P. James - La Sala Del Crimen

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El cuerpo calcinado de una de las personas más estrechamente vinculadas a un pequeño museo privado es el origen de esta nueva investigación de Adam Dalgliesh. La entidad dedicada al período de entreguerras, acoge, además de obras de arte, biblioteca y archivo una inquietante Sala del Crimen donde estudiar los sucesos más sonados de la época, uno de los cuales presenta extrañas semejanzas con el caso en que se ocupa Dalgliesh.

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Empezó a pensar en su cena, pero aunque no había comido nada desde su especie de picnic, no tenía hambre y no le tentó ninguno de los paquetes de comida precocinada apilados en la nevera. En vez de eso, se preparó una taza de té, abrió un paquete de galletas digestivas con sabor a chocolate y se sentó ante la mesa de la cocina. El azúcar consiguió reanimarla. Después, y casi sin pensarlo, se puso el abrigo, abrió la puerta y salió a la oscuridad. A fin de cuentas, así era como acababa siempre la jornada, y aquella noche no tenía por qué ser diferente; necesitaba el corto paseo por el Heath, la vista reluciente de Londres extendiéndose a sus pies, el aire frío en las mejillas, el olor a tierra y a verdor, un momento de soledad que nunca era soledad completa, de misterio sin miedo ni lamentos.

En alguna parte en aquella extensión de silencio y oscuridad, algunas personas solitarias debían de estar paseando, tal vez en busca de sexo, de compañía, acaso de amor. Ciento cincuenta años antes, una criada de la casa había enfilado el mismo camino, cruzado la misma verja, para reunirse con su amante y encontrar una muerte terrible. Aquel misterio nunca se había resuelto, y la víctima, al igual que las víctimas de los asesinos cuyos rostros bajaban la mirada desde las paredes de la Sala del Crimen, había pasado a engrosar las filas del ingente ejército de los muertos amorfos. Tally pensaba en ella con lástima en ocasiones, pero su sombra no tenía capacidad para perturbar la paz nocturna o asustarla. Se pertrechó con la bendita certeza de que no era esclava del terror, de que el horror de las dos muertes no podía retenerla cautiva en su casa ni estropear aquella excursión solitaria bajo el cielo nocturno.

Fue tras abandonar el Heath y cerrar la verja tras de sí cuando, al levantar la vista hacia la mole negra del museo, detectó la luz. Brillaba en la ventana sur de la Sala del Crimen, no tanto como si se hubiesen dejado encendidas todas las luces de la pared, sino con un resplandor más difuso. Permaneció unos segundos mirándola fijamente, preguntándose si no se trataría de un reflejo de las luces de la casa pequeña. Sin embargo, por supuesto, eso era imposible. Sólo había dejado las luces encendidas en la sala de estar y el pasillo y apenas se filtraban por las rendijas de las cortinas echadas, por lo que no tenían modo de iluminar ninguna parte del museo. Al parecer se habían dejado encendida una lámpara en la Sala del Crimen, casi con toda probabilidad una de las de lectura junto a los sillones, frente a la chimenea. Tal vez uno de los Dupayne o el señor Calder-Hale había estado allí examinando algún documento y se había olvidado de apagarla. Aun así, era raro que Muriel, al recorrer las salas antes de marcharse, no se hubiese percatado de que la luz estaba encendida.

Tally se dijo con firmeza que no tenía por qué sentir miedo y que debía actuar con sensatez. Sería ridículo telefonear a Muriel, quien para entonces ya debía de haber llegado a su casa, o a cualquiera de los Dupayne, antes de comprobar que sólo se trataba de un simple descuido. Llamar a la policía se le antojaba igualmente absurdo. Lo más sensato sería comprobar que la puerta principal estuviese cerrada y la alarma activada. De ese modo tendría la certeza de que no había nadie en el museo. Si encontraba la puerta abierta volvería a la casa pequeña de inmediato, se encerraría con llave y llamaría a la policía.

Salió de nuevo, linterna en mano, y se abrió paso con el máximo sigilo posible entre los negros tocones de los árboles quemados en la parte delantera de la casa. Ya no se veían luces; el pálido brillo sólo era perceptible desde las ventanas sur y este. La puerta principal estaba cerrada con llave. Al entrar, encendió la luz a la derecha de la puerta y avanzó rápidamente para silenciar la alarma. Después de la oscuridad del exterior, el vestíbulo parecía resplandecer. Se quedó quieta un momento pensando en lo extraño y desconocido que le resultaba de repente. Como todos los espacios en que, por lo general, abundan las figuras, los sonidos y la actividad humanas, parecía estar misteriosamente a la espera. Tally sintió cierta reticencia a dar un paso hacia delante, como si el hecho de romper el silencio fuese a liberar algo malo e inexplicable. Entonces hizo acto de presencia el contumaz sentido común que la había acompañado a lo largo de los últimos días. No tenía nada que temer, nada que resultase raro o antinatural. Había ido allí con un propósito muy sencillo: apagar una simple luz. Regresar a la casa e irse a dormir a sabiendas de que la luz seguía encendida supondría ceder al miedo, perder -acaso para siempre- la seguridad y la paz que aquel lugar y la casa le habían proporcionado durante los ocho años anteriores.

Cruzó el vestíbulo con decisión escuchando el eco de sus pasos sobre el mármol y subió por la escalera. La puerta de la Sala del Crimen estaba cerrada, pero no precintada. La policía debía de haber completado su inspección antes de lo esperado. Tal vez Muriel, todavía traumatizada por el descubrimiento del cadáver de Celia, ni siquiera se había atrevido a abrir la puerta. No era propio de ella, pero Muriel no había vuelto a ser la misma desde aquel horrible hallazgo. Por mucho que no admitiese que tenía miedo, Tally había visto que éste le oscurecía los ojos. Cabía la posibilidad de que hubiese temido realizar la comprobación final del edificio, sobre todo estando sola, y que por ello hubiera sido menos concienzuda de lo habitual.

Abrió la puerta y vio de inmediato que estaba en lo cierto: alguien se había dejado encendida la lámpara de lectura junto al sillón de la derecha y encima de la mesa había dos libros cerrados y lo que parecía un cuaderno. Alguien había estado leyendo. Se acercó a la mesa y advirtió que había sido el señor Calder-Hale. El cuaderno le pertenecía, pues reconoció su letra pequeña y casi ilegible. Debía de haber ido al museo a recoger sus llaves en cuanto la policía le había comunicado que ya podía devolvérselas. ¿Cómo había sido capaz de sentarse allí tan tranquilamente a trabajar después de lo sucedido?

Era la primera vez que entraba en la Sala del Crimen tras el descubrimiento del cadáver de Celia, y cayó en la cuenta al instante de que había algo diferente, inusual: faltaba el baúl. Debía de hallarse bajo custodia policial, o quizás en el laboratorio forense. Su presencia había sido tan dominante en la estancia, se trataba de un objeto al mismo tiempo tan ordinario y solemne, que su ausencia constituía un mal presagio.

No avanzó de inmediato para apagar la luz, sino que permaneció medio minuto en el hueco de la puerta. Las fotografías no la asustaban; nunca lo habían hecho. Ocho años de quitar diariamente el polvo, de abrir y cerrar las vitrinas, de dar brillo a los cristales, habían acabado con casi todo el interés que pudiera tener. Sin embargo, en ese momento, la tenue media luz de la habitación le produjo una sensación nueva y desagradable. Se dijo que no era miedo, sino simple desasosiego. Debería acostumbrarse a estar en la Sala del Crimen, y para ello más le valía empezar cuanto antes.

Se acercó a una de las ventanas del costado este y miró a través de ella hacia la noche. ¿Era allí donde había estado Celia aquel viernes fatídico? ¿Era por eso por lo que había muerto, por contemplar desde allí los árboles en llamas y ver al asesino agacharse junto al grifo del agua para lavarse las manos enguantadas? ¿Qué habría sentido el criminal al levantar la cabeza y descubrirla allí, con la cara pálida, el cabello largo y amarillo, y una expresión de horror en los ojos? La muchacha por fuerza tenía que haber sabido cuáles eran las implicaciones de lo que acababa de presenciar; entonces, ¿por qué había esperado a que aquellos pasos fuertes y apresurados la alcanzasen, a que aquellas manos la agarrasen por el cuello? ¿O acaso había intentado escapar, tratando de abrir en vano la puerta cerrada del piso o bajando por la escalera a toda prisa para, al fin, caer en brazos de su asesino expectante? ¿Era así como había ocurrido? Dalgliesh y los subordinados de éste le habían contado muy poco. Sabía que, desde el primer asesinato, habían estado constantemente en el museo, interrogando, examinando, buscando, hablando…, pero nadie sabía lo que pensaban. Desde luego, era imposible que dos asesinos escogiesen actuar el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar. Tenían que estar relacionados, y si lo estaban, sin duda Celia había muerto por lo que había visto.

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