Anne Perry - Falsa inocencia

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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»A todos nos iría mejor si reconociéramos nuestras equivocaciones en lugar de buscar excusas para ellas, e hiciéramos cuanto estuviera en nuestras manos por enmendarlas. Hay ocasiones en que necesitamos ayuda para hacerlo, y Claudine Burroughs se dio cuenta de ello. El hecho de que su ayuda quizá cause más daño que provecho es lamentable, pero no una estupidez ni una maldad.

Margaret se puso muy pálida y lo miró llena de asombro.

Rathbone no alteró su expresión.

– Hace falta coraje -prosiguió Rathbone-. Creo que quienes nunca han cometido grandes equivocaciones no se dan cuenta de lo mucho que cuesta enmendarlas. Es algo digno de admiración, no de crítica.

Margaret se fue volviendo poco a poco hacia Hester. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Dio media vuelta y salió, con la cabeza bien alta y la espalda erguida. No dijo palabra a ninguno de los dos.

Rathbone no fue tras ella.

– Sé de lo que hablo porque yo mismo he cometido algunas equivocaciones -dijo con una sonrisa un tanto torcida y en un tono más amable-. Phillips fue una de ellas, y no sé cómo enmendarla.

Hester pestañeó, confundida, con la cabeza hecha un lío. Lo que Rathbone había dicho era cierto, pero estaba estupefacta de que lo hubiese dicho en voz alta. No podía figurarse qué había pasado antes entre ellos, o qué había bullido en silencio, ahogado por la incapacidad de manifestarlo con palabras. Rathbone se había mostrado sumamente desleal con Margaret, pero ¿acaso se debatía entre el amor por ella y el honor a la verdad?

Hester lo miró a la cara, recordando todas las batallas que habían librado juntos en el pasado, cuando ninguno de los dos conocía a Margaret. Más que amistad, había habido entendimiento, lealtad, la creencia en una causa compartida. El suyo era un vínculo demasiado profundo para romperlo con facilidad. Rathbone se había equivocado con Phillips; lo único que importaba era que lo había asumido. El perdón fue instantáneo y absoluto.

Hester le sonrió, y vio el afecto con que Rathbone le respondía, embargado por una profunda gratitud.

– Debemos encontrar a Claudine -dijo Hester en voz alta-, antes de pensar en cualquier otra cosa. Squeaky quizá sea la persona más indicada para hacerlo.

Rathbone carraspeó.

– ¿Puedo hacer algo útil?

Hester apartó la vista.

– Todavía no, pero si puedes, te lo pediré.

– Hester…

– ¡Lo haré! Lo prometo.

Sin darle tiempo a decir nada más, y con un súbito miedo a lo que pudiera decirle, salió del despacho en busca de Squeaky.

Capítulo 12

Cuando Squeaky Robinson salió del despacho de Hester fue directamente al suyo, con intención de esperarla tal como le había dicho Rathbone que hiciera. Al marcharse tuvo la impresión de que la discusión entre ella y Rathbone iba a ser personal y bastante acalorada. Squeaky no había pensado en ello hasta entonces, pero le pareció que aquella amistad tenía más calado de lo que había supuesto. Deseó que Hester no fuera a sufrir por ello. Bastante había padecido ya a causa de su entrometimiento en el asunto de Jericho Phillips. Las mujeres estarían mejor, y se ahorrarían muchos problemas, si tuvieran menos corazón y un poco más de cerebro.

Y, por descontado, eso también era válido para esa terca de Claudine Burroughs. Ahora tendría que ir a buscarla allí donde se hubiera metido. Y cuanto antes mejor. ¡Disfrazada de cerillera! ¡Había perdido la poca cabeza que tenía! No era de extrañar que su marido estuviera más enojado que una gallina mojada. Tampoco era que Squeaky supiera nada sobre gallinas, ni mojadas ni secas. Era algo que había oído decir, y le pareció que encajaba con el inútil y vano temperamento que atribuía a Wallace Burroughs.

Le tocaba a Squeaky hacer algo sensato. Y lo haría de inmediato, antes de que Hester se presentara y le impidiera hacerlo. Le escribió una nota muy breve que dejó bien a la vista, encima del escritorio: «Apreciada señora Hester, sé dónde puede estar la Señora Burroughs. He ido a buscarla. S. Robinson.»

Fue a su dormitorio a cambiarse, vistiéndose con más desaliño y con ropa menos decente de la que se había acostumbrado a llevar a diario desde hacía algún tiempo. Salió por la puerta de atrás. Tomó un coche de punto en Farringdon Road y pidió que lo llevaran a Execution Dock. Era el mejor lugar que se le había ocurrido para comenzar la búsqueda.

Por el camino trató de imaginar lo que Claudine Burroughs habría pensado. Según lo que Hester le había referido de su charla con Ruby, Claudine había salido a localizar tiendas donde vendieran fotografías pornográficas de niños pequeños. Squeaky soltó un aullido de angustia ante semejante idiotez, pero, por suerte, el conductor no le oyó o se hizo el desentendido. Uno podría morir allí dentro sin que a nadie le importara, pensó ofendido. Aunque si el conductor hubiese detenido el coche para preguntarle si todo iba bien, aún se habría enojado más.

Al llegar se apeó, pagó la carrera al cochero y le dio una propina de dos peniques, aunque a regañadientes, antes de echar a caminar por el muelle hasta la primera calleja que condujera tierra adentro. Los callejones eran estrechos, sofocantes con el calor del sol que ya se alzaba hacia el mediodía. Hacía tiempo que Squeaky no rondaba por allí, y había olvidado lo mal que olían.

Sabía dónde estaban los burdeles y las tiendas que vendían toda clase de pornografía. Comenzó a preguntar, con tranquilidad al principio. Quería saber si alguien había visto a una cerillera que encajara con la descripción de Claudine. Resultaba tedioso. Muchas personas se mostraban poco dispuestas a. contestar con franqueza.

Llevaba dos o tres horas indagando cuando unos chavalitos le imitaron con muy poco respeto y Squeaky se dio cuenta, con un estremecimiento de horror, de cuán educado se había vuelto. Se le antojó espantoso. Había cambiado tanto que apenas reconocía al hombre que había sido antes. Parecía un extranjero bobo.

Corrió tras uno de los chicos y lo agarró por el pescuezo. Lo levantó del suelo, con los pies colgando, y lo sostuvo en alto.

– Trata a tus mayores con más respeto, piojoso -dijo al chavalito entre dientes-. O te lo enseñaré a las duras y desearás no haber nacido. Ahora te lo volveré a preguntar a las buenas, porque no me gusta retorcer el pescuezo a los niños. Me cansa, sobre todo en un caluroso día de verano. Y no me vengas con mentiras porque si lo haces, vendré en tu busca, en plena noche, cuando nadie vea lo que te hago. ¿Entendido?

El niño chilló, con los ojos fuera de las órbitas por la brutalidad con que le agarraban el cuello.

Squeaky lo dejó caer al suelo y el niño soltó un grito.

– Contesta o te arrepentirás -le dijo Squeaky entre dientes, agachándose hasta pegar su cara a la del niño-. Es una amiga mía, y no quiero que le pase nada malo, ¿lo captas?

El niño susurró una respuesta. Squeaky le dio las gracias y se marchó, dejando que se levantara por su cuenta y se escabullera por el callejón más cercano.

Squeaky siguió la dirección que le había indicado el crío, sintiéndose culpable y un tanto cohibido. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? Antes solía comportarse así siempre. En realidad no le había hecho ningún daño al niño. Tiempo atrás bien podría haberle dado de cachetes hasta que le hubieran zumbado los oídos. ¿Se estaría ablandando por culpa del trabajo que hacía para Hester y Monk? Aunque quisiera, ya no podría regresar a las calles. ¡Se había echado a perder!

Pero aquello no era lo peor. Siguió caminando a toda prisa por la estrecha acera, adentrándose más en el dédalo de callejuelas, callejones sin salida y túneles que giraban sobre sí mismos hasta regresar de nuevo al río. Peor que convertirse casi en una persona respetable era el secreto que no admitiría ante nadie: le gustaba bastante.

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