– Líbrate de ellos, Mitch -ordenó Richardson-. Todavía nos queda mucho que recorrer.
Mitch se dirigió al atrio. Polis. Justo lo que necesitaba, y precisamente aquel día. Al cruzar las puertas vio a Jenny al borde del estanque y a los dos inspectores de la Criminal que esperaban pacientemente junto a los ascensores. Oyó una puerta que se abría, unos pasos y una voz que le llamaba a su espalda.
– Mitch.
Se volvió y vio a un hombre alto; tuvo que mirarlo dos veces para reconocerlo. Tenía el rostro cubierto de una barba de varios días y los ojos hundidos, con un cerco de sombras profundas. Parecía que había dormido con la chaqueta puesta. Y era presa de pronunciados temblores.
– ¡Por Dios, Allen! ¿Qué haces aquí?
– Tengo que hablar contigo, Mitch.
– Tienes una pinta horrible. ¿Qué coño te ha pasado? ¿Estás enfermo? Te he llamado a tu casa, pero nunca estás.
Grabel se pasó nerviosamente la mano por la barbilla.
– Estoy bien -afirmó.
– El ojo. ¿Qué te ha pasado en el ojo?
– ¿El ojo? -Grabel se tocó la piel por encima de los pómulos y la encontró irritada-. No sé. Me habré dado algún golpe, supongo. Es importante, Mitch. ¿Podemos ir a algún sitio? Prefiero no hablar aquí.
Mitch había vuelto la cabeza para mirar a los dos policías. Vio que le estaban observando y se preguntó qué podrían pensar dos mentalidades naturalmente recelosas de la escena que presenciaban.
– Tengo que decirte algo.
– Allen, has elegido un día cojonudo, ¿sabes? Richardson está en la piscina con todo el equipo de proyecto, y ahí me esperan dos polis para hacerme preguntas. Y Jenny Bao está celebrando una ceremonia feng shui para ahuyentar a los malos espíritus del edificio.
Grabel frunció el ceño, tuvo un escalofrío y cogió del brazo a Mitch.
– ¿Qué has dicho? -preguntó, alzando la voz-. ¿Has dicho malos espíritus?
Mitch volvió a mirar hacia los polis. Ahora que se había acercado más a Grabel, le llegó su olor. Estupefacto, se dio cuenta de que su antiguo compañero desprendía el olor rancio y agridulce de un auténtico vagabundo.
– Tranquilo, Allen, haz el favor. Sólo son las majaderías de costumbre, el feng shui, nada más. -Se encogió de hombros-. ¿Tienes un minuto? Tengo que librarme de esos polis. Espera un momento. Pero aquí no, Richardson podría verte. ¿Por qué no vas al ático? Al apartamento privado del presidente. Espérame allí.
– ¡Ni hablar!
Mitch retrocedió ante la fétida oleada que surgió de la boca de Grabel.
– Oye, te espero abajo, en el garaje, ¿vale?
Mitch se dirigió hacia los dos policías con una estirada sonrisa en los labios.
– ¿Qué coño pasaba ahí? -inquirió Curtis, con calma-. Ese tipo tenía todo el aspecto de un vagabundo.
– A lo mejor era el arquitecto -sugirió Coleman.
– Lo siento, señores -dijo Mitch, estrechándoles la mano-. Tenía que haberme puesto en contacto con ustedes. Tengo el informe del mecánico de la Otis encima de mi mesa desde el miércoles por la mañana, pero estos últimos días han sido tremendos. ¿Quieren que subamos a comentarlo?
– ¿Y si subimos por la escalera? -sugirió Curtis, sarcástico.
– Ya verán que el informe confirma nuestras propias conclusiones: los ascensores funcionan perfectamente. Por favor -añadió, invitándolos a subir al ascensor-, no hay absolutamente ningún motivo para preocuparse, se lo aseguro.
– Eso espero.
Se abrieron las puertas del ascensor pero, antes de subir, Mitch les pidió que esperasen un momento y se dirigió hacia Jenny.
– ¿Cómo van las cosas? -le preguntó.
– Esto es más difícil de lo que pensaba.
– Te quiero -dijo él con voz queda.
– Más te vale -repuso ella.
Los tres hombres subieron en el ascensor hasta la planta veintiuno.
– Hoy tenemos un día muy ajetreado -explicó Mitch-. El equipo de proyecto está en el edificio, comprobándolo todo antes de decirle al cliente que las oficinas están listas para ser ocupadas.
– ¿Por quién? -inquirió Curtis-. ¿Por todos los vagabundos del barrio?
Mitch enarcó las cejas.
– Ah, ¿se refiere a Allen? Trabajaba en la empresa. A mí también me ha sorprendido bastante la forma en que ha descuidado su aspecto.
El ascensor se detuvo suavemente y se abrieron las puertas. Curtis dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.
– Bueno, ya hemos llegado – dijo Mitch-. Sanos y salvos. No soy ingeniero mecánico, pero hemos hecho que lo revisen de arriba abajo, de las poleas al microprocesador. Prácticamente lo han desmontado todo.
Los precedió por el pasillo y entró en la sala de juntas. Era una estancia de doble altura con las dimensiones de una pista de tenis, y estaba cubierta por una gruesa alfombra elegida tanto por sus buenas cualidades aislantes como por su color gris perla. En el centro había una magnífica mesa de reluciente ébano con ocho sillas negras Rennie Mackintosh, de respaldo en escalera, a cada lado. La pared del fondo estaba cubierta de estanterías negras, dominadas por una televisión de gran pantalla y una serie de aparatos electrónicos entre los que destacaba un ordenador. Al otro extremo de la sala se veía un pequeño recinto con un bar. Bajo el enorme ventanal había un largo sofá de cuero negro. Curtis se acercó a apreciar la vista. Nathan Coleman fue a mirar los aparatos electrónicos. Mitch abrió su ordenador portátil, insertó un disco y empezó a abrir ventanas en la pantalla.
– La oficina sin papel, ¿eh? -sonrió Curtis.
– Gracias a los ordenadores, inspector -repuso Mitch-. Certificados para esto, licencias para lo otro. Hasta hace muy pocos años, nos ahogábamos en papel. Ahí lo tenemos.
Mitch volvió hacia Curtis la pantalla, que mostraba el informe de los ingenieros.
– Sabe, inspector, el Otis Elevonic 411 es un modelo de ascensor especialmente seguro y eficaz. En realidad, es el más moderno del mercado. Y, por si eso no bastara, Abraham se encarga de supervisar y controlar el buen estado del sistema en su conjunto. Comprueba si se ha producido alguna irregularidad en las prestaciones y si es necesaria una operación de mantenimiento. Y cuando decide que hace falta la intervención de un técnico, está programado para llamar directamente a la Otis y comunicárselo.
Curtis miró fijamente la pantalla con aire inexpresivo y asintió con la cabeza.
– Como puede ver -añadió Mitch-, los técnicos lo examinaron todo: el dispositivo de control de la velocidad, la unidad de control lógico, la unidad de modulación de amplitud de vibración, el sistema de control de movimiento, la transmisión sin engranajes. Todo lo encontraron en perfecto estado de funcionamiento.
– Desde luego, parece que han sido muy concienzudos -observó Curtis-. ¿Puede sacarme una impresión de esto? Lo necesito para el informe del forense.
– ¿Por qué no se lleva el disco? -sugirió Mitch, sacando el pequeño objeto de plástico de un costado del portátil y deslizándolo hacia el inspector.
– Gracias -dijo Curtis en tono inseguro.
Por un momento, los tres hombres guardaron silencio. Luego, Mitch dijo:
– Me he enterado de que han soltado ustedes a ese estudiante chino.
– Ah, ¿se ha enterado? Pues, a decir verdad, señor, no tuvimos más remedio. Era completamente inocente.
– Pero ¿y la fotografía?
– Sí, ¿qué pasa con esa fotografía? El problema es, sencillamente, que no cuadra con las conclusiones del forense. Han determinado que Cheng Peng Fei es muy bajo para haber golpeado a Sam Gleig en la cabeza. Muy bajo y poco fuerte.
– Entiendo.
– ¿Sabía usted que algunos de los chicos que estaban ahí fuera van a ser deportados?
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