Uno de los hombres soltó una risilla. Comenzaban a relajarse. Habían dejado de ser víctimas para convertirse de nuevo en cazadores.
Orme se había quitado la chaqueta y se la había dado al chico mayor para que cubriera su desnudez y su humillación. Sutton hizo lo mismo por el pequeño.
El movimiento llamó la atención de Hester, que de pronto se dio cuenta de que estaban todos paralizados, discutiendo, mientras Scuff podía estar siendo objeto de cualquier clase de tortura. Carecía de sentido suplicar a Phillips que les dijera dónde estaba. Pasó entre dos de los clientes y tocó a Orme.
– Tenemos que buscar a Scuff -susurró Hester-. Tal vez haya más vigilantes, de modo que tenga el arma a punto.
– De acuerdo, señora -cedió Orme de inmediato. Hizo una señal a Sutton, que estaba prácticamente a su lado con Snoot sentado a sus pies. Los tres avanzaron poco a poco hacia la puerta mientras la discusión entre Phillips y Monk subía de tono. Los hombres de Monk se estaban situando para hacer frente a cualquier arranque de violencia, moviéndose a posiciones ventajosas para desarmar a quien pudiere ir armado o intentase coger a uno de los niños para usarlo como rehén. Wilberforce estaba involucrado. Sullivan se balanceaba de un lado a otro, presa de un odio furibundo como una criatura atrapada entre sus torturadores.
Monk atacaría enseguida, y entonces la refriega sería rápida e implacable.
Hester temía por él y también por Rathbone. Había percibido en sus ojos un horror que trascendía la crueldad y la crudeza de la escena que estaba viendo. Se debatía con una decisión personal que Hester aún no identificaba. Imaginó que sería una especie de culpabilidad. Ahora por fin estaba viendo la realidad de lo que había defendido, no la teoría, las grandilocuentes palabras de la ley. Tal vez en otra ocasión llegaría a pedirle disculpas por las cosas más severas que le había dicho. Aquél no era su mundo; cabía que realmente no se hubiese hecho cargo.
Ahora lo único que importaba era encontrar a Scuff. No osó siquiera pensar en la posibilidad de que no estuviera a bordo, sino cautivo en algún cuartucho de tierra firme o incluso muerto. Esto último sería casi corno si la hubiesen matado a ella. •
Siguiendo a Sutton cruzó el umbral e ingresó en un pasillo tan estrecho que la más leve pérdida de equilibrio conllevaba golpear las mamparas con los hombros. Sutton ya había torcido a la izquierda, hacia la proa del barco. Snoot iba pegado a sus pies, aunque como siempre no hacía el menor ruido salvo por el ligerísimo roce de sus garras sobre la madera húmeda del suelo. La peste de la sentina era más fuerte a medida que avanzaban, así como el olor a moho y podredumbre. Sutton torció bruscamente a la izquierda otra vez y bajó una escalera empinada. Levantó los brazos para coger a Snoot pero el perro se resbaló, cayendo a plomo el último tramo de escalones, y acto seguido lo tuvo de nuevo a sus pies.
Allí el techo era más bajo, y Hester tenía que agacharse para no golpearse la cabeza. Sutton también iba encorvado. El olor era todavía más fuerte, el perro tenía el pelo del lomo erizado y su cuerpecillo temblaba porque percibía que ocurría algo malo.
Hester notaba el aire en los pulmones al respirar y el sudor que le corría por la espalda.
Había una hilera de puertas.
Sutton probó a abrir la primera. Estaba cerrada con llave. Levantó la pierna y le dio una patada con la planta del pie. Crujió pero no cedió. Snoot soltaba gemidos agudos. Su fino olfato percibía el olor del miedo.
Sutton dio otra patada y esta vez la puerta cedió. Al abrirse de golpe reveló un cuarto minúsculo, poco más que un armario, donde había tres niños encogidos de miedo vestidos con harapos, los ojos como platos a causa del terror. Iban relativamente limpios, pero los brazos y piernas que no tapaba la ropa eran flacos y pálidos como astillas de madera.
Hester casi se atragantó de esperanza, y luego de desesperación.
– Volveremos a por vosotros -les dijo Sutton.
Hester no tuvo claro si para ellos sería una promesa o una amenaza. Quizá sólo podían escoger entre Phillips o morirse de hambre. Pero tenía que encontrar a Scuff; lo demás debería esperar.
Sutton forzó la puerta de otro cuarto donde había más niños. Abrió un tercero, y luego un último que estaba vacío. Scuff no estaba en ninguno de ellos.
Hester notó cómo se le hacía un nudo en la garganta y se le saltaban las lágrimas. Se enfureció consigo misma. No había tiempo para aquello. Tenía que estar en alguna parte. ¡Debía pensar! ¿Qué haría Phillips? Era listo, taimado y conocía a Monk, pues en su negocio estaba obligado a conocer a sus enemigos. Hallaba, robaba o creaba el arma ideal contra cada uno de ellos.
Snoot se estremecía sin parar. Salió disparado y comenzó a correr en pequeños círculos con el morro pegado al suelo.
– Vamos, chico -dijo Sutton amable-. No me vengas con ratas, ahora. Déjalas en paz.
Snoot hizo caso omiso y se puso a arañar las junturas de las tablas del suelo.
– Deja en paz a las ratas -repitió Sutton, con voz tomada por la pesadumbre.
Snoot siguió arañando, clavando las garras en las junturas.
– ¡ Snoot!
Sutton fue a coger el perro por el collar.
Oyó un ligero ruido de arañazos debajo de ellos.
Snoot ladró.
Sutton lo agarró del collar, pero el perro estaba muy excitado y se zafó, dando un gañido.
Sutton se agachó. Hester estaba justo detrás de él. Mirando con más atención el suelo, vio que las juntas de las tablas eran casi lisas.
– ¡Es una trampilla! -dijo, casi sin atreverse a creerlo.
– Da a la sentina. Cuidado con las manos, habrá ratas. Siempre las hay -advirtió Sutton, con la voz quebrada. Se sacó la navaja del cinto, abrió la hoja y la usó de palanca para abrir la trampilla.
Debajo de ellos el rostro ceniciento de Scuff miraba hacia arriba, con los ojos como platos por el miedo, la piel magullada, manchado de sangre y mugre.
Hester olvidó toda la compostura que se había prometido mantener, alargó los brazos para sacarlo y lo estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que bien pudo hacerle daño. Apretó el rostro contra el cuello de Scuff, ignorando la peste a podredumbre que emanaba de su piel, su pelo y su ropa, pensando sólo que por fin lo tenía y que estaba vivo.
Scuff se aferró a ella, temblando y sollozando de modo incontrolable.
La voz de Sutton la devolvió al presente y al peligro que por un momento había olvidado.
– Ahí abajo hay ratas -dijo a media voz-. Da directo a la sentina, y ha habido otro niño encerrado, pobrecillo, pero apenas queda nada de él, sólo huesos y un poco de carne. No mire, señorita Hester. Llévese al niño de aquí. Es como para haber perdido la cabeza, estar metido ahí dentro con ratas y el cadáver medio podrido de otro niño.
»Escúcheme bien, si el señor Monk no hace esta vez que ahorquen a este hijo del diablo, lo haré yo con mis propias manos… -Se le quebró la voz, ahogada por el sentimiento.
Aunque a su pesar, Hester soltó a Scuff pero éste no podía soltarse de ella. Susurró muy bajito, apenas un llanto, y se agarró a ella con más fuerza. Hester habría tenido que romperle los dedos para soltarlo. Fue haciendo eses hasta la puerta sin dejar de abrazarlo, manteniendo la cabeza gacha bajo el techo de tablas, y encontró a Orme a los pies de la escalera con el rostro resplandeciente de alivio.
– Se lo diré al señor Monk -dijo simplemente, volviéndose para subir de nuevo-. Voy… voy a decírselo.
Permaneció quieto un instante, como para asimilar la escena, y acto seguido, sonriendo abiertamente, dio media vuelta y fue a toda prisa hacia el salón del barco.
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