– ¿De un cementerio indio o algo así, quieres decir? -repuso Kenny-. Venga, hombre.
– Éste era el antiguo emplazamiento del edificio de Abel Stearns -explicó Mitch-. Uno de esos aventureros del Norte que vino de San Francisco a fines del siglo pasado a comprar terrenos y construyó aquí. Cuando su empresa se vendió, en los años sesenta, los nuevos dueños demolieron el edificio y esto se convirtió en un solar hasta que apareció otro constructor. Pero luego quebró, y la Yu Corporation lo compró.
– Pero ¿y antes de Abel Stearns? -insistió Levine-. Quiero decir que toda esta zona era del Pueblo de Los Ángeles, ¿no? Mexicanos, indios aztecas. ¿Por qué no?
– Que no te oiga Joan pronunciar la palabra indio -dijo Kenny-. Esa mujer es el equivalente nativo americano del reverendo Al Sharpton.
– Los aztecas realizaban sacrificios humanos. Arrancaban el corazón de sus víctimas mientras estaban vivitas y coleando.
– Igual que Ray Richardson -opinó Kenny-. De todas formas, Tony, Sam era negro. O, mejor dicho, afroamericano. No era de esos aztecas de los cojones. Un gilipollas, quizá. ¡Qué clase de guarda jurado sería para dejarse asesinar y luego asustar así a una mujer indefensa, apareciéndosele como un fantasma!
– Escuchad -dijo Kay~. Quiero que me prometáis una cosa. Que no iréis por ahí contando a la gente lo que ha pasado esta noche. No quiero que esto se convierta en un tema de guasa en la oficina, ¿vale? ¿Me lo prometéis?
– Naturalmente -contestó Mitch.
– Pues claro -sonrió Helen.
Kenny y Levine se encogieron de hombros y luego, con un movimiento de cabeza, manifestaron su aquiescencia.
Sólo nos queda esperar que mañana la inspección se desarrolle sin más incidentes -dijo Mitch. Amén -suspiró Kenny.
Mitch volvió a la Parrilla a las siete y media de la mañana siguiente. A la limpia y luminosa claridad del sol era difícil imaginar que alguien hubiera podido ver un fantasma en aquel edificio. A lo mejor se trataba de alguna alucinación. Había leído que una vivencia con LSD podía volver a repetirse en algún momento de la vida, por muy atrás que quedase la experiencia original, y pensó que eso, o algo parecido, sería la explicación más probable.
Quería haber pasado a ver a Jenny Bao, para que le diera su respuesta sobre el certificado provisional de feng shui. Pero le esperaba todo un día con Ray Richardson, y sabía que su jefe llegaría antes de las ocho. Así que lo primero que hizo nada más llegar, fue llamarla.
– Soy yo -le dijo.
– ¿Mitch? -repuso ella con voz adormilada-. ¿Dónde estás?
– En la Parrilla.
– ¿Qué hora es?
– Las siete y media. Lo siento, ¿te he despertado?
– No, no te preocupes. Iba a llamarte de todos modos. He decidido entregarte el certificado, para el lunes. Pero sólo porque eres tú. Y sólo porque el tong shu dice que el lunes será un día de buenos auspicios.
– Estupendo. Gracias, Jenny. Muchas gracias. Te lo agradezco.
– Sí, bueno, pero con una condición.
– Lo que quieras.
– Que pueda ir hoy a celebrar una ceremonia de purificación del local. Para asegurarme de que todos los malos espíritus salen del edificio y de que entran los buenos, los qi.
– No faltaba más. ¿Qué clase de ceremonia?
– Es complicado. Entre otras cosas, tendremos que sacar los peces del estanque. Además, habrá que cortar la energía eléctrica durante un rato. Y poner una bandera roja en el panel indicador de fuera. Ah, sí, deberán oscurecerse las ventanas, pero eso puede hacerse automáticamente, ¿no? Y otra cosa: aunque no sé cómo te las arreglarás con ese sistema de alarma contra incendios tan preciso, tengo que encender fuego en un hornillo de carbón en el umbral de la puerta y aventarlo hasta que se hagan brasas.
– ¡Joder! -exclamó Mitch-. ¿Para qué sirve el carbón?
– Propicia un resultado caluroso de la inspección que el señor Yu hará el lunes.
– Brindaré por eso -rió Mitch-. Por lo que a mí respecta, puedes quemar un bosque entero si lo consideras necesario. Pero ¿tiene que ser hoy? Richardson estará allí todo el día. ¿No puedes venir el fin de semana?
– No soy yo quien dice que debe hacerse hoy, Mitch, sino el tong shu, el almanaque chino. Esta tarde es un buen momento para llevar a cabo las ceremonias destinadas a ahuyentar los malos espíritus.
– De acuerdo, nos veremos esta tarde.
Mitch colgó y meneó la cabeza. Dadas las circunstancias, había preferido no mencionar lo que había visto por Kay Killen. Era imposible saber lo que Jenny hubiera querido hacer entonces. ¿Un exorcismo completo? ¿Bailar desnuda alrededor del árbol? ¿Cómo coño iba a decirle a Ray Richardson que Jenny Bao pensaba encender un hornillo de carbón para ahuyentar con el humo a los malos espíritus de su edificio ultramoderno?
Frank Curtis se despertó sobresaltado, preguntándose por qué estaba deprimido. Entonces se acordó: hacía diez años que su hermano había muerto de cáncer. Apartándose de su mujer, Wendy, todavía dormida, se dirigió al despacho, a buscar la caja de cartón donde guardaba los álbumes de fotografías.
No era que necesitase ver las fotografías para recordar cómo era su hermano. Para eso sólo tenía que mirarse al espejo, porque Michael y él habían sido gemelos idénticos. Mirarlas era la forma de recordar cómo había sido él antes, la mitad de un todo.
La muerte de Michael había sido como perder un brazo. O algún órgano vital. Después, Curtis tuvo la sensación de ser sólo la mitad de una persona.
Wendy apareció en el umbral.
– ¿Cómo puede hacer ya diez años? -dijo él, tragándose el nudo que tenía en la garganta, tan grande como una pelota de béisbol.
– Lo sé, lo sé. Llevo toda la semana pensando lo mismo.
– Y yo sigo aquí. -Sacudió la cabeza-. No pasa un día sin que me acuerde de él. Sin que me pregunte: ¿por qué él, y no yo?
– ¿Vas a ir a Hillside?
– Llegarás tarde a trabajar.
Curtis alzó los hombros, con indiferencia.
– ¿Y qué? De todas formas, nunca me ascenderán a comisario.
– Frank…
– Además -dijo sonriendo-, no entro hasta la una.
Ella le devolvió la sonrisa.
– Voy a hacer café.
– No es que necesite ver la lápida para recordarle, ¿sabes? Siempre lo recuerdo tal como era… -Se encogió de hombros-. A lo mejor, después de diez años ya es hora de olvidarlo un poco.
Pero antes de salir de casa colocó un pequeño cortacéspedes en el maletero.
El cementerio de Hillside Memorial Park sólo estaba a diez minutos de coche, cerca de la San Diego Freeway y del aeropuerto. Frank Curtis hacía el trayecto todos los años y, con los 747 a sólo unas decenas de metros sobre su cabeza, limpiaba la tumba de su hermano. Como persona práctica, Curtis prefería señalar su recuerdo con aquel pequeño acto de devoción. Como una penitencia, pensó. No era gran cosa, pero al menos le consolaba un poco.
Cuando llegó a New Parker Center, Curtis tenía deseos de pensar en otra cosa, de acabar el trabajo atrasado y empezar algo nuevo. Escribió informes a máquina, los entregó a los agentes encargados del archivo, rellenó sus formularios de gastos, repasó la agenda y no pronunció una palabra.
Nathan Coleman observaba a su compañero preguntándose qué le habría movido a aquella insólita exhibición de celo burocrático.
Curtis desdobló un papel y lo dejó sobre la mesa. Era la octavilla de Cheng Peng Fei, que protestaba por la actitud de la Yu Corporation hacia los derechos humanos. Se la pasó a Coleman.
– He leído eso, ¿sabes? -dijo al fin-. Y tiene razón. Cualquier empresa que esté tan conchabada con el gobierno chino como la Yu Corp no debería tener relaciones comerciales con este país.
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