El museo lo había sido todo para el gran hombre, y la esposa de éste, incapaz de competir y encontrar un pequeño consuelo en sus hijos, había abandonado la competición muriendo antes de cumplir los cuarenta años.

Neville llegó puntual a la cita, pero Marcus y Caroline ya estaban allí. Se preguntó si no habrían quedado antes y discutido su estrategia con antelación. Era lo más probable… Cada maniobra en aquella batalla debía planearse con cuidado. Cuando entró, se hallaban de pie al fondo de la habitación, juntos, y en ese momento se dirigían hacia él, Marcus con un maletín negro en la mano.

Caroline parecía vestida para guerrear: llevaba unos pantalones negros, camisola de lana gris a rayas blancas y un pañuelo de seda rojo atado al cuello cuyas puntas ondeaban igual que una bandera desafiante. Marcus, como si pretendiese dar relieve a la importancia oficial de la reunión, iba vestido formalmente, representando el estereotipo de un funcionario inmaculado. A su lado, Neville se sintió como si su raída gabardina y su viejo y arrugado traje gris le hiciesen parecer un pariente pobre y suplicante. Al fin y al cabo, era un médico especialista, y desde que no tenía la obligación de pasar la pensión alimenticia, distaba de ser pobre. Bien podría haberse permitido un traje nuevo si no hubiese carecido del tiempo y las energías para comprarlo. Por primera vez, al reunirse con sus hermanos, se sintió en desventaja por el modo en que iba vestido; el hecho de que la sensación fuese irracional y degradante a un tiempo la hacía aún más enojosa. Rara vez había visto a Marcus con ropa informal, como los shorts de color caqui, la camiseta a rayas o el jersey grueso de cuello redondo que llevaba en vacaciones. Lejos de transformarlo, el cuidadoso aire de despreocupación realzaba su conformidad esencial. Vestido informalmente siempre había parecido a los ojos de Neville un poco ridículo, como un boy scout ya crecidito. Sólo parecía sentirse a gusto en sus trajes hechos a medida. En ese momento estaba muy a gusto.

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