Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Quería joder a Richardson.

– ¿Qué quieres decir con joderlo?

– Joderlo. A su puñetero edificio. Todo. Jorobarlo. Mandar a tomar por el culo todo el programa de los cojones.

Mitch hizo una pausa, tratando de comprender las posibles implicaciones de lo que Grabel estaba diciendo. Volvió a pensar en los dos policías de arriba, y en quedar al margen de toda sospecha.

– Te encontraremos un buen abogado, Allen -le aseguró.

Grabel empezó a retroceder. Mitch lo sujetó.

– ¡No, ni hablar! -gritó Grabel-. ¡Suéltame!

El puñetazo llegó inesperadamente.

Mitch fue vagamente consciente de estar tendido en el suelo del garaje, con la sensación de haber recibido una fuerte descarga eléctrica. Oyó ruido de pasos que se alejaban, y al fin perdió el conocimiento.

– ¿Quién coño son ustedes?

Ray Richardson se detuvo en el umbral de la sala de juntas y frunció el ceño ante los cuatro desconocidos que estaban sentados en torno a la mesa bebiendo café.

Curtis y Coleman se pusieron en pie. Los dos últimos obreros que habían interrogado, unos pintores llamados Dobbs y Martinez, siguieron sentados.

– Soy el inspector de primera clase Curtis y éste es el inspector Coleman. Usted debe ser el señor Richardson.

Coleman se abotonó la chaqueta y cruzó las manos por delante, como un invitado a una boda.

Ray Richardson asintió con expresión malhumorada.

Curtis esbozó una amplia sonrisa mientras el resto del equipo de proyecto entraba en la sala.

– Señoras y caballeros -dijo-, sólo necesito que me dediquen un poco de tiempo. Sé que están muy ocupados pero, como seguramente sabrán, un hombre ha sido asesinado en este edificio. Supongo que muchos de ustedes lo conocían. Y el caso es que hasta el momento no hemos adelantado suficiente en nuestras averiguaciones. Así que nos gustaría hacerles unas preguntas. Sólo será cuestión de unos minutos.

Miró a los dos pintores.

– Ustedes dos pueden marcharse. Y gracias.

– Ahora no nos viene bien, inspector -objetó Richardson-. ¿No podrían venir en otro momento?

– Pues el señor Bryan nos ha dicho que no habría inconveniente, señor.

– Ya veo -dijo Richardson en tono arrogante-. ¿Y dónde está el señor Bryan, exactamente?

– Ni idea -repuso Curtis-. Se fue hace unos veinte minutos. Creí que había ido a buscarlos.

Richardson decidió perder los estribos.

– ¡No me lo creo! ¡Es increíble, joder! Asesinan a alguien con antecedentes penales y dos personajes como ustedes esperan que mi mujer, mi personal y yo les demos una pista, ¿no es eso? -Soltó una risa sarcástica-. ¿Es una broma?

– No es ninguna broma -replicó Curtis, molesto de que le llamaran personaje-. Para su información, señor, le diré que se trata de una investigación de asesinato. Y estoy intentando ahorrarle tiempo y evitarle publicidad. Lo que, según tengo entendido, es lo que usted quería.

Richardson lo fulminó con la mirada.

– O si no, puedo ir al Ayuntamiento a solicitar una orden judicial para que vayan a declarar a New Parker Center. Usted no es el único que tiene influencia allí, señor Richardson. Tengo de mi lado al fiscal del distrito, por no mencionar la maquinaria de la justicia, y me importa un bledo que usted lo considere una broma. Y tampoco me interesa que usted quiera acabar este edificio que ofende la vista. Ni lo que cuesta. -Curtis sintió deseos de llamarle cabrón, pero lo pensó mejor- Se trata de la supresión de una vida humana, y tengo la intención de descubrir lo que ha pasado. ¿Está claro?

Richardson se puso en pie, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, apuntando belicosamente al policía con la barbilla.

– ¿Cómo se atreve a hablarme así? ¿Cómo se atreve?

Curtis ya le estaba agitando la placa en la nariz.

– Así es como me atrevo, señor Richardson. Placa número 1812 del Departamento de Policía de Los Ángeles. Igual que esa puñetera obertura, para que se acuerde cuando informe a mis superiores, ¿entendido?

– Cuente con ello.

Marty Birnbaum, el director administrativo, intentó suavizar la situación.

– Quizá sea mejor que procedamos con calma -sugirió-. Si quisieran pasar a la habitación de al lado, señores agentes, a la cocina, allí podrían formular sus preguntas. Y nosotros…, nos sentaremos. Podríamos continuar con nuestra reunión y turnarnos para hablar con estos señores. -Miró a Curtis y enarcó las cejas-. ¿Qué les parece?

– Nos parece bien, señor. Estupendo.

Entonces, al ver que Declan Bennett entraba en la sala, Birnbaum pensó que sería mejor que Richardson desapareciera. Así habría menos lío.

– Quizá me equivoque, Ray, pero me parece que nunca has hablado con Sam Gleig, ¿verdad?

Richardson seguía de pie, con las manos en los bolsillos y aspecto de niño decepcionado.

– No, Marty -dijo en voz queda, como si saliera de algún sueño-. Nunca he hablado con él.

Coleman y Curtis intercambiaron una mirada.

– Bueno, eso es posible -murmuró Coleman.

– ¿Joan? ¿Has hablado con él alguna vez?

– No -contestó ella-. Yo tampoco. Ni siquiera sabría decir qué aspecto tenía.

El equipo de proyecto empezó a sentarse.

– En ese caso, no tiene mucho sentido que os quedéis -dijo Birnbaum, que, dirigiéndose a Curtis, explicó-: Los señores Richardson cogen un avión para Londres esta noche.

– Vaya día, ¿verdad? -comentó Curtis.

– Será mejor que salgáis para el aeropuerto, Ray. Yo concluiré la reunión. No es preciso que te quedes. Si le parece bien al inspector jefe.

Curtis asintió y miró por la ventana. No lamentaba haber montado en cólera, aunque aquel tipo informara a sus superiores.

Richardson apretó el codo de Birnbaum y empezó a recoger sus cosas de la mesa.

– Gracias, Marty -dijo-. Y gracias a todos los demás, también. Estoy orgulloso de vosotros. Todos habéis prestado una importante contribución a este proyecto, que se ha terminado en el plazo previsto y sin sobrepasar el presupuesto. Ésa es una de las razones por las que nuestros clientes, tanto del sector público como del privado, siguen dirigiéndose a nosotros para encargarnos nuevos proyectos. Porque la calidad arquitectónica…, y no permitáis que los ignorantes digan lo contrario, éste es un edificio magnífico…, la calidad no es sólo una cuestión de diseño. También supone el triunfo comercial.

Joan desencadenó un pequeño aplauso y luego, con Declan Bennett tras ellos, ella y su marido abandonaron la sala.

– Bien hecho, Marty -dijo Aidan Kenny, mientras el resto de los asistentes exhalaba un sonoro suspiro de alivio-. Has llevado muy bien la situación. Estaba a punto de darle un ataque.

Birnbaum se encogió de hombros.

– Cuando Ray se pone así, hago como si fuese uno de mis dobermans.

Jenny ayudó a Mitch a levantarse.

– ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Tienes sangre en el labio.

Mitch se tanteó la mandíbula y se llevó la mano a la cabeza. Luego se pasó la lengua por el labio e hizo una mueca al sentir una herida dentro de la boca.

– ¡El muy cabrón! -murmuró sin énfasis-. Allen Grabel me ha dejado sin conocimiento. Se ha vuelto loco.

– ¿Te ha pegado? ¿Por qué?

– Creo que tiene algo que ver con la muerte del guarda jurado -gruñó Mitch, girando la cabeza sobre los hombros-. Supongo que no le habrás visto, ¿verdad? Un tipo con aspecto de vagabundo.

– No he visto a nadie. Venga. Volvamos arriba a ponerte algo en esa herida.

Cruzaron el garaje y subieron en el ascensor.

– ¿Cómo va la ceremonia?

– Mal.

Jenny le explicó su error con los calendarios.

– Era de esperar -observó Mitch-. A lo mejor deberías hacerme el horóscopo. Desde luego, no es mi día. Ojalá me hubiera quedado en casa, en la cama.

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