– He averiguado la procedencia del dinero con el que me pagaron -dijo-. Me parece que lo donaré a obras benéficas, anónimamente. No estoy orgulloso de la manera en que he obtenido esa información.
Una chispa de compasión brilló en los ojos de Monk, cosa que sorprendió a Rathbone y le hizo sentirse aún más vulnerable ante el mundo en general y, sin embargo, más seguro con el propio Monk. Monk poseía una templanza en la que no había reparado hasta entonces.
– El abogado instructor fue mi suegro-prosiguió. Lo que venía a continuación iba a ser más difícil, pero no se andaría con rodeos ni intentaría excusarse-. No voy a decirte cómo descubrí quién es su cliente. Prefiero hacerlo así para que toda la culpa recaiga sobre mí. Basta con que sepas que se trata de lord Justice Sullivan… -Vio la incredulidad del rostro de Monk, que al digerir la noticia puso cara de pasmo. Rathbone sonrió con tristeza-. Arroja nueva luz sobre el juicio, ¿no?
Monk no dijo nada. Su semblante no reflejaba enojo ni acusación, aunque habría sido comprensible.
– Anoche me encaré con él -prosiguió Rathbone-. Obviamente es uno de los clientes de Phillips, y una de sus víctimas. Usó la palabra «adicción» para describir sus ansias por la emoción que obtiene de sus placeres. Tal vez lo sea. Nunca había pensando que la pornografía fuera otra cosa que el repugnante voyeurismo de quienes son incapaces de tener una relación como es debido. Quizá sea algo más que eso, una dependencia del carácter, como ocurre con el alcohol o con el opio. Según parece en su caso es el peligro, el riesgo de ser descubierto en un acto que indudablemente le arruinaría la existencia. Me resulta patético y repulsivo a la vez.
Monk estaba comenzando a pensar. Rathbone vio las ideas que cruzaban por su mente, la agudeza de sus ojos.
– Me imagino que podría serte útil -sugirió Rathbone-. Ése fue mi propósito al desenmascararle, al menos para mí. Aunque te aconsejo que lo manejes con cuidado. Es imprevisible, está enfadado y asustado, posiblemente no del todo en sus cabales, al menos tal como tú y yo entendemos la cordura. Podría muy bien saltarse la tapa de los sesos antes de verse expuesto.
– Gracias -aceptó Monk, mirándolo a los ojos.
Rathbone correspondió a su sonrisa. En ese momento supo que Monk comprendía lo difícil que había sido para él, así como toda la complejidad de sus motivos. No dijo nada, pues las palabras eran demasiado pobres, justamente por ser demasiado concretas.
Claudine Burroughs llegó temprano a la clínica de Portpool Lane. No era que hubiera una cantidad de trabajo particularmente grande por hacer, más bien era que deseaba guardar la ropa blanca, revisar la despensa y poner un poco de orden. Había comenzado a trabajar allí porque necesitaba algo en que ocuparse que fuese menos insustancial que los compromisos de su círculo social. Encontraba que quienes padecían penurias y privaciones daban pie a un trato más cálido, a confiar tácitamente en la bondad, e incluso a compartir un propósito o un sueño en común. Nada de eso encontraba en las visitas, las meriendas, cenas y bailes a los que asistía. Incluso ir a la iglesia se le antojaba más un acto de disciplina que de esperanza, y de obediencia más que de generosidad.
Había escogido aquella obra benéfica en concreto porque ninguna de sus conocidas se implicaría jamás en algo tan vulgar o tan práctico. Deseaban parecer virtuosas, pero no al precio de ponerse ropa vieja, arremangarse y trabajar de verdad, tal como Claudine estaba haciendo ahora, ordenando los armarios de la cocina. Por descontado, en su casa ni se le ocurriría hacer algo semejante, como tampoco esperaría que lo hiciera la cocinera. Toda casa respetable contaba con fregonas para esa clase de tareas.
En realidad hallaba bastante satisfacción trabajando y, mientras tenía las manos sumergidas en el agua caliente y jabonosa, daba vueltas en la cabeza a los pequeños signos de inquietud y aflicción que había detectado en Hester de un tiempo a esa parte. Daba la impresión de estar evitando a Margaret Rathbone, que también se mostraba distante y en ocasiones una pizca cortante.
Claudine apreciaba y respetaba a Margaret, aunque no con el mismo cariño que sentía por Hester. Hester era más espontánea, más vulnerable y menos orgullosa. De ahí que cuando Bessie entró en la cocina para anunciar que Hester había llegado, y que iba a preparar una buena tetera para llevársela, Claudine le dijera que acabara de reordenar los armarios y que ella misma le llevaría el té.
Cuando dejó la bandeja encima de la mesa del despacho, vio que Hester seguía estando tan preocupada como antes, si no más. Sirvió el té para tener una excusa que le permitiera quedarse. En aquel preciso momento deseaba más que nunca ser de ayuda, pero no estaba segura de qué era lo que iba mal, pues las posibilidades eran muchas. La primera que acudió a su mente fue el dinero, fuera personal o para la clínica. O quizás un caso grave de lesiones o de enfermedad que no supieran cómo tratar. Les había ocurrido en el pasado y sin duda volvería a suceder. O podrían ser disputas entre el personal, diferencias de opinión sobre la administración, problemas domésticos o mera infelicidad. Pero lo que consideró más probable fue que se tratara de algo relacionado con el juicio en el que Hester y su esposo habían prestado declaración. Sir Oliver y Margaret Rathbone habían vencido, y Hester y Monk habían perdido, ignominiosamente. No obstante, Claudine no podía preguntar; sería a un mismo tiempo una torpeza y una impertinencia.
– Creo que la señora Rathbone…, es decir, lady Rathbone… no va a venir hoy -dijo con sumo tacto. Vio que Hester se ponía en guardia para acto seguido relajarse un poco, y Claudine prosiguió-. Pero ayer revisó las cuentas y lo cierto es que el balance es bastante bueno.
– Bien -respondió Hester-, Gracias.
Con aquello pareció poner punto final a la conversación. No obstante, Claudine no ciaría su brazo a torcer tan fácilmente.
– Me pareció verla preocupada, señora Monk. ¿Cree que quizá no se encuentre del todo bien?
Hester levantó la vista, prestando toda su atención a la conversación.
– ¿Margaret? No me había dado cuenta. Y debería haberlo hecho. Me pregunto si… -se interrumpió.
– ¿Si está embarazada? -terminó Claudine por ella-. Es posible, pero lo dudo. A decir verdad, a mí me parece más inquieta que enferma. Quizá no haya sido del todo sincera al decir que «no se encuentra bien».
Hester no se molestó en disimular su sonrisa.
– No es propio de usted, Claudine. ¿Por qué no trae otra taza? ¿Hay suficiente té para las dos?
Claudine hizo lo que le pidieron y regresó al cabo de un momento. Se sentó delante de Hester, que le habló con franqueza.
– Este caso de Jericho Phillips nos ha distanciado. Como es natural, Margaret cerró filas con su esposo, tal como supongo que es debido…
Claudine la interrumpió. Fue consciente de que quizá sería indecoroso, pero no podía guardar silencio y al mismo tiempo ser siquiera remotamente sincera.
– Dudo que Dios exija a ninguna mujer que siga a su marido al infierno, señora Monk -dijo resueltamente-. Yo prometí obediencia, pero me temo que no podría mantener ese voto si tuviera que hacerlo contra mi conciencia. Quizá sea condenada por ello, pero no estoy dispuesta a dejar mi alma al cuidado de nadie.
– No, creo que yo tampoco -coincidió Hester con aire meditabundo-. Pero ella acaba de casarse, como quien dice, y me parece que está muy enamorada de sir Oliver. Además, bien podría creer que tiene toda la razón. He preferido no atosigarla con la investigación que he estado llevando a cabo porque la pondría en una situación que quizá la obligara a ponerse en contra de él.
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