Claudine no contestó, aguardando a que Hester se explicara.
Hester le refirió sucintamente en qué consistía el negocio de Phillips y lo que había descubierto hasta entonces sobre el alcance de su capacidad para chantajear.
Claudine reaccionó indignada pero sin mayor sorpresa. Llevaba muchos años viendo lo que había tras las máscaras de la respetabilidad. Por lo general no eran cosas tan feas como aquélla, pero quizá los grandes pecados comenzaran como simples debilidades, y anteponiéndose sistemáticamente a los demás.
– Entiendo -dijo en voz baja, sirviendo más té para ambas-. ¿Qué podemos hacer al respecto? Me niego a aceptar que no haya nada.
Hester sonrió.
– Yo también, pero confieso que todavía no sé qué. Mi marido sabe el nombre de al menos una de las víctimas, aunque aislarlas servirá de poco. Necesitamos al cabecilla.
– Jericho Phillips -terció Claudine.
– Es una pieza clave, desde luego -corroboró Hester, entre dos sorbos de té-. Pero últimamente he estado reflexionando y me pregunto si está solo en esta empresa, o si tal vez sólo es parte de ella.
Claudine se sorprendió.
Hester se inclinó hacia delante.
– ¿Por qué iba uno de los clientes de Phillips a pagar por su defensa de modo que pudiera proseguir con sus chantajes?
– Porque también suministra pornografía a la que ese desdichado es adicto -respondió Claudine sin el menor titubeo.
– Cierto -contestó Hester-. Pero cuando Phillips estaba arrestado, ¿quién avisó a ese hombre y le dijo que pagara la defensa de Phillips? Phillips no podía mandarle aviso, pues el secreto del hombre saldría a la luz, y de ese modo perdería el poder que ejercía sobre él.
– ¡Oh! -Claudine comenzaba a comprender-. Hay alguien con más poder que, por sus propios motivos, desea que Phillips esté a salvo y siga ganando dinero. Cabe suponer que si Phillips fuera hallado culpable las pérdidas de ese hombre serían mayores que su ganancia.
Hester hizo una mueca.
– Qué directa. Ha captado el asunto de manera admirable. No estoy segura de hasta qué punto podemos tener éxito mientras no sepamos quién es esa persona. Me temo que se tratará de alguien a quien nos resultará difícil burlar. Se las ha arreglado para proteger muy bien a Phillips hasta ahora, a pesar de todo lo que Durban o nosotros hemos hecho.
Claudine tuvo un escalofrío.
– ¿Supongo que no piensa que chantajeara a sir Oliver, verdad?
Se sintió culpable tan sólo por haberlo pensado, y no digamos ya por preguntarlo. Le constaba que se había puesto roja, pero era demasiado tarde para retirar lo dicho.
– No -dijo Hester sin resentimiento-. Pero me pregunto si no fue manipulado para que representara a Phillips, sin darse cuenta de lo que significaba realmente. El problema es que ahora no sé qué puedo hacer para pillar a Phillips. Somos tan… -suspiró-, tan… vulnerables.
Las ideas se agolpaban en la mente de Claudine. Quizá pudiera hacer algo, después de todo. En el tiempo que llevaba trabajando en la clínica había aprendido cosas sobre aspectos de la vida que hasta entonces no había imaginado ni en sus peores pesadillas. Ahora comprendía al menos en parte a las personas que entraban y salían de las puertas de aquella institución. En vestido y modales eran diferentes a sus conocidas de la alta sociedad, así como en sus orígenes, en sus esperanzas de futuro, en salud, en aptitudes y en las cosas que las hacían reír o ponerse de mal humor. Pero en ciertos aspectos eran descorazonadoramente semejantes. Eso era lo que la reconcomía, siempre con compasión y demasiado a menudo con impotencia.
Claudine terminó su taza de té y se disculpó sin agregar nada más al respecto, y fue a ver a Squeaky Robinson, un hombre con quien mantenía una relación de lo más especial. Que hablara con él era una circunstancia que se había visto obligada a aceptar, al menos al principio. Ahora vivían una especie de tregua sumamente agitada e incómoda.
Claudine llamó a su puerta; sólo el cielo sabía qué sorpresa podía llevarse si la abría sin tomar esa precaución. Cuando le oyó contestar, entró y la cerró a sus espaldas.
– Buenos días, señor Robinson -dijo con cierta frialdad-. Cuando hayamos acabado de conversar le traeré una taza de té, si le apetece. Pero antes tengo que hablar con usted.
Squeaky la miró con recelo. Llevaba la misma chaqueta arrugada que de costumbre, una camisa que seguramente nunca había sido planchada, y el pelo le salía disparado en todas direcciones por haberlo revuelto con las manos no sin cierto frenesí.
– Muy bien -contestó de inmediato-. Diga lo que tenga que decir. Estoy sediento.
No soltó la pluma sino que la dejó suspendida encima del tintero. Anotaba todas las cifras en tinta. Al parecer nunca se equivocaba.
Claudine montó en cólera ante su desdén, pero se dominó. Quería su cooperación. Un plan comenzaba a tomar forma en su mente.
– Me gustaría que me prestara atención, por favor, señor Robinson-dijo con mucho tacto-. Su plena atención.
Squeaky se alarmó.
– ¿Qué ha pasado?
– Creía que estaba tan bien informado como yo, pero tal vez no lo esté. -Se sentó pese a que no la hubiese invitado a hacerlo-. Se lo voy a explicar. Jericho Phillips es un hombre que…
– ¡Sé todo lo que hay que saber sobre eso! -interrumpió Squeaky con aspereza.
– Pues entonces ya sabe lo sucedido -respondió Claudine-. Hay que zanjar el asunto para que podamos volver al trabajo sin que nos distraiga la conducta de ese sujeto. La señora Monk está muy afligida. Me gustaría echarle una mano.
Una mirada de exasperación absoluta transformó el semblante de Squeaky, que enarcó sus cejas hirsutas y torció las comisuras de la boca.
– ¡Tiene tantas posibilidades de atrapar a Jericho Phillips como de casarse con el Príncipe de Gales! -dijo Squeaky con indisimulada impaciencia-. Vuelva a su cocina y haga lo que sabe hacer.
– ¿Será usted quien lo capture? -replicó Claudine con frialdad.
Squeaky pareció incomodarse. Había contado con que Claudine se ofendiera y perdiera la compostura, pero eso no había ocurrido, lo que le produjo una sorprendente e inexplicable satisfacción, cuando debería haberle enfurecido.
– ¿Y bien, lo hará o no? -insistió Claudine.
– Si pudiera, no estaría sentado aquí -replicó Squeaky-. Por el amor de Dios, vaya a buscar ese té.
Claudine no se movió de la silla.
– Alberga y mantiene secuestrados a niños pequeños para fotografiarlos realizando actos obscenos, ¿no es así?
Squeaky se sonrojó, molesto con ella por avergonzarlo. Debería ser ella la avergonzada.
– Sí. Y usted no debería ni siquiera saber que pasan esas cosas -dijo en tono de claro reproche.
– De poco nos serviría -contestó Claudine muy mordaz-. Supongo que lo hace por dinero. No me figuro otro motivo. Esas fotos las vende, ¿no?
– ¡Claro que las vende! -le gritó Squeaky.
– ¿Dónde?
– ¿Qué?
– No se haga el tonto, señor Robinson. ¿Dónde las vende? La pregunta está más que clara.
– No lo sé. En su barco, por correo… ¿Cómo quiere que lo sepa?
– ¿Por qué no en tiendas, también? -preguntó Claudine-. ¿No usaría cualquier sitio que pudiera? Si yo tuviera algo que supiera que puedo vender lo ofrecería en todas partes. ¿Por qué no iba él a hacer lo mismo?
– De acuerdo, pongamos que lo hace. ¿Y qué? Eso no nos hace ningún bien.
Con gran esfuerzo, Claudine se abstuvo de corregirle la última frase. No quería que se enfadara más de lo que ya estaba.
– ¿No existe ninguna ley contra esa clase de cosas, cuando hay niños involucrados?
– Sí, claro que existe. -Squeaky la miró con cautela-. ¿Y quién va a aplicarla, eh? ¿Usted? ¿Yo? ¿Los polis? Nadie, entérese bien.
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