P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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– Si los cuadros van a parar a otros museos, no se perderá nada -intervino Neville-. Todavía seguirán exhibiéndose al público, y es probable que mucha más gente los vea.

Caroline se mostró desdeñosa.

– No necesariamente. Es más, yo diría que eso es muy poco probable. La Tate posee miles de cuadros que no expone por falta de espacio. Dudo que la National Gallery o la Tate estén demasiado interesadas en lo que podamos ofrecerles. Tal vez sea distinto en el caso de los museos provinciales más pequeños, pero no hay ninguna garantía de que vayan a quererlos. El sitio de los cuadros está aquí. Forman parte de una historia planeada y coherente de las décadas de entreguerras.

Marcus cerró su dossier y cruzó las manos encima de la portada.

– Antes de que hable Neville quisiera hacer hincapié en dos aspectos. El primero es el siguiente: los términos del fideicomiso están establecidos de esta forma para garantizar que el Museo Dupayne continúe existiendo. Podemos estar de acuerdo en eso. Una mayoría de nosotros desea que continúe. Esto significa, Neville, que no hemos de convencerte con nuestras razones, sino que te corresponde a ti convencernos a nosotros. El segundo aspecto es éste: ¿estás seguro de tus propios motivos? ¿No deberías considerar la posibilidad de que lo que hay detrás de tu oposición no tiene nada que ver con las dudas racionales de si el museo es viable económicamente o si cumple con un propósito útil? ¿No es posible que tu motivación sea la venganza, la venganza contra nuestro padre, el deseo de devolverle el golpe porque el museo significaba más para él que su familia, de que era más importante para él que tú? Si estoy en lo cierto, ¿no es eso un poco infantil, quizás incluso innoble?

Las palabras, que viajaron hasta el otro lado de la mesa en el tono lánguido y monocorde de Marcus, aparentemente sin ningún rencor, pronunciadas por un hombre razonable que presentaba una teoría razonable, golpearon a quien iban dirigidas con la fuerza de una bofetada. Neville se sintió retroceder en su asiento. Sabía que su cara debía de estar trasluciendo la intensidad y confusión de su reacción, el estupor, la ira y la sorpresa que le producía la acusación de Marcus. Había esperado una discusión, pero no que su hermano se aventurase a entrar en aquel terreno peligroso. Advirtió que Caroline tenía el cuerpo echado hacia delante y que lo miraba fijamente. Estaban aguardando su respuesta. Sintió la tentación de decir que con un psiquiatra en la familia ya era suficiente, pero se abstuvo, pues no era momento para ironías baratas. En vez de eso, tras un silencio que pareció durar medio minuto, recobró la compostura y fue capaz de expresarse con tranquilidad.

– Aunque eso fuese cierto, y no es más cierto en mi caso que en el de cualquier otro miembro de la familia, no afectaría en absoluto mi decisión. Carece por completo de sentido continuar con esta discusión, sobre todo si va a degenerar en un análisis psicológico. No pienso firmar el nuevo contrato de arrendamiento, y ahora, si me perdonáis, debo volver con mis pacientes.

Fue en ese preciso instante cuando sonó su móvil. Había tenido la intención de apagarlo durante el transcurso de la reunión, pero se le había olvidado. Alcanzó su gabardina y hurgó en el bolsillo. Oyó la voz de su secretaria; ésta no tuvo que decirle quién era.

– Ha llamado la policía. Querían llamarlo, pero les he dicho que yo le comunicaría la noticia. La señora Gearing ha intentado matar a su marido y quitarse la vida con una sobredosis de aspirina soluble y bolsas de plástico en la cabeza.

– ¿Están bien?

– Los de la ambulancia han logrado salvar a Albert. Se pondrá bien. Ella ha muerto.

Neville sentía los labios hinchados y rígidos, pero aun así logró decir:

– Gracias por avisarme. Hablaremos luego.

Cortó la comunicación y regresó con paso vacilante a la silla, sorprendido de que sus piernas le respondieran. Advirtió la mirada indiferente de Caroline.

– Perdonad -dijo-. Han llamado para informarme de que la esposa de uno de mis pacientes se ha suicidado.

Marcus alzó la vista de sus papeles.

– ¿No tu paciente sino su esposa?

– Así es.

– En tal caso, no veo qué necesidad había de molestarte.

Neville no contestó, permaneció con las manos cruzadas en el regazo, temeroso de que sus hermanos reparasen en que le temblaban. Lo invadió una ira aterradora que se acumuló en su garganta igual que un vómito. Necesitaba soltarla como si en un chorro nauseabundo lograra deshacerse de todo el dolor y la culpa. Recordó las últimas palabras que le había dicho Ada Gearing: «No creo que pueda continuar así.» Hablaba en serio. Con estoicismo y resignación, se había dado cuenta de cuál era su límite. Ella se lo había advertido y él no la había escuchado. Era extraordinario que ni Marcus ni Caroline pareciesen advertir la devastadora oleada de asco que sentía hacia sí mismo. Levantó la vista para mirar a Marcus. Su hermano fruncía el entrecejo con aire ensimismado, pero no parecía demasiado preocupado y se disponía a formular sus argumentos y diseñar una estrategia. El rostro de Caroline se leía más fácilmente: estaba pálida de ira.

Paralizados por unos segundos en su retablo de confrontación, ninguno de ellos había oído que la puerta se abría. En ese momento, un movimiento reclamó su atención; Muriel Godby estaba de pie en el hueco con una bandeja repleta de cosas.

– La señorita Caroline me pidió que trajese el té a las cuatro en punto. ¿Lo sirvo ya?

Caroline asintió con la cabeza y empezó a apartar los papeles para hacer sitio en la mesa. De pronto, Neville no pudo soportarlo más. Se levantó y, cogiendo su gabardina, se dirigió a ellos por última vez.

– He terminado. No tengo nada más que decir. Todos estamos malgastando nuestro tiempo. Más vale que empecéis a planificar el cierre. Nunca firmaré ese contrato de arrendamiento. ¡Nunca! ¡Y no podéis obligarme!

Vio en sus rostros un espasmo momentáneo de desdeñosa repulsión. Sabía que debían de estar viéndolo como a un niño rebelde que descarga su rabia impotente sobre los adultos. Pero no se sentía impotente. Tenía poder y ellos lo sabían.

Se encaminó a ciegas hacia la puerta. No estaba seguro de cómo ocurrió, si golpeó con el brazo la bandeja o si Muriel Godby se había movido como protesta instintiva para bloquearle el paso, el caso es que la bandeja salió disparada de las manos de la mujer. Neville pasó rozándola, consciente únicamente del grito de horror de ella, del arco que dibujó el chorro de té hirviendo y del estrépito de la porcelana al romperse. Sin volver la vista, se precipitó escaleras abajo, pasó ante los ojos atónitos de la señora Strickland cuando ésta los levantó del mostrador de recepción y salió como un torbellino del museo.

13

El miércoles 30 de octubre, fecha en que debían reunirse los fideicomisarios, empezó para Tally como cualquier otro día. Se fue al museo antes del alba y pasó una hora entregada a su rutina habitual. Muriel llegó temprano. Llevaba consigo una cesta y Tally supuso que, como de costumbre, había horneado unas galletas para el té de la reunión. Recordando su época de colegiala, se dijo para sí: «Le está haciendo la pelota a la profesora», y sintió una punzada de simpatía por Muriel que reconoció como una mezcla censurable de lástima y ligero desdén.

Al volver de la pequeña cocina en la parte de atrás del vestíbulo, Muriel le explicó la programación de la jornada. El museo abriría por la tarde, excepto la biblioteca. La señora Strickland había recibido instrucciones de trabajar en la galería de arte. La sustituiría en la recepción cuando Muriel fuese a servir el té, de ese modo no habría necesidad de llamar a Tally. La señora Faraday había llamado para decir que sufría un resfriado y que no iba a venir. Tal vez Tally pudiera echarle un vistazo a Ryan cuando éste se dignase llegar para asegurarse de que no se aprovechaba de la ausencia de la mujer.

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