Anne Perry - Falsa inocencia

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Comenzó por el muelle de más allá de Wapping y caminó lentamente hasta encontrar una esquina entre una buena tabaquería y una taberna, y se quedó allí plantada con la bandeja apoyada justo debajo del busto, sintiéndose tan llamativa como una mosca aplastada contra una pared blanca, y más o menos igual de inútil.

También sentía miedo. Cuando oscureció sólo veía claramente los breves trechos de calle que iluminaban las farolas, o retazos de acera rota donde la luz salía de una ventana o de una puerta abierta de repente. Había ruido por todas partes. A lo lejos los perros ladraban por encima del traqueteo del tráfico que circulaba por una bulliciosa travesía a unos setenta metros de allí. Más cerca de ella, la gente gritaba, y por encima de ese jaleo, se oían súbitas carcajadas y pasos a la carrera.

La embargó un ridículo agradecimiento cuando un hombre le habló y le compró cerillas. Que la hubiese visto y reconocido como un ser humano rompió la soledad que la había ido envolviendo como una burbuja de cristal. Sonrió, y al hacerlo recordó con vergüenza que Ruby también le había ennegrecido dos dientes; los tenía muy bonitos, demasiado regulares y blancos para el tipo de mujer que estaba fingiendo ser.

Lo que aún resultaba más extraño y desconcertante era que el hombre no se diera cuenta de nada. La tomó exactamente por lo que aparentaba ser, una mujer de la calle demasiado vieja y poco agraciada para ejercer de puta, pero que aun así necesitaba ganar un par de chelines, sola y de noche en la esquina de una calle vendiendo cerillas lloviera o nevara, hiciera frío o calor. Se sintió aliviada, aunque no menos perpleja. ¿Era ésa la única diferencia, la ropa y un poco de mugre, el modo de llevar la cabeza, tanto si se atrevía a mirarle a los ojos como si no?

Podría pasar allí toda la noche y quienes se apiadaran de ella le comprarían cerillas, pero no averiguaría nada. Tenía que situarse más cerca de las tiendas que vendían libros y periódicos, tabaco, la clase de cosa que un hombre compraría sin suscitar interés ni comentarios. Ruby le había dicho dónde estaban y cómo eran. ¿Quizá debería ir más cerca del barco de Jericho Phillips? Deseaba descubrir su comercio en concreto. A lo mejor, como la mayoría de otros ramos, cada cual tenía su zona y no se metía en territorio ajeno. En cualquier caso, allí estaba cogiendo frío y se estaba entumeciendo, y lo único que conseguía era un poco de práctica en la venta de cerillas.

Echó a caminar hacia el río y recorrió cosa de medio kilómetro hasta el sur de Execution Dock. Aquél era uno de los sitios donde se sabía que Phillips atracaba su barco. Otro quedaba todavía más al sur, en Limehouse Reach, Aún había un tercero donde el meandro de Isle of Dogs doblaba hacia Blackwall Reach, enfrente de las marismas de Bugsby Marshes. Demasiado lejos para que un hombre rico fuera en busca de placeres y, por descontado, mucho menos rentable para vender libros y fotografías.

¿Estaba siendo inteligente? ¿O simplemente demasiado estúpida para saber lo necia que era? Wallace habría dicho lo segundo, si no estuviera que trinase y optara por callar. No soportaría que llevara razón; eso sería casi tan malo como defraudar a Ruby.

Siguió caminando. Era tarde y reinaba una oscuridad absoluta. ¿Hasta qué hora permanecían abiertas las tiendas? Comprar pornografía infantil sin duda no era algo que se hiciera durante el día. Como estaban en verano, ¿permanecerían abiertas toda la noche? Tal vez los clientes acudieran después de asistir al teatro. Aunque lo más evidente sería hacerlo después de visitar el barco de Phillips.

Aquélla era su mejor baza, ir hacia el río y los callejones que conducían a los muelles.

Sin embargo, anduvo de aquí para allá infructuosamente hasta pasada la medianoche. Finalmente, cansada, con frío y desalentada, regresó a la clínica, donde Ruby la recibió. Fue entonces cuando se jactó de que no se daba por vencida, aseverando que al día siguiente volvería a salir. Fue a una de las habitaciones vacías que reservaban para las pacientes con enfermedades contagiosas y durmió hasta que de buena mañana la despertó un ruido de pasos y la maldición entre dientes de una de las asistentas.

Claudine se había puesto contra las cuerdas y no podía eludir el compromiso de salir aquel atardecer, a no ser que estuviera dispuesta a perder la reciente adoración de Ruby. Se sorprendió al constatar que la valoraba demasiado para plantearse siquiera algo semejante.

Esa razón la llevó a encontrarse de nuevo en la esquina de la misma calle, azotada por el viento y bajo una fina llovizna veraniega, acarreando una bandeja de cerillas, tapada con un hule, cuando un par de encopetados caballeros pasaron por allí, al parecer sin reparar en ella.

Claudine se volvió, como para cruzar la calle, o incluso para seguirlos y suplicarles que le compraran una caja de cerillas. En cambio, pasó de largo y echó una rápida ojeada a la fotografía que uno de los hombres estaba mirando. La decepcionó mucho que fuese de una mujer adulta sorprendida completamente desnuda. Lo único que sintió fue la desilusión de que no fuera uno de los niños de Phillips. Y también cierto alivio que no hizo sino acentuar su sensación de culpabilidad. En realidad prefería no ver esas imágenes; el problema residía en que no tenía sentido presentar ninguna prueba a Hester si no podía jurar qué contenían. Todos habían aprendido la amarga lección de lo inútil que podía llegar a ser.

Entonces cayó en la cuenta de que vender un tipo de pornografía no impedía venderla de otro. Paró en seco, como si hubiese olvidado algo, dio media vuelta y regresó de nuevo a ocupar su sitio a pocos metros de donde había estado antes. Esta vez se situó al otro lado de la calle, desde donde podría observar a cualquiera que entrara a la tienda, viniese de la dirección que viniera.

Vio entrar y salir a varios clientes de aspecto corriente, pero la siguiente vez que vio entrar a un hombre bien vestido cruzó la callejuela y entró en la tienda detrás de él. Se quedó en un rincón como si aguardara su turno en las sombras, alejada de lo que se hablara en el mostrador. A primera vista cualquiera hubiese pensado que estaba siendo discreta.

Cuando el comprador hubo elegido las tarjetas que deseaba y pagado al tendero, Claudine avanzó, fingiendo estar mareada, y dio un traspié hacia un lado. Como por accidente, chocó contra la mano del cliente y las tarjetas cayeron al suelo revoloteando. Dos quedaron boca abajo, tres boca arriba. Mostraban niños desnudos y asustados en actitudes que sólo deberían adoptar hombres adultos, y eso en la más estricta intimidad. Uno de ellos presentaba verdugones sanguinolentos que ninguna prenda de vestir ocultaba.

Claudine cerró los ojos y se desplomó, sin tener que fingir del todo que tenía náuseas. El tendero salió de detrás del mostrador e intentó ayudarla a ponerse de pie mientras el cliente recogía del suelo sus preciados tesoros.

Los momentos que siguieron transcurrieron tan deprisa que Claudine quedó aturdida. Se levantó no sin esfuerzo, ahora mareada de verdad, y ante la insistencia del tendero bebió un poco de brandy que seguramente era cuanto le podía ofrecer. Entonces le dijo que el tabaco de su marido tendría que esperar, que necesitaba respirar aire fresco y, sin aceptar más ayuda que la de recogerle las cerillas, le dio las gracias y salió dando tumbos a la oscuridad de la calle, donde comenzaba a llover otra vez. No era más que llovizna, o quizá la bruma que llegaba desde el río y se condensaba, y se oían los lamentos de las sirenas de niebla que resonaban desde Limehouse Reach e incluso desde más lejos.

Se apoyó contra la pared de una casa de inquilinato, con el estómago revuelto y un sabor a bilis en la boca. Temblaba de frío, le dolía la espalda y tenía los pies llagados. Estaba sola en la oscuridad de la calle húmeda, ¡pero aquello había sido una victoria! No debía olvidar jamás ese instante; había pagado un precio muy alto por vivirlo.

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