Hank se preguntaba por qué. Los habitantes de Skogen no eran responsables en demasía. Se enorgullecían de su pueblo y cuidaban celosamente de lo suyo. Debía existir una razón para que ellos se creyeran con plena libertad y derecho de conseguir ese diario. La codicia era un fuerte motivo, pero Hank intuía que había algo más.
Maggie lo observó mientras abría la puerta.
– ¿Cómo entraron? Hemos cerrado puertas y ventanas antes de marcharnos.
– Esta mañana le pedí a Melvin Nielsen que hiciera duplicados de las llaves. Supongo que habrá hecho más de los que le pedí y que ahora los está vendiendo.
– Oh, maravilloso. Así me siento realmente segura. ¿En este pueblo existe alguna persona a quien no se la pueda comprar?
Hank la hizo entrar en la casa oscura y cerró la puerta detrás de ambos.
– No temas. Horacio y yo te protegeremos. Y si fallamos, te quedan Elsie y esa gata infernal que tienes.
Maggie pensó que necesitaba más consuelo que protección. En lo que a ella concernía, toda la gente del pueblo estaba para el chaleco de fuerza. Demasiadas generaciones endogámicas, decidió. Miró a Hank y se preguntó cómo habría hecho él para salvarse. Era una obra de arte de la genética.
– Cuéntame sobre los habitantes de este pueblo -le pidió ella-. No son tan espantosos como parecen, ¿no es cierto?
Hank la estrechó en sus brazos.
– No son espantosos; sólo excéntricos. Se me ocurre que aquí damos demasiadas cosas por sentadas, porque somos pocos y nos conocemos mucho. Y además, creo que la actitud relajada con la que esta gente ha irrumpido en mi casa tiene algo que ver con mi reputación.
– ¿Ojo por ojo?
– Algo por el estilo.
Sus palabras alborotaban el cabello de Maggie como una suave brisa. La muchacha sintió que el deseo comenzaba a arderle en el estómago. Debía admitir que prefería olvidar a Bubba, a Vern y a la señora Farnsworth, para subir y pasar el resto de la noche haciendo el amor con Hank. Si él pudiera darle su palabra de caballero de que estaría segura y feliz viviendo en Skogen ella iría corriendo a la habitación, con él. Y con toda franqueza, a esta altura de las circunstancias, ya no le importaba si él le mentía. Maggie estaba más que dispuesta a aprovechar cualquier excusa que le justificara otra noche de amor y sexo. Admitió su debilidad; era la triste excepción a la regla de que las pelirrojas son mujeres de firmes convicciones.
– Dime la verdad. ¿Realmente crees que podré ser feliz si vivo en Skogen durante los próximos cien años?
Hank la consideró una pregunta espinosa. Ni siquiera sabía si él era capaz de hallar la felicidad en ese pueblo en los siguientes cien años.
– Un siglo me parece una cifra un poco exagerada. ¿Por qué no empezamos por preocuparnos por el futuro en términos más breves?
– ¿Cuánto de breves?
– ¿Qué tal si empezamos por lo que resta de esta noche? -La besó debajo del lóbulo de la oreja-. Estoy prácticamente convencido de que puedo hacerte muy feliz por el resto de la noche.
Como era habitual, Maggie fue la última en sentarse a la mesa del desayuno. A duras penas, había logrado por fin levantarse de la cama de Hank, seducida por el aroma de café recién hecho y curiosa por unas voces que discutían acaloradamente en la cocina. Si bien no había dormido lo suficiente, se sentía bien. Un poco perezosa, tal vez, como un gato con la panza llena, durmiendo al sol. Salió al pasillo rumbo a su cuarto, en busca de ropa y un peine. Alguien golpeaba el piso de la cocina con los pies, gritando, pero no podían discernirse bien las palabras. Mientras se ponía una camiseta de jugador de fútbol americano y unos pantalones cortos, se dio cuenta de que Bubba ya había llegado. Trató de pasarse el peine por su rebelde cabellera, pero la tenía tan enredada que la tarea le resultó imposible. Abandonó el intento con un quejido impaciente y se consoló diciéndose que, de todas maneras, prefería el estilo despeinado.
Cuando llegó a la cocina, encontró a Bubba y a Hank parados casi nariz con nariz.
– No voy a decírtelo -gritó Bubba-. No soy quien para hacerlo.
Hank lo tomó de la pechera de la camisa.
– ¡Se supone que eres mi mejor amigo! ¡Yo confiaba en ti y tú has irrumpido en mi casa como el más vulgar de los ladrones!
– Si hubiera encontrado el diario, habría compartido el dinero contigo. Y no fue exactamente irrumpir. Slick ya había abierto la puerta.
– ¡Iban a robarme!
– Bueno, supongo que por una parte, podía parecer un robo. Pero por la otra, no parecía robo, porque…
Hank lo apretó con más fuerza.
– ¿Porque qué?
– Oh, caramba -dijo Bubba-. De acuerdo. Te lo diré. El que ofreció el dinero por el diario fue tu padre.
– Mentira -dijo Hank-. Eso es imposible.
Bubba forcejeó para liberarse.
– Es cierto. Dijo a Fred McDonough que pagaría un millón de dólares por apoderarse de ese diario.
– Mi padre no tiene ese dinero.
– Por supuesto que lo tiene -lo contradijo Bubba-. Es el presidente del banco; el hombre más rico del pueblo.
Tenía sentido, pensó Hank. Por ridículo que fuera, tenía sentido. Era la última pieza del rompecabezas. La gente se había mostrado dispuesta a robar el diario porque no sólo quedaría en la familia sino porque confiaban en que su padre siempre hacía lo debido. La reputación de su padre era impecable. Aunque no imaginaba ni remotamente la razón por la que su padre deseaba apoderarse del diario. No le entraba en la cabeza que su padre hubiera hecho semejante oferta.
– Voy a aclarar todo esto ahora mismo -dijo Hank-. Iré a visitar a mi padre.
Maggie se sirvió una taza de café.
– Envíale saludos de mi parte.
Hank la tomó de la muñeca.
– Tú formas parte de esta familia y, por lo tanto, vendrás conmigo.
– Oh, no. No, no y no.
– Sí, sí, sí. Es tu diario. Puedes beber tu café en la camioneta -Le sonrió y le estrujó la mano-. Parece que lo necesitas.
– He tenido una noche dura -contestó.
Bubba carraspeó.
– Creo que yo iré a mi casa.
– De ninguna manera -se opuso Hank-. Irás a buscar a Fred y lo llevarás a casa de mis padres.
– Oh, viejo. A Fred no va a gustarle nada. Su condición ya es deplorable pero después de esto, pasará a ser el último orejón del tarro. No tiene ninguna mujer que lo mantenga a raya -explicó Bubba a Maggie-. Fred no es lo que podría decirse la sensación del pueblo.
– No conoces a otro que sea capaz de venir a buscar el diario, ¿verdad? -le preguntó Hank.
– No -respondió Bubba-. Creo que no nos queda otra alternativa. De todas maneras, hemos buscado hasta en los sitios más recónditos y sin suerte. Algunos empezaron a creer que ese diario no existe. Y la mayoría tiene terror de tu mucama -Abrió la puerta de su camioneta-. Me aseguraré de que Fred vaya a la casa de tus padres, pero después tendré que irme. Tengo que poner a punto el motor de mi camioneta. No suena bien. Y no olvides que hemos prometido ayudar a limpiar el rancho esta tarde. Además, a la noche tenemos la partida de póquer en casa de Vern.
– Estás ocupadísimo con las actividades de este pueblo -comentó Maggie, ocupando su lugar en la camioneta, junto a Hank.
Hank la sentó sobre sus rodillas y la besó.
– Tal vez tenga que reacomodar mis compromisos sociales, visto y considerando que ahora soy un hombre de familia -Introdujo furtivamente la mano por debajo de la camiseta de la muchacha y le acarició un seno. Volvió a besarla; con más ardor; con más pasión.
Maggie jugueteó con el cierre de sus pantalones.
– ¿Y qué me dices de la reparación que tienes que hacer al automóvil de Bill Grisbe? -Deslizó la mano por el chato abdomen de Hank.
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