Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Díselo al Congreso -repuso Coleman-. Acabamos de renovar a China el trato de nación más favorecida.

– Lo de siempre, Nat. Las putas del Capitolio.

– Oye, Frank, quería decirte una cosa -dijo Coleman-. Me he enterado esta mañana. Inmigración ha retenido a otros tres de esos chinos.

– Pero ¿qué han hecho, por todos los santos?

– Dicen que no cumplían las condiciones del visado. Estaban trabajando, o alguna chorrada por el estilo. Pero un amigo que tengo allí me ha dicho que en el Ayuntamiento movieron los hilos para que los expulsasen del país. Y entonces los manifestantes de la Parrilla liaron los bártulos y se fueron a casa.

– Qué interesante.

– Parece que ese arquitecto tiene muchos amigos ahí.

– ¿Ah, sí?

– En menos de setenta y dos horas estarán en un avión de vuelta a Hong Kong. -Coleman se encogió de hombros-. O a donde sea.

– Cheng sigue aquí, ¿no?

– Sí. Pero aunque se reuniera con Sam Gleig, el forense sigue diciendo que él no pudo matarlo.

Tras un silencio, Curtis preguntó:

– No hemos vuelto a saber de ellos, ¿verdad? Esos marcianos de la Parrilla tenían que haber llamado a un mecánico de la Otis para que comprobase la seguridad del ascensor. Ya hace una semana. Mucho tiempo en una investigación de asesinato, ¿no te parece?

– Puede que al ordenador se le haya olvidado llamar -aventuró Coleman.

– También he pensado en esa fotografía. Suponiendo que sea un montaje, ¿quién podría haberlo hecho mejor que alguno del edificio de la Yu Corporation? Vaya pedazo de ordenador que tienen allí. ¿Qué te parece esto, Nat? Aquí tienes el móvil: algo va mal con los ascensores, pero alguien quiere taparlo durante un tiempo. Alguno de los arquitectos, a lo mejor. En esa obra hay mucho dinero en juego. Millones. Me lo dijo uno de ellos. Más o menos me pidió que no diéramos publicidad al asunto. Dijo que daría mala impresión que alguien fuese asesinado en un edificio inteligente. Pero ¿preferiría que un pelmazo de manifestante cargara con la culpa de una muerte accidental en vez de su puñetero edificio?

– Yo diría que sí.

– Estupendo. Porque yo también.

– ¿Quieres que les llame? -preguntó Coleman-. ¿A esos mamones de marcianos?

Curtis se puso en pie y cogió la chaqueta del respaldo de la silla.

– Se me ocurre algo mejor -aseguró-. Es viernes por la tarde.

Estarán preparándose para el fin de semana. Vamos a jorobarlos un poco.

Ray Richardson era de los arquitectos a quienes no les gustan las sorpresas, y tenía la costumbre de inspeccionar hasta el último detalle de los suelos, paredes, techos, puertas, ventanas, instalaciones eléctricas y de servicios, sanitarios y carpintería, acompañado de los componentes de su equipo de proyecto, antes de repetir formalmente la misma operación con el cliente.

Y, pese a su carácter informal, la inspección tenía visos de durar todo el día. Tony Levine habría preferido que la visita de Richardson se hubiese llevado a cabo en varias etapas breves en vez de en una sola y prolongada sesión cuyo resultado, debido a la irritabilidad del arquitecto, podría verse comprometido. Pero, como de costumbre, su jefe estaba sometido a un programa de trabajo muy cargado.

Después de recorrer el edificio durante cinco horas como un autocar de turistas, el equipo de proyecto había llegado a la piscina de la Parrilla. Con veinticinco metros de largo por ocho de ancho, estaba situada en la parte trasera del edificio, bajo una claraboya rectangular ligeramente abombada, y todo -paredes, baldosas, lucernarios, incluso la capa anticorrosión de las vigas de acero- era del mismo tono gris claro menos el agua, de color zafiro y siempre a veintinueve grados. El efecto general era a la vez aséptico y relajante.

Tras una mampara de vidrio que protegía el bar de las salpicaduras de los bañistas, Richardson comprobó la adherencia de las baldosas, la limpieza de las superficies, los interruptores eléctricos de las paredes, las rejillas de evacuación del suelo, las espirales de los cilindros solares para calentar el agua y las juntas de los paneles colgantes de silicona transparente.

– ¿Quieres dar una vuelta por la piscina, Ray? -preguntó Helen Hussey.

– ¿Por qué no?

– Entonces, tendremos que quitarnos los zapatos para no estropear la terraza -ordenó ella-. Sobre todo, no hay que dejar marcas de tacones en esas preciosas baldosas blancas.

– Bien pensado -aprobó Richardson. Pero al apoyarse en la pared para quitarse los zapatos ingleses hechos a mano, se le ocurrió otra idea y añadió-: Es una piscina estupenda, desde luego. Pero el aspecto es una cosa y la experiencia otra. Me refiero a que no sé qué tal será bañarse ahí dentro. ¿Se le ha ocurrido a alguien traer traje de baño? Porque alguien tendrá que meterse para decírnoslo. A lo mejor está demasiado caliente. O muy fría. O tiene demasiados productos químicos.

– O está muy húmeda -murmuró alguien.

Richardson miró al equipo y esperó.

– ¿Algún voluntario? Yo me metería si tuviera tiempo, dan ganas.

– Yo también -terció Joan-. Pero Ray tiene razón, desde luego. Las consideraciones estéticas son una cosa. Y otra, que las apruebe el bañista.

– Bueno, a mí no me importa bañarme en ropa interior -concluyó Kay Killen con una amplia sonrisa. Se encogió de hombros y añadió-: En realidad, me vendría bien nadar un poco. Los pies me están matando.

– Buena chica -dijo Ray Richardson.

Mientras Kay se dirigía a los vestuarios, Joan, Tony Levine, Helen Hussey y Marty Birnbaum se descalzaron y siguieron a Richardson a la terraza de la piscina. Mitch se quedó al otro lado de la mampara de vidrio con Aidan Kenny, Willis Ellery y David Arnon.

– ¿Sabéis lo que me recuerda esto? -dijo Arnon-. Tengo la impresión de que somos altos cargos del partido siguiendo a Hitler en una visita a la nueva Cancillería del Reich. Joan es como Martin Bormann, ¿no os parece? Siempre está de acuerdo con lo que él dice. El tío tropezará en cualquier momento, se dará de morros contra el borde de la piscina y luego nos mandará a todos a un campo de concentración.

– O de vuelta a la oficina -repuso Mitch, encogiéndose de hombros-. Que es lo mismo.

Miraron a Joan, que se agachaba para meter en el agua su gordezuela mano, llena de anillos.

– Así que no es un vampiro -observó Kenny.

– ¿No es agua corriente? -rió Mitch.

– Os equivocáis los dos -dijo Arnon-. Sólo mete la mano en el agua para enfriarla. Como la reina de las nieves. Para que Kay no disfrute demasiado.

– Zorra -gruñó Ellery-. ¿Es que nadie va a darle un empujón?

– Dáselo tú, Willis -le sugirió Mitch-. Nosotros te apoyamos.

Kay apareció en la terraza de la piscina con sostén y bragas de color malva.

– ¡Malva! -exclamó Arnon en tono triunfante-, ¿Qué os había dicho? Pagad, capullos.

Refunfuñando, los otros tres hombres le entregaron un billete de cinco dólares cada uno mientras Kay se acercaba a la piscina, recogía los dedos de los pies sobre el borde como un simio y luego se lanzaba de cabeza al agua con un salto perfecto, sin hacer más salpicaduras que un delfín bien amaestrado.

– ¿Cómo está el agua, Kay? -gritó Richardson.

– Estupenda -contestó ella, emergiendo-. Es decir, bastante caliente.

– ¿Qué clase de chica lleva ropa interior de color malva? -se lamentó Ellery.

– Una con tatuajes -repuso Arnon-. ¿Veis lo que tiene en el tobillo?

Se refería a la delicada guirnalda de flores rojas y azules, que daba la impresión de que su pie había sido artísticamente cosido a su pierna por algún genio de la moderna microcirugía aficionado a la botánica.

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