P. James - La Sala Del Crimen
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– Me habrás incluido en la lista, espero -comentó Caroline-. Vengo aquí al menos dos veces a la semana y prácticamente dirijo el lugar desde que murió papá. Si alguien realiza algún control general, ésa soy yo.
– No hay ningún control general -repuso Marcus-, ése es el problema. No estoy subestimando lo que haces, Caroline, pero tanto la estructura como el funcionamiento es de aficionados. Tenemos que empezar a pensar profesionalmente si vamos a realizar los cambios fundamentales que necesitamos para sobrevivir.
Caroline frunció el entrecejo.
– No necesitamos cambios fundamentales -dijo-, lo que tenemos es algo único. Estoy de acuerdo en que es a pequeña escala y nunca va a atraer al público como un museo más exhaustivo, pero se fundó con un propósito, y lo cumple. Por las cifras que has presentado, parece como si esperaras obtener financiación oficial. Olvídalo. En esos sorteos no nos asignarán una sola libra, ¿por qué iban a hacerlo? Y si lo hiciesen tendríamos que complementar la subvención, lo que sería imposible. Las autoridades locales ya están bastante presionadas (todas lo están) y el gobierno central ni siquiera puede financiar de manera decente los grandes museos nacionales, el Victoria & Albert y el Británico. Estoy de acuerdo en que debemos incrementar nuestros ingresos, pero no a costa de vender nuestra independencia.
– No vamos a recurrir al dinero público ni al Gobierno ni a las autoridades locales ni a los sorteos para obtener subvenciones -explicó Marcus-. Además, tampoco nos lo darían. Y lo lamentaríamos si nos lo diesen. Pensad en el Museo Británico: un déficit de cinco millones. El Gobierno insiste en una política de entradas gratuitas, los financia de forma inadecuada, se meten en problemas y tienen que volver a recurrir al Gobierno mendigando más dinero. ¿Por qué no venden su inmenso excedente, cobran irnos precios razonables por las entradas a todos salvo a los grupos más desfavorecidos y se hacen independientes de una vez por todas?
– No pueden deshacerse legalmente de donativos benéficos ni existir sin ayuda, y estoy de acuerdo en que nosotros sí podemos -convino Caroline-. Y no veo por qué los museos y las galerías han de ser gratuitos. Otras clases de oferta cultural no lo son, como los conciertos de música clásica, el teatro, la danza, la BBC…, eso suponiendo que seáis de la opinión de que la BBC sigue produciendo cultura… Y no tengo ninguna intención de dejar el piso, por cierto. Ha sido mío desde que papá murió y lo necesito. No puedo vivir en una habitación amueblada en Swathling’s.
– No tenía pensado obligarte a deshacerte del piso, Caroline -repuso Marcus en tono pausado-. No es apto para las exposiciones y el acceso mediante un ascensor o a través de la Sala del Crimen sería poco práctico. No nos falta espacio.
– Ni se te ocurra tampoco deshacerte de Muriel ni de Tally. Se ganan de sobra sus ridículos salarios.
– No estaba pensando en deshacerme de ellas. Godby en especial es demasiado eficiente para dejarla escapar. Estoy pensando en ampliar el ámbito de sus responsabilidades, sin interferir, claro está, en lo que hace para ti. Sin embargo, necesitamos a alguien más cálido y simpático en la recepción. Estaba pensando en contratar a una estudiante como secretaria-recepcionista. Una con las aptitudes adecuadas, naturalmente.
– ¡Venga ya, Marcus! ¿Qué clase de estudiante? ¿Una de la Facultad de Labores del Hogar? Más vale que te asegures de que sepa leer y escribir. Muriel sabe utilizar el ordenador, internet y llevar la contabilidad. Encuentra a una estudiante que sepa hacer todo eso con su sueldo y habrás tenido una suerte enorme.
Neville había permaneció callado durante todo aquel intercambio de palabras. Quizá los adversarios estuviesen atacándose mutuamente, pero su objetivo era, en esencia, el mismo: mantener abierto el museo. Esperaría su ocasión. Se sorprendió, aunque no por primera vez, de lo poco que conocía a sus hermanos. Nunca había creído que el hecho de ser psiquiatra le diese una llave maestra para acceder al cerebro humano, y sin embargo no había dos mentes cuyo acceso tuviese más bloqueado que las dos que compartían con él la espuria intimidad de la consanguinidad. Marcus era sin duda mucho más complicado de lo que dejaba traslucir su cuidadosamente controlado exterior burocrático. Tocaba el violín casi como un profesional, lo cual debía de significar algo, y eso por no mencionar sus bordados. Sí, en definitiva, aquellas manos pálidas y bien cuidadas poseían unas habilidades especiales. Al observar las manos de su hermano, Neville se imaginaba los dedos largos de manicura perfecta en una vorágine de actividad: redactando elegantes actas en informes oficiales, tensando las cuerdas del violín, enhebrando sus agujas con hilo de seda o desplazándose tal como lo hacían en ese momento por los papeles metódicamente dispuestos. Ése era Marcus, con su anodina casa de barrio residencial de las afueras, su esposa ultrarrespetable que probablemente jamás le había causado un solo momento de ansiedad, su brillante hijo, que se estaba labrando una lucrativa carrera como cirujano en Australia. Y Caroline. Neville se preguntó cuándo había empezado a saber lo que subyacía en el corazón de la vida de su hermana. Nunca había visitado la escuela, pues despreciaba todo lo que él creía que representaba: una preparación privilegiada para una vida disipada de ociosidad e indolencia. La vida de Caroline allí era un misterio para él. Sospechaba que su matrimonio la había decepcionado, pero había durado once años. ¿Cómo era ahora su vida sexual? Costaba creer que fuese célibe además de solitaria. De pronto se sintió fatigado y le resultaba difícil mantener los ojos abiertos. Se forzó a sí mismo a permanecer despierto y oyó la voz monótona y sosegada de Marcus.
– Las investigaciones que he llevado a cabo durante el pasado mes me han llevado a una conclusión inevitable: si quiere sobrevivir, el Museo Dupayne debe cambiar, y cambiar de un modo radical. Ya no podemos continuar como un pequeño almacén especializado en el pasado para unos cuantos especialistas, investigadores o historiadores. Tenemos que abrirnos al público y vernos como educadores y mediadores, no como meros guardianes de las décadas pasadas. Por encima de todo, debemos hacernos globales. La política fue establecida por el Gobierno, ya en mayo de 2000, en su publicación Centros para el cambio social: Museos, galerías y archivos para todos. Ve la mejora social dominante como una prioridad y establece que los museos deberían, y cito textualmente: «Identificar a las personas que están excluidas socialmente […] comprometerlas y establecer sus necesidades […] desarrollar proyectos cuyo objetivo sea mejorar las vidas de las personas con riesgo de exclusión social.» Tienen que percibirnos como agentes del cambio social.
Caroline soltó una carcajada sarcástica y ronca a un tiempo.
– Dios mío, Marcus. ¡Me sorprende que no llegaras a ocupar la cartera de algún ministerio importante! Tienes todo lo que se necesita. Te has tragado toda esa jerga contemporánea de un solo y glorioso bocado. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Ir a Highgate y Hampstead y averiguar qué colectivos no nos están honrando con su visita a este museo? ¿Concluir que tenemos demasiadas madres solteras con dos hijos, gays, lesbianas, pequeños comerciantes, minorías étnicas? Y luego ¿qué hacemos? ¿Atraerlos instalando un tiovivo en el jardín para los críos, ofreciéndoles té gratis y un globo de regalo? Si un museo realiza su trabajo como es debido, la gente que está interesada vendrá, y no será de una sola clase. La semana pasada estuve en el Museo Británico con un grupo de la escuela; a las cinco y media salían personas de toda condición: jóvenes, viejos, blancos, negros, de aspecto opulento, gente bien venida a menos… Lo visitan porque el museo es gratuito y magnífico. Nosotros no podemos ser ninguna de las dos cosas, pero sí podemos seguir haciendo lo que hemos venido haciendo desde que papá lo fundó. Por favor, sigamos como hasta ahora, ni más ni menos, que ya será bastante complicado.
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