P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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– Papá, soy Sarah. Te he estado llamando. ¿Es que no has recibido mis mensajes?

– No, lo siento. Acabo de llegar y todavía no he escuchado el contestador. Sube.

Abrió la puerta principal del edificio y esperó a oír el quejido del ascensor. Había sido una dura jornada y al día siguiente tendría que vérselas con un problema diferente pero igual de complicado: el futuro del Museo Dupayne. Necesitaba tiempo para ensayar su estrategia, la justificación para su reticencia a firmar el nuevo contrato de arrendamiento, los argumentos que tendría que presentar de manera convincente para combatir la determinación de sus hermanos. Había albergado la esperanza de contar con una noche relajada en la que tal vez encontrara el ánimo necesario para tomar una decisión definitiva, pero ahora era poco probable que lograse disfrutar de esa tranquilidad. Si Sarah había ido a verlo, significaba que estaba metida en un lío.

En cuanto abrió la puerta y le cogió el paraguas y el chubasquero, comprendió que el problema era grave. Sarah nunca había sido capaz de controlar, y mucho menos disimular, la intensidad de sus emociones. Ya desde niña sus berrinches habían sido apasionados y agotadores, sus momentos de felicidad y entusiasmo, frenéticos, y su desesperación contagiaba a sus padres el mal humor que se apoderaba de ella. Siempre, en cualquier ocasión, su apariencia, el modo en que iba vestida, traicionaban el tumulto de su vida interior. Neville recordó una noche -¿hacía cinco años?- en que a Sarah le pareció oportuno que su último amante pasase a recogerla por el piso de Kensington. Se había quedado de pie justo donde estaba en ese momento, con la melena morena recogida en lo alto de la cabeza y las mejillas sonrojadas de alegría. Al mirarla, se había sorprendido de encontrarla hermosa. Ahora, su cuerpo parecía haber adoptado prematuramente la forma del de una mujer de mediana edad. Llevaba el pelo atado en una cola de caballo para apartarlo de un rostro crispado por la desesperación. Al mirarle la cara, tan parecida a la suya y sin embargo tan misteriosamente distinta, Neville vio la angustia reflejada en irnos ojos oscuros y ensombrecidos que parecían concentrados en su propia desdicha. Sarah se dejó caer sobre un sillón.

– ¿Qué te apetece tomar? ¿Vino, café, té? -le ofreció él.

– Me da lo mismo. Vino está bien. Cualquier cosa que tengas abierta.

– ¿Blanco o tinto?

– Oh, Dios, papá…, ¿qué más da? De acuerdo, tinto.

Él sacó la botella que tenía más a mano del armario donde guardaba el vino y cogió dos copas.

– ¿Y algo de comer? -preguntó-. ¿Has cenado ya? Estaba a punto de calentarme algo.

– No tengo hambre. He venido porque hay unas cosas que debemos resolver. Para empezar, más vale que te lo diga ya: Simon se ha ido.

De modo que era eso. La noticia no le sorprendía. Sólo había visto al novio de Sarah, con quien ésta convivía, una vez, y le había bastado para darse cuenta, con una mezcla de pena e irritación confusas, que se trataba de un nuevo error. Se trataba del patrón recurrente de la vida de su hija: sus pasiones eran devoradoras, impulsivas e intensas, y a punto como estaba de cumplir los treinta y cuatro, su necesidad de adquirir un compromiso amoroso se veía alimentada por una desesperación creciente. Él sabía que nada de lo que le dijese le procuraría alivio sino que, por el contrario, le molestaría. El trabajo de Neville la había privado en la adolescencia del interés y las preocupaciones propias de un padre, y el divorcio le había dado un nuevo motivo de queja. Ahora, lo único que exigía era un poco de ayuda práctica.

– ¿Cuándo ha sido? -preguntó él.

– Hace tres días.

– ¿Y es definitivo?

– Pues claro que es definitivo. Llevaba un mes siendo definitivo, pero yo no me había dado cuenta. Y ahora tengo que irme muy, muy lejos. Al extranjero.

– ¿Y qué pasa con el trabajo, con la escuela?

– Lo he dejado.

– ¿Quieres decir que les has avisado con un trimestre de antelación?

– No, no les he avisado. Lo he dejado sin más. No tenía ninguna intención de volver a esa casa de locos para que unos niñatos se rían de mi vida sexual.

– Pero ¿se reirían? ¿Cómo iban a saberlo?

– Por favor, papá, ¡despierta! Pues claro que lo saben. Se ocupan personalmente de saber esa clase de cosas. Ya es bastante malo que te digan que no serías profesora si valieses para otra cosa, para que además te echen en cara tus fracasos sexuales.

– Pero das clases a chicos de entre nueve y trece años. Son niños.

– Esos niños saben más de sexo a los once años de lo que sabía yo a los veinte. Y a mí me prepararon para enseñar, no para pasarme la mitad del tiempo rellenando formularios y el resto tratando de imponer un poco de orden entre veinticinco críos agresivos, malhablados y problemáticos sin el menor interés por aprender. He estado malgastando mi tiempo, se acabó.

– No pueden ser todos así.

– Pues claro que no todos son así, pero hay los suficientes para hacer que dar una clase sea imposible. Tengo a dos a quienes les han prescrito tratamiento psiquiátrico. Los han examinado pero no hay plazas para ellos en ningún hospital, así que ¿qué ocurre? Que nos los mandan de vuelta a nosotros. Tú eres psiquiatra; son tu responsabilidad, no la mía.

– Pero ¡dejarlo así, sin más! Eso no es propio de ti. Es injusto para el resto del personal docente.

– El director podrá soportarlo. He recibido muy poco apoyo de su parte en estos últimos meses. Bueno, el caso es que lo he dejado.

– ¿Y el piso? -preguntó él. Lo habían comprado a medias. Él le había prestado el dinero para la entrada y suponía que era el sueldo de ella el que pagaba la hipoteca.

– Lo venderemos, por supuesto -repuso-. Pero ahora no hay ninguna esperanza de dividir los beneficios. No va a haber ningún beneficio. Ese centro que piensan abrir enfrente para delincuentes juveniles sin hogar ha acabado con cualquier posibilidad de ello. Nuestro abogado debería haber estado al corriente, pero no sirve de nada demandarlo por negligencia. Necesitamos vender el piso por lo que nos den. Eso lo dejo en manos de Simon. Lo llevará con eficiencia porque sabe que es legalmente responsable conmigo por la hipoteca. Yo me marcho. El caso, papá, es que necesito dinero.

– ¿Cuánto?

– Lo bastante para vivir con holgura en el extranjero durante un año. No te lo pido a ti, al menos no directamente: quiero mi parte de los beneficios del museo. Por mí, que lo cierren. Puedo pedirte un préstamo decente, unas veinte mil, y devolvértelas cuando el sitio haya cerrado. Todos tenemos derecho a algo, ¿no? Me refiero a los fideicomisarios y a los nietos.

– No sé a cuánto -respondió-. Según la escritura del fideicomiso, todos los objetos de valor, incluyendo los cuadros, serán ofrecidos a otros museos. Nos corresponde una parte de lo que quede una vez vendido. Podrían ser unas veinte mil para cada uno, supongo. No lo he calculado.

– Será suficiente. Hay una reunión de los fideicomisarios mañana, ¿verdad? He telefoneado a la tía Caroline para preguntárselo. Tú no deseas que continúe abierto, ¿verdad? Quiero decir que siempre has sabido que al abuelo le importaba más el museo que tú o cualquier miembro de su familia. Siempre fue su capricho. Además, no va nada bien. Tal vez el tío Marcus crea que puede hacer que funcione, pero no puede. Sólo conseguirá gastar dinero hasta que al final tenga que dejarlo. Quiero que me prometas que no vas a firmar el nuevo contrato de arrendamiento. Eso me permitirá pedirte el préstamo con la conciencia tranquila. De lo contrario no podré aceptar tu dinero, pues no tendré modo de devolvértelo. Estoy harta de verme metida en deudas, de tener que estar agradecida.

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