P. James - La Sala Del Crimen
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– Tenía que matarla en la sala para que pareciese que seguía el patrón del caso Wallace -explicó él-, y no estaba segura de que le abriese la puerta si llamaba. Creo que tal vez oyó que nos telefoneaba desde el museo y temió que usted se negara a dejarla entrar. -Con la esperanza de hacerla pensar en otra cosa, comentó-: Estas flores son preciosas.
– ¿Sí, verdad? -dijo la anciana con voz más alegre-. Las rosas amarillas son del señor Marcus y la señorita Caroline, y la orquídea de la señora Strickland. La señora Faraday y el señor Calder-Hale han llamado y vendrán a verme esta tarde. La noticia se ha propagado muy rápido, ¿no le parece? La señora Strickland me ha enviado una nota; cree que deberíamos hacer que un sacerdote fuese al museo. No estoy segura de para qué exactamente, si para rezar un poco, para echar un poco de agua bendita o para hacer un exorcismo. Asegura que al señor Marcus y a la señorita Caroline les parece una buena idea siempre y cuando no tengan que tomar parte. Dicen que no hará ningún bien pero que seguramente tampoco ningún daño. Es una sugerencia sorprendente por parte de la señora Strickland, ¿no le parece?
– Sí, un poco sorprendente tal vez.
Tally Clutton parecía exhausta de pronto.
– Creo que será mejor que me vaya -dijo él-. No le conviene cansarse.
– Pero si no estoy cansada… Es un alivio tan grande poder hablar… La señorita Caroline ha venido a verme esta mañana y ha sido muy amable. No creo haberla entendido del todo. Quiere que me quede en la casa pequeña y que asuma parte de las tareas de Muriel. No se trata de la recepción ni de la contabilidad, por supuesto, ya han puesto un anuncio buscando a alguien cualificado para eso. Ahora vamos a necesitar mucha más ayuda. No, lo que haré será contribuir en la limpieza de su piso. Dice que es posible que se quede allí más a menudo en el futuro. Son tareas muy sencillas, básicamente limpiar el polvo, vaciar la nevera, meter las sábanas en la lavadora… De vez en cuando se quedan varios amigos suyos, gente que necesita una cama para pasar la noche. Por supuesto, estoy encantada con su oferta.
La puerta se abrió y entró una enfermera, que lanzó una elocuente mirada a Dalgliesh.
– Tengo que hacer algunas cosas con la señora Clutton -anunció-. Tal vez quiera esperar fuera.
– Creo que es hora de que me vaya de todos modos -repuso él.
Se inclinó para estrechar la mano que yacía sin fuerzas sobre el cobertor, pero la anciana le dio un firme apretón. Bajo las vendas, los ojos que miraron a los suyos no poseían en absoluto la ansiedad inquisitiva de la vejez. Se despidieron y Dalgliesh volvió a recorrer el pasillo anónimo y estéril. No había nada que hubiese necesitado decirle, nada que la hubiese ayudado. Decirle lo que el trabajo podía implicar en realidad suponía casi con certeza que no lo aceptase. Se arriesgaría a perder su casa y su sustento, ¿y para qué? Ya estaba cayendo bajo el influjo extraordinario de Caroline Dupayne, pero no era tan ingenua como Muriel Godby. Estaba demasiado segura de su propia personalidad como para obsesionarse con ella. Tal vez con el tiempo llegara a darse cuenta de lo que ocurría en el piso. Si eso sucedía, tomaría su propia decisión.
Se encontró con Kate, que se acercaba por el pasillo. Estaba allí, y él lo sabía, para organizar el traslado de Muriel Godby.
– El especialista asegura que se encuentra perfectamente. Es obvio que quieren deshacerse de ella lo antes posible. Han llamado los del Departamento de Relaciones Públicas, señor. Quieren una rueda de prensa hoy mismo, más tarde.
– Podemos emitir un comunicado, pero si me quieren allí en persona, la rueda de prensa puede esperar hasta el lunes. Tengo cosas que hacer en el despacho y esta tarde saldré pronto.
Kate desvió la mirada, pero no antes de que Dalgliesh viese la nube de tristeza.
– Por supuesto, señor -dijo-, ya me lo había dicho. Sé que tiene que marcharse pronto esta tarde.
11
Hacia las once y media, los asuntos urgentes que aguardaban su atención ya habían sido solucionados y Dalgliesh estaba listo para redactar su informe sobre la investigación, que tanto el comisario principal como el viceministro habían solicitado leer. Era la primera vez que le pedían que remitiese un informe detallado sobre una investigación al viceministro, y esperaba que aquello no sentase un precedente, pero antes todavía quedaba un asunto pendiente. Le pidió a Kate que llamase a Swathling’s y le dijese a Caroline Dupayne que el comisario Dalgliesh quería verla urgentemente en New Scotland Yard.
Caroline Dupayne llegó una hora después. Iba vestida para un almuerzo formal: el abrigo verde oscuro de seda colgaba dibujando unos pliegues muy pronunciados y el cuello subido le enmarcaba la cara.
El pintalabios contrastaba con la palidez de su cutis. Tomó asiento en la silla que le ofrecían y lo estudió sin disimulo, como si aquél fuese su primer encuentro y ella estuviese valorándolo sexualmente, contemplando distintas posibilidades.
– Supongo que debería felicitarlo -dijo.
– Eso no es necesario ni apropiado. Le he pedido que venga porque tengo dos preguntas más que hacerle.
– ¿Aún trabajando, comisario? Pregunte y, si puedo, contestaré.
– En algún momento del pasado miércoles o después, ¿le dijo usted a Muriel Godby que la despedía, que ya no quería que trabajase en el museo?
Él esperó.
– La investigación ha terminado -dijo ella al fin-, Muriel está detenida. No quiero sonar desagradable ni que parezca que no quiero cooperar, pero ¿no ha dejado eso de ser asunto suyo, comisario?
– Por favor, conteste.
– Sí, se lo dije el miércoles por la tarde después de haber ido al piso. No exactamente con esas palabras, pero se lo dije. Estábamos juntas en el aparcamiento. No se lo consulté a nadie antes de decírselo y la decisión fue sólo mía. Ni mi hermano ni James Calder-Hale consideraban que fuese la persona adecuada para la recepción. Antes me había peleado con ellos por defenderla; para mí la eficiencia y la lealtad son importantes, pero el miércoles decidí que tenían razón.
Una pieza más del puzzle encajó en su lugar. De modo que era por eso por lo que Muriel Godby había vuelto al museo el jueves por la noche y estaba en el despacho cuando Tally había llamado a la policía.
Al interrogarla, había dicho que quería ponerse al día con el trabajo atrasado, pero si eso era cierto, ¿por qué marcharse y volver? ¿Por qué no quedarse sin más?
– Había ido a recoger sus cosas -dijo él-. No podía hacerlo mientras hubiese gente alrededor. Habría supuesto una humillación intolerable.
– Para recoger sus pertenencias y para algo más: para dejarme una lista de cosas pendientes que quedaban por hacer y decirme cómo había que dirigir el despacho -puntualizó ella-. Concienzuda hasta el fin.
Hablaba sin piedad, casi con desdén.
– Es posible que a sus colegas no les pareciese la persona adecuada para el trabajo, pero ésa no fue la razón por la que la despidió, ¿me equivoco? El miércoles por la noche usted ya sabía sin asomo de duda que había matado a su hermano y a Celia. No la quería en la plantilla del museo cuando yo me pusiese a investigar. Además, existía el vínculo con Swathling’s. Siempre ha sido importante mantener la escuela inmaculada, lejos de cualquier asociación con un asesinato, ¿no es cierto?
– Ésas eran consideraciones menores. Con un poco de suerte, heredaré Swathling’s; yo he construido esa escuela. No quiero que comience a declinar antes de tener la oportunidad de asumir el control. Y tiene razón en lo del museo: era conveniente deshacerse de Muriel antes de que la policía la arrestase, pero ésa no constituía la razón principal por la que le dije que se fuera. Cuando la verdad salga a la luz, ni Swathling’s ni el Dupayne se librarán del escándalo. La escuela no sufrirá demasiadas consecuencias, pues ya hace mucho tiempo que la abandonó. Y dudo que el museo se vea perjudicado; la gente ya quiere saber cuándo tenemos planeado reabrirlo. El Museo Dupayne al fin es importante.
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