Anne Perry - Falsa inocencia

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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»La practican toda clase de hombres -prosiguió-, de una naturaleza degradada y brutal, pero el hombre en cuestión ofrece sus servicios a quienes tienen dinero, es decir, mayormente a personas de nuestra clase social. -Vio cómo el rostro de Burroughs se ponía escarlata-. Lo que me asusta -prosiguió Claudine implacable, pese a que la voz le temblaba de miedo, no por lo que estaba diciendo-, es que tú no desees, de modo bien manifiesto, demostrar que estás en la batalla contra ello. -Inspiró profundamente y soltó el aire despacio, tratando de dominar el temblor de su cuerpo-. Quede claro que no sospecho que tú tengas tales apetitos, Wallace, pero me preocupa, y no poco, que me prohíbas que siga prestando mi apoyo a la señora Monk y cuantos luchan a su lado. ¿Qué pensará la gente? Esto está llamado a recibir más publicidad de la que se le está dando ahora. Creo que no podré complacerte retirándome del conflicto.

Burroughs la miró como si le hubieran salido cuernos y cola.

Claudine se encontró con que le faltaba el aire. Ahora ya no podría echarse para atrás en toda la vida. Supo cómo debió sentirse César al cruzar el Rubicón para declarar la guerra a Roma.

– ¿Estás seguro de que eso es lo que quieres que haga? -dijo en voz baja.

– No sé qué te ha ocurrido -dijo Burroughs, mirándola con desprecio-. Eres una vergüenza para tu sexo, y para todo lo que tus padres esperaban de ti. Desde luego no eres la mujer con la que me casé.

– Comprendo que esto te duela -contestó Claudine. Ya se había adentrado en la otra orilla del Rubicón y no cabía batirse en retirada-. Tú sí eres el hombre con el que me casé, y eso me apena, cosa que tal vez también comprendas. Poco podemos hacer aparte de intentar llevarlo lo mejor posible. Haré lo que me parece correcto, que es seguir ayudando a los necesitados y luchar con todos los medios a mi alcance para que Jericho Phillips rinda cuentas ante la ley. Creo que estarás de acuerdo en que lo mejor que puedes hacer por tu propio interés es fingir que me apoyas. Te verías contra las cuerdas para justificar cualquier otra actitud ante tus amigos, y me consta que valoras su opinión. Hagan lo que hagan con su vida privada, no pueden manifestar públicamente que piensan de otro modo.

Y antes de que Burroughs pudiera contestar, salió de la sala y pidió a su doncella que le sirviera la cena en el tocador.

* * *

A la mañana siguiente Claudine salió hacia la clínica muy temprano, antes de las seis. Era de día en esa época del año y cuando al cabo de una media hora llegó, encontró a Ruby levantada, trabajando en la cocina. Ya había decidido que sería a Ruby a quien pediría ayuda.

– Buenos días, señora Burroughs -saludó Ruby sorprendida-. ¿Pasa algo? La veo alterada, como si tuviera fiebre. ¿Quiere una taza de té?

– Buenos días, Ruby -contestó Claudine, cerrando la puerta a sus espaldas-. Sí, me vendría muy bien una taza de té. Aún no he desayunado, y me figuro que usted tampoco. Traigo un poco de mantequilla y un bote de mermelada. -Los sacó y los dejó encima de la mesa-. Y una hogaza de pan fresco -agregó-. Necesito su consejo, y que me guarde un secreto.

Ruby contempló la magnífica mermelada Dundee y el pan crujiente, y tuvo claro que se trataba de algo serio. Se inquietó.

Claudine se dio cuenta.

– No hay motivo para preocuparse -dijo, dirigiéndose a la hornilla para abrir la portezuela, a fin de preparar las tostadas-. Deseo hacer algo que espero que sirva de ayuda a la señora Monk. Será desagradable, y quizás un poco peligroso, por eso me imagino que si se enterara me lo impediría. De ahí que esté hablando con usted en confianza. ¿Está dispuesta a ayudarme?

Ruby la miró maravillada. Era muy consciente de que Hester tenía problemas; todo el mundo lo sabía.

– Pues claro que sí -dijo resueltamente-. ¿Qué quiere hacer?

– Quiero vender cerillas -contestó Claudine-. Primero pensé en vender cordones de zapatos, eso también resultaría, sólo que la gente no necesita comprarlos muy a menudo. Las flores no me servirían, como tampoco ninguna clase de comida.

Se irguió después de atizar las ascuas y comenzó a cortar pan. El aroma llenó la habitación.

Ruby puso la tetera en el fogón y alcanzó la caja del té, absolutamente perpleja.

– ¿Por qué quiere vender cerillas? -No salía de su asombro. Le constaba que no podía ser por dinero. Claudine era rica.

– Como excusa para estar en la calle frente a la clase de tienda donde se venden las fotografías que Jericho Phillips saca a sus niños -respondió Claudine-. Sabemos qué cara tienen algunos de los críos; a lo mejor conseguiré encontrar esas fotografías, o al menos podré decirle al comandante Monk dónde puede encontrarlas. Así tendrá otro motivo para capturar a Phillips. O quizá detenga a alguno de los hombres que las compran…

Cuanto más abundaba Claudine en sus explicaciones, más desesperado e insensato le parecía a Ruby el plan.

– ¡Jolín! -Ruby soltó un bufido de asombro y admiración. Tenía los ojos muy abiertos y chispeantes-. ¡Así tendrá la prueba! Y podrá acusar a Phillips, ¿eh? No será como ahorcarlo pero, desde luego, se pondrá muy furioso. ¡Y sus clientes saldrán en desbandada como avispas huyendo del fuego! La ayudaré, y no se lo diré a nadie. ¡Lo juro!

– Gracias -dijo Claudine con profunda gratitud-. ¿Qué le parece si desayunamos? Espero que le guste la mermelada.

– ¡Jolín! Claro que me gusta. Usted dirá. -Ruby contemplaba el bote como si ya estuviera saboreando su contenido-. Tendrá que ponerse una blusa y una falda que no canten, y un mantón. Puedo conseguirle uno. Olerá mal, se lo advierto. Pero tiene que oler. No puede ir por ahí con su aspecto normal, o la calarán enseguida. Y tendrá que mantener la boca cerrada tanto como pueda. Yo le diré lo que tiene que decir, O mejor, finja que es sorda y que no oye nada… Y botines, le conseguiré unos botines que parecerá que haya ido y vuelto de Escocia a pie.

– Gracias -dijo Claudine en voz baja. Comenzaba a preguntarse si realmente tendría el coraje de seguir adelante con aquello. Era una idea de locos. Se veía totalmente incompetente para llevar a cabo semejante plan. Resultaría humillante. Descubrirían que iba disfrazada al instante, y Wallace la haría internar por lunática. No tendría el menor problema para hacerlo. ¿Qué otra explicación podía haber para tal comportamiento?

Ruby meneó la cabeza.

– Tiene muchas agallas, señora. -Los ojos le brillaban con un respeto reverencial-. Apuesto a que la señora estaría orgullosa de usted. ¡Aunque no seré yo quien se lo diga! -agregó enseguida-. Descuide, que no me chivaré.

Aquello zanjaba el asunto. Ya no había vuelta atrás. Le sería imposible defraudar la fe que Ruby depositaba en ella y su ferviente admiración.

– Gracias -dijo Claudine de nuevo-. Es usted una aliada excelente y leal.

Ruby resplandeció complacida, pero estaba demasiado emocionada para hablar.

* * *

Claudine no salió hasta el atardecer, cuando tendría más posibilidades de pasar inadvertida. Aun así, caminaba con la cabeza gacha, arrastrando un poco los pies calzados con botines ajenos e incómodos en extremo. Debía de presentar un aspecto horrible. Llevaba el pelo engrasado con aceite de la cocina, cuyo olor a rancio le repugnaba, y la cara manchada de mugre, igual que las manos y la parte del cuello que quedaba a la vista. Iba envuelta en un mantón, y le alegraba poder arrebujarse con él, no tanto porque hiciera frío, pues hacía una noche templada, como para ocultar tanto de sí misma como fuese posible. Acarreaba una bandeja ligera que podía colgarse del cuello con un cordel, y una bolsa llena de cajas de cerillas para vender. También llevaba calderilla, sobre todo peniques y medios peniques. Ruby le había dicho que monedas mayores resultarían sospechosas.

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