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P. James: La Sala Del Crimen

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P. James La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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No había mucha información en aquella confesión que Dalgliesh desconociese salvo un hecho: durante su estancia en Swathling’s, Celia Mellock se había burlado de ella, la había ofendido y había intentado que la echasen. La chica era pelirroja en aquella época y no se había teñido el pelo castaño de amarillo hasta más tarde, pero desde el momento en que Godby se hizo cargo de la Sala del Crimen, el reconocimiento había sido absoluto por ambas partes. Para Godby, asesinarla había constituido un placer además de una necesidad.

– No sé por qué ha venido, comisario -estaba diciendo-. Usted y yo hemos terminado. Sé que pasaré diez años en la cárcel, pero ya he cumplido una condena más larga en mi vida. Además, he conseguido lo que quería, ¿no es cierto? Los Dupayne no cerrarán el museo para honrar la memoria de su hermano. Cada día que abra sus puertas, cada visitante que llegue, cada éxito me lo deberán a mí, y ellos lo sabrán. Pero deje mi vida en paz. Tiene derecho a saber lo que hice y cómo lo hice; lo sabe de todos modos, ya que lo averiguó. En eso consiste su trabajo, y se supone que es muy bueno en él. Ni siquiera tiene derecho a saber por qué lo hice, pero no me importaría dar una razón si con eso todos se quedan más contentos. La he dejado por escrito y es bastante simple: el doctor Neville Dupayne mató a mi hermana con su negligencia. Ella lo llamó y, como él no acudió, se roció con gasolina y se prendió fuego. Por culpa de Dupayne perdió la vida, y yo no iba a permitir que también fuera el responsable de que perdiese mi trabajo.

– Hemos hecho averiguaciones sobre la vida del doctor Dupayne antes de que se trasladase a Londres -explicó-. Su hermana, señora Godby, murió hace quince años, doce después de que usted se hubiese marchado de casa. ¿Llegó a conocer al doctor Dupayne en aquella época? ¿Qué relación tenía usted con su hermana? ¿Estaban muy unidas?

Ella lo miró fijamente a la cara y Dalgliesh pensó que nunca había visto semejante concatenación de odio, desdén y… sí, triunfo. Cuando al fin habló, resultó sorprendente que sonase tan normal; era la misma voz con que había contestado tranquilamente a sus preguntas la semana anterior.

– Le he dicho que tiene derecho a saber lo que hice, pero no a saber lo que soy. No es usted un cura ni un psiquiatra. Mi pasado es mío y de nadie más, no pienso deshacerme de él regalándoselo. Sé cosas sobre usted, comisario Dalgliesh; la señorita Caroline me las dijo después de que viniera la primera vez. Son la clase de cosas que a ella le interesan. Es usted escritor, ¿no es así? Poeta. No tiene bastante con meterse en las vidas de otras personas, en hacer que las detengan, en conseguir que las envíen a la cárcel, sino que pretende entenderlas, meterse en su cerebro, utilizarlas como materia prima. Pero a mí no puede utilizarme. No tiene derecho.

– No, no tengo derecho -admitió Dalgliesh, y le pareció que el rostro de Muriel Godby se dulcificaba y lo invadía la tristeza.

– Nunca podremos llegar a conocernos usted y yo, comisario -dijo ella.

Al llegar a la puerta, Dalgliesh se volvió de nuevo para mirarla.

– No -repuso-, no podremos; pero ¿acaso eso nos hace diferentes de otras dos personas cualesquiera?

10

La habitación de Tally Clutton, en otra parte del hospital, era muy distinta. Al entrar, Dalgliesh percibió un perfume casi insufrible de flores. Tally estaba en la cama, con la cabeza afeitada en parte y cubierta de forma muy poco favorecedora por un gorro de gasa bajo el cual se veía claramente un vendaje acolchado. Le tendió la mano y esbozó una sonrisa de bienvenida.

– Me alegro mucho de que haya venido, comisario. Esperaba que lo hiciera. Acerque una silla. Sé que no puede quedarse mucho rato, pero quería hablar con usted.

– ¿Qué tal se encuentra ahora?

– Mucho mejor. La herida de la cabeza no es demasiado grave. No le dio tiempo a rematarme. Los médicos dicen que se me paró el corazón unos minutos a causa del shock. Si no hubiese llegado usted, estaría muerta. Hubo un tiempo en que pensaba que morir no importaba demasiado, pero ahora me parece distinto. No soportaría la idea de no volver a ver otra primavera inglesa. -Hizo una pausa y añadió-: Sé lo del motorista. Pobre chico. Me han dicho que sólo tenía diecinueve años y que era hijo único. No dejo de pensar en sus padres. Supongo que se lo podría considerar la tercera víctima.

– Sí -convino Dalgliesh-, la tercera y la última.

– ¿Sabe que Ryan ha vuelto a casa del Comandante? -dijo.

– Sí, el Comandante llamó para decírnoslo. Pensó que tal vez querríamos saber dónde estaba Ryan.

– Es su vida, claro está, me refiero a Ryan… Supongo que eso es lo que quiere, pero esperaba que se tomaría más tiempo para pensar sobre ello, sobre su futuro. Si se han peleado una vez, pueden volver a pelearse, y la próxima… bueno, quizá sea más serio.

– No creo que se repita -la tranquilizó Dalgliesh-. Al comandante Arkwright le preocupa ese chico, le tiene mucho cariño, de modo que no dejará que le suceda nada malo.

– Sé que Ryan es gay, claro, pero ¿no estaría mucho mejor con alguien más de su edad, no tan rico, sin tanto que ofrecer?

– No creo que el comandante Arkwright y él sean amantes, pero Ryan casi es mayor de edad. No podemos controlar su vida por él.

– Creo que debería de haberse quedado conmigo más tiempo -prosiguió ella, más para sí que para Dalgliesh-, al menos hasta estar seguro de lo que quería, pero sabía que, en el fondo, yo no deseaba que siguiese en mi casa. Estoy tan acostumbrada a vivir sola, a disponer del cuarto de baño a mi antojo… Siempre he detestado tener que compartir el cuarto de baño. Él lo sabía, no es tonto. Pero no era sólo el cuarto de baño; tenía miedo de tomarle demasiado cariño, de dejarlo entrar en mi vida. No me refiero a verlo como un hijo, eso sería ridículo, sino a la bondad humana, a preocuparme por él, a que llegase a importarme de veras. Tal vez sea ésa la mejor clase de amor. Utilizamos la misma palabra para cosas tan distintas… Muriel amaba a Caroline, ¿no es así? Mató por ella. Eso tenía que ser amor.

– Tal vez se tratara de una obsesión, una clase muy peligrosa de amor -contestó Dalgliesh.

– Pero el amor es peligroso, ¿no le parece? Supongo que durante toda mi vida he temido la parte del compromiso que conlleva. Ahora empiezo a entenderlo. -Lo miró a los ojos-. El que tiene miedo a amar sólo está vivo a medias.

Continuó mirándolo como si buscara que la iluminase con su sabiduría, que la tranquilizase de algún modo, pero era imposible saber qué pensaba Dalgliesh.

– Hay algo que quería usted decirme -comentó él.

Ella sonrió.

– Ahora ya no importa, pero me parecía importante cuando lo llamé. Se trata de algo que recordé. Cuando Muriel llegó poco después del incendio, lo primero que dijo es que tendríamos que haber cerrado con llave la puerta del cobertizo, donde estaba la gasolina. Bueno, pues yo no le dije que habían rociado al doctor Neville con gasolina. No podría habérselo dicho ya que, en aquel momento, todavía no lo sabía. Entonces, ¿cómo lo sabía ella? Al principio pensé que recordar aquello era importante, pero luego me dije que quizá lo hubiese adivinado. -Hizo una pausa y añadió-: ¿No habrá noticias de Vagabundo, por casualidad?

– No he estado en el museo esta mañana, pero no he oído que hubiese vuelto.

– Supongo que no es muy importante mientras haya tantas cosas de las que preocuparse. Si no regresa, espero que encuentre a alguien que lo acoja. No es un gato simpático, no puede contar con su encanto. Fue horriblemente cruel lo que Muriel le hizo, ¿y por qué? Podría haber llamado a la puerta de la casa y yo le habría abierto, y no tendría que haberse preocupado por si la reconocía o no. Al fin y al cabo, estaría muerta. Y ahora también lo estaría de no ser por usted.

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