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P. James: La Sala Del Crimen

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P. James La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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– Los otros alumnos creen que estoy aquí no porque sea lista, sino porque el gobierno le ha pagado a Cambridge para que me acepte.

– ¿Te ha dicho alguien eso? -inquirió Emma con aspereza.

– No, nadie. No han dicho nada, pero eso es lo que creen. Está en los periódicos. Saben que eso pasa.

Emma se inclinó hacia delante.

– Eso no pasa aquí, en esta universidad, y no ha pasado contigo -contestó-. No es verdad, Shirley, sencillamente. Escúchame, esto es importante: el gobierno no le dice a Cambridge cómo seleccionar a sus estudiantes. Si lo hiciese, si cualquier gobierno lo hiciese, Cambridge no lo obedecería. Seleccionamos a la gente en función de su inteligencia y su potencial. Estás aquí porque te lo mereces.

– Pues yo no me siento como si lo mereciera -musitó Shirley.

– Piénsalo, Shirley. El sistema de becas es internacional y muy competitivo. Si queremos que Cambridge conserve su posición actual en el mundo, tenemos que seleccionar a los mejores. Estás en Cambridge por tus propios méritos, queremos que sigas con nosotros y queremos que seas feliz aquí.

– Los demás parecen tan seguros de sí mismos… Algunos ya se conocían de antes de venir. Cambridge no les resulta extraño, saben qué deben hacer, están juntos. Y en cambio, a mí todo me resulta extraño. Siento que no pertenezco a este sitio. Fue un error venir a Cambridge, eso es lo que algunas de las amigas de mi madre me dijeron, que no encajaría.

– Pues se equivocaban. Es cierto que ayuda venir a estudiar con amigos, pero algunos de los alumnos que parecen tan seguros tienen las mismas preocupaciones que tú. El primer trimestre en la universidad nunca es fácil. En toda Inglaterra los estudiantes nuevos sienten la misma incertidumbre que tú. Cuando somos desgraciados, pensamos, equivocadamente, que nadie más puede serlo más que nosotros, pero eso es inherente al ser humano.

– Es imposible que usted se sienta así, doctora Lavenham.

– Por supuesto que es posible, y de hecho a veces me siento así. ¿Te has inscrito en alguna de las asociaciones estudiantiles?

– Todavía no. Es que hay tantas… No estoy segura de dónde podría encajar.

– ¿Por qué no te apuntas a una que te interese de verdad? No lo hagas sólo para conocer gente y hacer amigos. Escoge algo en lo que disfrutes, algo nuevo tal vez. Conocerás a gente y harás amigos.

La chica asintió con la cabeza y murmuró algo que quizá fuese: «Lo intentaré.» Emma estaba preocupada. Ésa era la clase de problemas de los estudiantes que le causaban mayor ansiedad. ¿En qué momento, si acaso había un momento concreto, debía aconsejarles que recurriesen a la orientación profesional o a la ayuda psicológica? No captar las señales de una grave depresión a menudo tenía consecuencias desastrosas, pero reaccionar exageradamente podía destruir la misma confianza que intentaba fomentar. ¿Estaba desesperada Shirley? No lo creía. Confiaba en que su actitud fuese la correcta. Sin embargo, podía brindarle otra clase de ayuda que sin duda necesitaría.

– A veces, cuando llegamos aquí -dijo con dulzura-, resulta difícil saber cómo trabajar de la forma más eficiente posible, cómo sacar el mayor provecho de nuestro tiempo. Es fácil malgastarlo trabajando duro en aspectos que no son esenciales y descuidando lo importante. Redactar trabajos académicos requiere mucha práctica. Este fin de semana no estaré en Cambridge, pero hablaremos sobre ello el lunes, si crees que te resultará de utilidad.

– Oh, sí, ya lo creo, doctora Lavenham. Me será muy útil. Muchas gracias.

– ¿A las seis, entonces?

La chica asintió y se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ésta se volvió para dar las gracias una última vez y luego se marchó. Emma consultó su reloj. Era hora de ponerse el abrigo, recoger la maleta y bajar a esperar el taxi. Llegó a la estación de Cambridge antes de darse cuenta de que se había dejado el móvil en su habitación de la universidad. Tal vez, pensó, su olvido se debía más a un temor subconsciente de oírlo sonar durante el viaje que a un simple descuido. Ahora podía viajar tranquila.

13

Por fin Dalgliesh estaba listo para marcharse. Su secretaria asomó la cabeza por la puerta.

– Han llamado del Ministerio del Interior, señor Dalgliesh. El ministro quiere verlo. Lo han hecho desde su despacho privado, es urgente.

Cuando llamaban un viernes por la tarde, solía serlo.

– ¿Les has dicho que me voy fuera el fin de semana casi de inmediato?

– Se lo he dicho, y han contestado que era una suerte haberlo pillado a tiempo, antes de que se marchara. Es importante. También han llamado al señor Harkness.

De modo que Harkness estaría allí. «¿Y quién más?», se preguntó Dalgliesh. Mientras se ponía el abrigo, consultó su reloj: tenía cinco minutos para acortar camino por la estación de Saint James’s Park y llegar a Queen Anne’s Gate. Probablemente, sufriría el retraso habitual con el ascensor. Al menos los de seguridad lo conocían, y no lo retendrían al mostrarles su pase. Si tenía suerte, en seis minutos llegaría al despacho del ministro. No perdió tiempo comprobando si Harkness ya se había ido y corrió hacia el ascensor.

Pasaron siete minutos exactos hasta que lo condujeron a los salones privados y el despacho del ministro. Descubrió que Harkness ya estaba allí, además del viceministro, Bruno Denholm, del MI6, y el subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña y la Commonwealth, un oficial de mediana edad de aspecto joven y sofisticado cuya actitud de sosegado distanciamiento dejaba patente que sería un simple espectador. Todos los presentes estaban acostumbrados a esa clase de reuniones urgentes y eran expertos en convertir lo inesperado y lo desagradable en razonable e inocuo. Aun así, Dalgliesh percibió cierto ambiente de incomodidad, casi de vergüenza.

El ministro lo saludó con la mano e hizo unas presentaciones breves y en su mayor parte innecesarias. Era un hombre que había adoptado los buenos modales, en especial hacia sus subordinados, como política laboral. Dalgliesh pensó que, en general, le resultaba útil; al menos, tenía el mérito de la originalidad. Sin embargo, su ofrecimiento de jerez -«A menos, caballeros, que les parezca demasiado pronto; también hay té o café si lo prefieren»- y su escrupulosa atención al lugar donde tomaban asiento le parecieron tácticas dilatorias deliberadas, y la aceptación del jerez por parte de Harkness, al parecer en nombre de todos ellos, una indulgencia que equivalía a un alcoholismo incipiente. Dios, ¿es que no iban a empezar nunca? Sirvieron el jerez, excelente y muy seco, y se sentaron a la mesa. El ministro abrió la carpeta que tenía ante sí y Dalgliesh observó que contenía su informe sobre los asesinatos del Museo Dupayne.

– Lo felicito, comisario -dijo el ministro-. Un caso delicado resuelto con eficacia y celeridad. Vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de si deberíamos o no extender la cobertura de la brigada de investigaciones especiales a todo el país. Estoy pensando en concreto en los recientes y lamentables secuestros y asesinatos de niños. Una brigada nacional con experiencia y especializada estaría en situación de ventaja en estos casos tan relevantes. Me imagino que tendrán sus opiniones al respecto.

Dalgliesh estuvo a punto de contestar que la cuestión no era ninguna novedad y que todas las opiniones, incluida la suya, eran ya conocidas, pero contuvo su impaciencia y respondió:

– Las ventajas son evidentes si la investigación debe abarcar la totalidad del país. Sin embargo, hay algunas objeciones: nos arriesgamos a perder información local y el contacto con la comunidad, ambos factores importantes en cualquier investigación. También existe el problema de la relación y la colaboración con los cuerpos de seguridad correspondientes, y cuya moral podría verse minada si los casos más complicados se reservan para una brigada a todas luces privilegiada tanto por el personal con que cuenta como por los medios de que dispone. Lo que necesitamos es una mejora de la formación de todos los detectives, sin importar su rango. El público empieza a perder confianza en la capacidad de la policía para resolver los crímenes locales.

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