P. James - La Sala Del Crimen
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Fue entonces cuando oyeron, lejano pero inconfundible para sus oídos expertos, el ruido de un coche. Kate se dirigió a la puerta, pero Dalgliesh la cogió del brazo.
– Ahora no, Kate. Te necesito aquí. Que Piers y Benton-Smith se encarguen de practicar la detención. Llama a una ambulancia y luego telefonea a Piers.
Mientras Kate marcaba el número, Dalgliesh se arrodilló junto al cuerpo de Tally Clutton. El reguero de sangre se había detenido, pero al colocarle los dedos en la garganta, el pulso se le paró de repente. Rápidamente, enrolló el chubasquero y se lo puso debajo de la nuca, le abrió la boca y comprobó que no llevaba dentadura postiza. Se inclinó sobre ella y empezó a practicarle el boca a boca. No oía las palabras perentorias de Kate ni el silbido de la estufa de gas, sólo su propia respiración y el cuerpo que estaba tratando de resucitar. Y entonces, como por obra de un milagro, sintió el latido de un pulso. Tally Clutton estaba respirando. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos y dirigió a Dalgliesh una mirada ciega. Soltó un gemido que parecía de satisfacción, ladeó la cabeza y quedó de nuevo inconsciente.
La espera de la ambulancia se hizo interminable, pero Dalgliesh sabía que era inútil telefonear de nuevo. Habían recibido una llamada y se presentarían en cuanto pudiesen. Lanzó un suspiro de alivio en cuanto la oyó llegar y vio a los enfermeros entrar en la casa.
– Lamentamos el retraso -se disculpó uno de los enfermeros-. Ha habido un accidente en la carretera y han reducido el tráfico a un solo carril.
Kate y Dalgliesh se miraron, pero ninguno de los dos habló. No tenía sentido interrogar a los enfermeros, pues la preocupación de éstos se centraba en la misión que tenían entre manos. Además, tampoco había necesidad de que lo supiesen de inmediato. Para cuando regresasen al Yard, Piers ya habría comunicado si había efectuado o no la detención. Tanto si Vulcano estaba vivo como si no, aquél era el final del caso.
Dalgliesh y Kate observaron la escena mientras Tally era introducida en la ambulancia, envuelta en mantas y atada a la camilla. Dieron su nombre y algunos detalles a los enfermeros y éstos les dijeron adónde iban a llevarla.
Las llaves de la puerta principal estaban en la cerradura. Kate apagó la estufa de gas, comprobó las ventanas de la planta superior y la inferior y se fueron de la casa después de apagar las luces y cerrar la puerta principal.
– Conduce tú, ¿quieres, Kate?
Él sabía que ella estaría encantada, porque le gustaba conducir el Jaguar. Cuando llegaron al camino de entrada, le pidió que se detuviera y se apeó. Sabía que ella no lo acompañaría ni le preguntaría qué estaba haciendo. Caminó un poco y levantó la vista hacia la mole negra del museo, preguntándose si volvería a visitarlo alguna vez. Se sintió triste y agotado a la vez, pero no le resultaba extraño, pues siempre le ocurría lo mismo cuando resolvía un caso. Pensó en las vidas que la suya había tocado tan íntima y brevemente, en los secretos que había descubierto, en las mentiras y las verdades, en el horror y el dolor. Aquellas vidas seguirían adelante, igual que la suya. En el camino de regreso para reunirse con Kate, pensó en el fin de semana que tenía ante sí y lo inundó una tímida sensación de gozo.
8
Treinta y cinco minutos antes, Toby Blake, de diecinueve años y dos meses de edad, enfiló Spaniards Road con su Kawasaki en el último trecho de su camino a casa. Había sido un trayecto frustrante, pero los jueves por la noche siempre lo eran. Zigzaguear con ingeniosa pericia entre los coches y autobuses casi inmóviles y adelantar a los coches caros para desconsuelo de sus conductores tenía sus satisfacciones, pero no era para eso para lo que estaba hecha la Kawasaki. En ese momento, vio por primera vez la carretera reluciente, pálida y vacía ante sí. Había llegado el momento de comprobar lo que aquella máquina era capaz de hacer.
Aceleró, el motor rugió y la moto saltó hacia delante como un tigre. Toby, cuyos ojos brillaron bajo la visera del casco, sonrió con deleite al sentir las ráfagas de aire, la vertiginosa excitación de la velocidad, el poder que significaba tener el control. Delante, un coche salió a gran velocidad de un camino de entrada. El chico no tuvo tiempo de frenar, ni siquiera de advertir la presencia del vehículo. Sólo lo vislumbró un segundo, horrorizado, y entonces la Kawasaki golpeó el costado derecho del capó, salió dando vueltas hacia el otro lado de la carretera y chocó contra un árbol. El chico fue despedido hacia arriba, sacudiendo los brazos, y luego se estrelló contra la cuneta y quedó inmóvil. El coche perdió el control, dio unas cuantas vueltas de campana y golpeó contra el arcén.
Tras diez segundos de absoluto silencio los faros de un Mercedes iluminaron la carretera. El Mercedes se paró, al igual que el coche que lo seguía. Se oyeron pasos apresurados, exclamaciones de horror, voces apremiantes que hablaban por teléfonos móviles. Unas caras ansiosas miraban a la persona que aparecía desplomada sobre el volante del coche accidentado. Las voces se consultaban entre sí. Acordaron que debían esperar a que llegase la ambulancia. Pasaron otros automóviles, que se detuvieron. Los trámites para el rescate seguían su curso.
En el lado de la carretera, el chico yacía muy quieto. No había rastros de heridas ni de sangre. Parecía sonreír en sueños.
9
Esta vez se trataba de un hospital moderno y, al menos para Dalgliesh, de territorio desconocido. Lo condujeron al pabellón correspondiente y al final se encontró en un largo pasillo sin ventanas. No olía a hospital, pero el aire era distinto de cualquier otro, como si hubieran eliminado científicamente cualquier vestigio de miedo o enfermedad. No había duda de cuál era la habitación correcta; dos agentes uniformados montaban guardia junto a la puerta y se levantaron a saludarlo cuando se acercó. Dentro había una agente femenina, que se puso de pie también y lo saludó en voz baja antes de marcharse y cerrar la puerta. El y Vulcano estaban a solas, cara a cara.
Muriel Godby se encontraba sentada en una silla junto a la cama. El único indicio de heridas era la escayola que le cubría el brazo y la muñeca izquierdos y un moratón en la mejilla izquierda. Llevaba un camisón de algodón a cuadros, al parecer provisto por el hospital, y estaba tranquila. Se había cepillado con cuidado el cabello, que llevaba recogido hacia atrás con un pasador de concha. Los ojos, de un amarillo verdoso, bucearon en los de Dalgliesh con el resentimiento mal disimulado del paciente que recibe otra visita no deseada. No había en ellos ningún rastro de temor.
– ¿Cómo está? -le preguntó sin acercarse a ella.
– Viva, como puede ver.
– Supongo que ya sabrá que el motorista murió. Se rompió el cuello -le informó Dalgliesh.
– Iba demasiado rápido. Ya le he dicho muchas veces a la señorita Caroline que debería haber señales de advertencia más visibles. Pero no ha venido usted aquí a hablar de eso. Ya tiene mi confesión, y de mi puño y letra. Eso es todo lo que voy a decir.
La confesión era muy extensa, pero meramente factual, no exponía ninguna excusa ni mostraba ningún remordimiento. El asesinato había sido planeado el miércoles siguiente a la reunión de los fideicomisarios. El viernes, el día del crimen, Godby había llevado en el maletero de su coche el cubo, un mono protector, guantes, gorro de ducha y cerillas, además de una bolsa de plástico de gran tamaño para arrojarlo todo después de cometer el crimen. Después de dejar a la señora Strickland en la estación de metro de Hampstead, no había ido a su casa sino que había regresado al museo. Sabía que Tally Clutton se habría ido a su clase del viernes, y aquella mañana había tomado la precaución de desconectar su teléfono fijo por si llamaba alguien. Había esperado en el garaje a oscuras hasta que Neville Dupayne se hubo sentado en su Jaguar y luego había avanzado unos pasos llamándolo por su nombre. Sorprendido pero reconociendo su voz, Neville había vuelto la cara hacia ella y recibido todo el impacto de la gasolina. Sólo había necesitado unos segundos para encender y arrojar las cerillas. El último sonido humano que él había oído había sido la voz de ella. Cuando Tally le telefoneó más tarde, acababa de llegar a casa. Había tenido tiempo de colgar el auricular, poner el mono en la lavadora, fregar el cubo y lavarse a conciencia antes de dirigirse de nuevo al museo. Durante el fin de semana había arrancado el asa del cubo y hecho trizas los guantes y el gorro de ducha y por la noche los había arrojado entre los escombros de un contenedor cercano.
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