Rathbone fue a decir que no se trataba de una cuestión legal pero enseguida se dio cuenta de que Monk ya lo sabía. Aún no le había dicho lo peor.
Monk se lo contó deprisa, sin ahorrarle detalles.
– Claudine Burroughs se disfrazó de cerillera y se aventuró en busca de lugares donde vendieran las fotografías de Phillips. Consiguió localizar al menos una tienda. Las fotografías eran espantosas, pero lo importante es que reconoció a uno de los compradores porque tiene trato social con él. Tiene miedo de que la haya reconocido a su vez, y que por eso Phillips haya pasado a la ofensiva.
Rathbone frunció el ceño.
– No sigo tu lógica. ¿Por qué iba Phillips a hacer algo así? Le traerá sin cuidado un cliente en concreto, aun suponiendo que la señora Burroughs esté en lo cierto.
Monk titubeó por primera vez. Aborrecía hacer aquello.
– Era Arthur Ballinger -dijo en voz baja-. Creo que avisó a Phillips de que estamos estrechando el cerco en torno a él, y que por eso Phillips ha tomado estas represalias. Lo siento. -Oliver Rathbone lo miró fijamente, su tez perdió todo el color. Parecía que hubiera recibido un golpe que le hubiese aturdido por completo, dejándolo incapacitado para pensar o reaccionar. Monk quiso disculparse otra vez, pero entendió que sería baladí.
– Es lo único que ha cambiado -dijo en voz alta-. Hasta ahora, Phillips estaba ganando y lo sabía. Lo único que tenía que hacer era aguardar a que nos diéramos por vencidos. Ahora hemos visto a Ballinger, y no cabe duda de que eso le importa.
Rathbone fue hasta su sillón y se sentó lentamente. Con voz ronca, en breves y dolorosas frases que parecía que le estuvieran arrancando, refirió a Monk su careo con lord Justice Sullivan, y la historia de su debilidad y progresiva caída en la adicción. Nunca había mencionado al hombre que había detectado su vulnerabilidad y la había explotado, sirviéndose de su defecto, magnificándolo y, finalmente, controlándolo por completo. Había luchado contra ello en su fuero interno pero acabó perdiendo la batalla.
– Haré cuanto pueda por salvar a Scuff -dijo Rathbone, con voz tensa. Al levantarse se tambaleó un poco-. Sullivan es el eslabón. Sabrá dónde está el barco de Phillips, y puedo obligarlo a llevarnos. Sabrá las horas y los lugares porque lo frecuenta. No hay tiempo que perder.
Se dirigió hacia la puerta.
Monk fue tras él, quería preguntar sobre la implicación de Ballinger, pero la herida estaba en carne viva, aún era demasiado reciente para tocarla.
El hecho de que Rathbone no protestara bastaba para demostrar que no eludiría la verdad. Monk no imaginaba siquiera cuánto debía de dolerle, no por Ballinger, sino por Margaret. Pensó en Hester, cuyo padre se había quitado la vida tras el escándalo financiero que lo había arruinado. Había creído que aquélla era la única salida honorable, cuando su único error había sido confiar en un hombre que carecía del más mínimo sentido del honor.
Tomaron un coche de punto y circularon en silencio hasta el bufete de Sullivan. El aire caliente apestaba a estiércol, al cuero del interior de la cabina y a sudor rancio.
En la cabeza de Monk sólo cabía el miedo que sentía por Scuff. ¿Cómo se las había arreglado para ser capturado? ¿Cuál habría sido su terror cuando reconoció a Phillips, sabiendo lo que le aguardaba? ¿Estaría siendo víctima de quemaduras, sangrando? ¿Cómo comenzaría Phillips, despacio, delicadamente, o iría directo a hacerle el mayor daño posible? Le inundó un sudor frío e intentó apartar aquellas imágenes de su mente.
¿En qué pensaba Rathbone? Estaba muy pálido y no apartaba la vista del frente. ¿Se enfrentaría a Ballinger? ¿Qué le diría a Margaret? ¿Cómo decidir algo semejante?
Llegaron al bufete de Sullivan sin haber mediado palabra. Se daba por entendido que Rathbone llevaría la voz cantante en nombre de los dos.
Como era de esperar, les dijeron que debían aguardar y que quizá lord Justice Sullivan los recibiría. Rathbone repuso al secretario que se trataba de una emergencia policial relacionada con un asunto que revestía la mayor importancia personal para Sullivan, y que si les impedía el paso lamentaría la hora en que lo había hecho.
Al cabo de media hora se hallaban en el gabinete de Sullivan, delante de un hombre tan iracundo como asustado. Su gran corpachón parecía encogido y tembloroso, el sudor le perlaba la piel por el calor del sol que brillaba a través de los altos ventanales.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó, haciendo caso omiso de Monk y mirando sólo a Rathbone, como si esperase que éste se lo explicara.
No se vio defraudado. Rathbone fue directamente al grano.
– Queremos que nos lleve al barco de Jericho Phillips esta noche, en secreto. Si no lo hace, morirán personas inocentes, de modo que no hay trato que valga, ningún subterfugio ni negativa.
– ¡No sé dónde está su barco! -protestó Sullivan, antes de que Rathbone hubiese terminado de hablar-. Si la policía desea abordarlo, es problema suyo. Seguro que tienen informantes a quienes pueden preguntar.
– Podríamos hablar con toda clase de personas -repuso Rathbone gélidamente-. Hallar toda suerte de informaciones que dar o vender. Estoy convencido de que lo entiende, con todos los matices de su significado. Exigimos que sea esta noche, y sin que Phillips reciba aviso alguno para que esconda al niño que ha secuestrado.
– ¡No puedo! -protestó Sullivan, con los nudillos blancos y sudando a mares.
– Para ser un hombre que disfruta con la emoción del peligro, parece usted singularmente cobarde -dijo Rathbone indignado-. Me dijo que amaba el peligro, el riesgo a ser descubierto. Bien, pues prepárese para vivir la mayor excitación de su vida.
Monk dio un paso al frente, no porque compadeciera a Sullivan, que parecía a punto de asfixiarse, sino porque temía que dejara de serles útil si le daba una apoplejía.
– Podrá marcharse en cuanto lleguemos al barco -le dijo Monk con aspereza-, siempre y cuando encontremos al niño con vida. De lo contrario, créame, airearé sus trapos sucios por todo Londres; y lo que es más importante, informaré a la judicatura que en tan alta estima le tiene ahora mismo. Tal vez tenga amigos allí, pero no podrán ayudarlo y, salvo si son unos suicidas, ni siquiera lo intentarán. Ballinger no contratará a sir Oliver para defenderle, y yo no cometeré los errores que cometí con Phillips.
– ¡Monk! -exclamó Rathbone, con voz cortante como un trallazo.
Monk se volvió en redondo y le miró de hito en hito, dispuesto a acusarlo de cobardía o incluso de complicidad.
– No nos sirve de nada si ya no sabe ni lo que dice -dijo Rathbone con serenidad-. No le metas más miedo. -Miró a Sullivan-. Sin embargo, lo que Monk dice es verdad. ¿Está de nuestra parte? Quería peligro…, más no puede pedir. Sopese los riesgos. Es posible que Phillips le venza o que no. Nosotros desde luego lo haremos, no le quepa duda. Yo, personalmente, lo arruinaré, se lo juro.
Sullivan estaba casi sin habla. Asintió y farfulló algo ininteligible.
Monk se preguntó si la excitación por la que tanto había arriesgado sólo había sido una idea para Sullivan, nunca una realidad, así como el ser sorprendido, expuesto y humillado. Debía de tener una vena sádica, también. Los niños nunca habían tenido elección ni escapatoria. Bullendo de fría y amarga indignación, dio media vuelta.
– Rathbone le dirá lo que tiene que hacer -dijo-. Tal vez lo mejor sería que lo llevara él.
– Por supuesto que lo llevaré yo -repuso Rathbone en tono hiriente-. ¿Piensas que no voy a ir?
Monk se quedó perplejo. Se volvió de nuevo, con los ojos muy abiertos, llenos de afecto otra vez.
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