De repente, se detuvo.
Por un momento Squeaky no supo si se debía a que había recordado algo que la alarmaba o si simplemente los pies le dolían demasiado para continuar. Entonces se dio cuenta de que habían llegado al cruce de dos calles importantes y que Claudine esperaba encontrar un coche de punto por fin.
Cuando Squeaky paró uno y ya se encontraban sentados en su interior, por fuerza bastante arrimados, Claudine volvió a hablar.
– Si el señor Ballinger está implicado en este asunto -dijo con inquietud, mirando a Squeaky en la oscuridad-, esto va a ser… muy penoso.
«Eso es quedarse muy corto -pensó Squeaky-. Será monumental. ¡El padre de lady Rathbone!»
– Incluso podría salpicar a sir Oliver -agregó Claudine-, pues fue él quien defendió a Phillips. Habrá muchas personas que no aceptarán que es muy posible que no tuviera idea de la relación. Tal vez lo acusen de beneficiarse de las ganancias, quedando… mancillado. La señora Monk estará muy descontenta.
Squeaky no dijo nada; pensaba en lo espantoso que podría llegar a ser. El breve conflicto en el despacho de Hester sería un día de verano comparado con lo que podría acaecer.
– Por eso le estaría muy agradecida, señor Robinson, si no dijera nada de que he visto al señor Ballinger, al menos de momento. Por favor.
Sería lo más honorable, lo correcto.
– No -dijo Squeaky sin vacilar-, no diré nada. Hágalo cuando a usted le parezca oportuno.
– Gracias.
Circularon en silencio un buen rato. Squeaky no estaba seguro, pero tuvo la impresión de que Claudine se había dormido. Pobrecita, debía de estar tan cansada que se habría quedado dormida de pie, ahora que se sabía a salvo. Sin duda también estaría hambrienta y le apetecería una taza de té más que nada en el mundo, ¿excepto tal vez un baño? Era curioso lo mucho que les gustaba a las mujeres bañarse.
Cuando llegaron a Portpool Lane ya era más de medianoche pero Hester aún estaba allí. Se había quedado dormida en una de las sillas del gran vestíbulo donde prestaban los primeros auxilios a quienes llegaban. Estaba acurrucada con los pies recogidos debajo del regazo; sus botines en el suelo. Se despertó en cuanto oyó sus pasos y levantó la cabeza de golpe, pestañeando. Reconoció a Squeaky antes de darse cuenta de que lo acompañaba Claudine. Saltó de la silla y corrió a abrazar a Claudine y luego, ruborizada y con los ojos brillantes de alivio, dio profusamente las gracias a Squeaky.
– Descuide -dijo éste, con cierta timidez-. No ha sido nada. Sólo estaba perdida.
Hizo un ademán como quitándole importancia.
Hester lo miró, luego a Claudine, y supo que no se lo estaban contando todo ni de lejos. Pero decidió pasarlo por alto. En aquel momento la embargaba el alivio de ver a Claudine sana y salva. Sólo entonces reparó en el miedo tan grande que había tenido de que le hubiese ocurrido algo malo. Si Claudine hubiese ido por ahí haciendo preguntas sobre Phillips, éste habría sido muy capaz de matarla, y lo más probable era que nunca se hubiesen enterado. La habrían tomado por una mendiga más, muerta de hambre o de frío, o de alguna enfermedad sin determinar. Ni siquiera una herida de arma blanca o un estrangulamiento habrían causado mayor revuelo.
Volvió a dar las gracias a Squeaky, dijo a Ruby que Claudine estaba a salvo y se debatió entre conceder a Wallace Burroughs el privilegio de una noche de dormir tranquilo o no. Le enviaría una carta por la mañana, a no ser que Claudine deseara ir a su casa y contárselo ella misma. La decisión era suya.
Asimismo, mandaría otro mensaje sin más demora a Rathbone, para decirle que Claudine estaba a salvo. Lo cortés sería dirigirlo también a Margaret Ballinger.
* * *
Mientras desayunaban en la gran cocina, Hester preguntó a Squeaky qué había descubierto Claudine, si es que había descubierto algo, pero Squeaky le contestó que no tenía ni idea. Pareció un tanto sorprendido al decirlo, y Hester tardó unos instantes en darse cuenta de que lo desconcertante no era que Claudine no hubiese descubierto nada, sino su propia respuesta. Seguro que se debía a que estaba mintiendo para proteger a Claudine.
Lo miró más detenidamente y él reaccionó con una mirada directa, ligeramente beligerante. Hester sonrió. No cabía duda de que Squeaky estaba defendiendo a Claudine.
Cuando hubo terminado la tostada y el té, preparó más, los dispuso en una bandeja y se los llevó al cuarto que ocupaba Claudine. La encontró recién despierta, con un hambre lobuna y ansiando una taza de té.
Hester se sentó en la cama mientras Claudine comía y bebía.
– ¿Qué descubrió? -preguntó Hester.
Claudine la miró por encima del borde de la taza.
– He preguntado a Squeaky pero no quiere decírmelo -explicó Hester-. Me ha dicho que no lo sabe, pero miente. Lo cual me lleva a pensar que es algo importante.
Claudine se terminó el té sin prisas, dándose tiempo para pensar. Finalmente dejó la taza en la mesilla de noche e inspiró profundamente.
– Encontré una tienda donde venden pornografía infantil. Vi un par de fotografías. Eran espantosas. Prefiero no hablar de ellas. Ojalá no las tuviera en mi mente. Nunca había pensado que fuese tan difícil quitar algo de la memoria una vez que lo has visto. Es como una mancha que no se va por más agua y jabón que utilices.
– Se desvanece con el tiempo -dijo Hester con amabilidad-. A medida que almacenas recuerdos, queda menos sitio para los horrores. Apártelo cada vez que vuelva y a la larga olvidará los detalles.
– ¿Usted las ha visto?
– Ésas no. Pero he visto otras cosas, en el campo de batalla, y también las he oído. A veces, cuando ingresa una paciente con una herida de navaja, el olor de la sangre me lo hace revivir. -El semblante de Claudine reflejó compasión. Hester preguntó-: ¿Por qué no me ha querido contar nada Squeaky? Carece de sentido.
– No es eso lo que no le ha contado -contestó Claudine-. Es a quien vi en la acera delante de la tienda, con tarjetas en la mano. Me compró cerillas y me miró muy detenidamente. Pensé que me había reconocido.
Hester frunció el ceño, intentando imaginárselo.
– ¿A quién vio?
Claudine se mordió el labio.
– Al señor Ballinger, el padre de lady Rathbone.
Hester se quedó anonadada. Resultaba ridículo. Y, no obstante, si fuese cierto, explicaría perfectamente el apuro de Rathbone.
– ¿Está segura?
– Sí. Hemos coincidido varias veces en cenas y bailes. Mi marido y él se conocen. Estuvo a menos de medio metro de mí.
Hester asintió. Era espantoso. ¿Cómo iba a encajarlo Margaret, si es que llegaba a creerlo? ¿Si salía ala luz pública? ¿Rathbone estaba enterado? ¿Cómo lo vería él: repugnancia, compasión, lealtad, protección de Margaret y su madre? No podía creer que ya lo supiera. Pero tarde o temprano tendría que saberlo. ¿Quizá podría preparar a Margaret para darle la nefanda noticia?
– Su marido está preocupado por usted -dijo a Claudine-. ¿Quiere que le mande una carta? Puedo decirle que la ha retenido alguna clase de emergencia, pero en tal caso más vale que demos la misma explicación.
El rostro de Claudine se ensombreció.
– Dudo mucho de que me perdone, le cuente lo que le cuente -contestó-. No estoy segura de lo que voy a hacer. Tengo que reflexionar. Si… si me echa de casa, ¿podría vivir aquí? -preguntó, asustada y con vergüenza.
– Por supuesto -dijo Hester al instante-. Si así lo desea, el motivo es lo de menos.
Faltó poco para que agregara que Rathbone le prestaría la asistencia legal que precisara, pero pensó que era un poco precipitado. Sin duda Wallace Burroughs se calmaría y adoptaría una actitud más razonable, aunque por más que lo hiciera distaría mucho de hacer feliz a Claudine.
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