Era una bonita mañana y la casa de Jenny tenía un aspecto limpio y bien cuidado. Dos naranjos en macetas de barro flanqueaban los escalones de la puerta de caoba. Mitch se preguntó si otra asesora de feng shui habría previsto buenos auspicios para su misión matinal.
Bajó del coche, llamó al timbre y encontró a Jenny ya vestida, con camiseta y pantalones. Se alegró de verle, pero él notó su recelo por las flores. Nunca le llevaba flores.
– ¿Te apetece un té? -le dijo-. ¿Otra cosa?
Normalmente, el «otra cosa» los habría llevado a hacer el amor. Pero Mitch pensó que, dadas las circunstancias, irse a la cama no estaría bien. Aceptó el té y la vio prepararlo con su particular estilo chino. En cuanto tuvo en las manos la tacita de porcelana, fue derecho al grano, disculpándose por tener que pedírselo y reconociendo que la ponía en una situación difícil, pero recalcando el hecho de que la mentira sólo duraría dos o tres días como máximo. Jenny le escuchó hasta el final, llevándose la taza a los labios con ambas manos, casi ceremonialmente y, cuando hubo terminado, asintió con la cabeza sin decir palabra.
– ¿Eso es que sí? -preguntó Mitch, sorprendido.
– No -suspiró ella-. Aunque lo pensaré, por deferencia hacia ti.
Bueno, ya era algo, pensó él. Había esperado que le diera un no tajante. Jenny tardó dos o tres minutos en volver a hablar.
– El kanyu, o feng shui como lo conocéis vosotros, es un elemento religioso. Forma parte del Tao. El concepto fundamental del taoísmo es lo absoluto. Poseer la plenitud del Tao significa estar en armonía con la naturaleza original. Lo que me pides rompería esa armonía.
– Lo entiendo -dijo él-. Te estoy pidiendo mucho, lo sé.
– ¿Es verdaderamente tan importante esa inspección de entrega?
– Mucho.
Guardó silencio otro minuto. Luego le rodeó con los brazos.
– A primera vista me inclino a decirte que no, por las razones que te he mencionado. Pero como eres tú, y porque te quiero, no voy a decepcionarte. Dame veinticuatro horas. Entonces tendrás mi respuesta.
– Gracias -dijo Mitch-. Comprendo lo difícil que debe ser esto.
Jenny sonrió y le besó en la mejilla.
– No, Mitch, no creo que lo entiendas. Si lo entendieses, nunca me lo habrías pedido.
– Pero no irás a abandonar ahora -dijo el japonés-. Seguro que…
– Ya lo creo que voy a abandonar -afirmó Cheng Peng Fei.
– ¿Por qué? Ya estabas cogiendo la idea.
– Han tratado de colgarme el asesinato de un guarda jurado de la Yu Corp.
Se encontraban de nuevo en el restaurante Mon Kee de la North Spring Street, con el japonés atareado frente a una imponente comida y Cheng Peng Fei tratando de alargar una cerveza solitaria.
– ¿Colgarte un asesinato? -rió el japonés-. Ni que fueras James Cagney.
– Tuve suerte de librarme, créame. Pensé que la policía iba a inculparme. Y no estoy seguro de que hayan renunciado del todo. Tuve que entregarles el pasaporte.
– ¿Quién querría comprometerte, Cheng?
– No sé -dijo Cheng, encogiéndose de hombros-. Quizá alguien de la Yu Corporation. O usted, a lo mejor. Sí, puede que fuese usted.
– ¿Yo? -Al japonés pareció divertirle la idea-. ¿Por qué yo?
– A lo mejor fue usted quien mató al guarda jurado.
– Espero sinceramente que no presentaras a la policía esa teoría tuya.
– No le he mencionado para nada. ¿Cómo podría haberlo hecho? Ni siquiera sé su nombre. En eso ha tenido cuidado.
– A lo mejor llevas un micrófono para grabar nuestra conversación.
– A lo mejor -convino Cheng, aunque se abrió la camisa al mismo tiempo para mostrar que no llevaba nada pegado al pecho-. De todas formas, la manifestación se ha acabado. El Ayuntamiento llamó a Inmigración y nos han controlado a todos. Descubrieron que algunos no cumplían las normas del visado. Tenían que estudiar inglés, no trabajar en restaurantes.
El japonés meneó tristemente la cabeza.
– Es una pena -comentó-. Supongo que ahora tendré que intervenir personalmente. Me tocará marcar algunos tantos.
– ¿De qué modo?
– Pues no sé. Un pequeño sabotaje, quizá. No tienes idea de lo que soy capaz.
– En eso se equivoca. Le creo capaz casi de cualquier cosa.
El japonés se puso en pie.
– Sabes, Cheng, si estuviese en tu lugar me procuraría una buena coartada. -¿Para cuándo?
El japonés arrojó unos billetes sobre la mesa. -Para el tiempo que haga falta.
Allen Grabel llamó a Richardson y Asociados y pidió hablar con Mitch.
La telefonista se llamaba Dominique.
– ¿Quién llama, por favor?
Grabel tenía la impresión de que no le caía muy bien a Dominique, así que se limitó a darle su nombre de pila. Mitch probablemente conocería a dos o tres Allen. Esperó unos momentos. Luego Dominique le dijo:
– Lo siento, no contesta. ¿Quiere dejar algún recado?
– Dígale que me llame. -Grabel le dio su número. Era difícil que Dominique lo reconociese-. En cuanto llegue.
Grabel colgó y miró el reloj. Le quedaban quince minutos para la próxima copa.
¿Por qué no le había llamado Mitch? Sólo podía haber una razón: la bruja de su mujer no le había dado el recado. No era de extrañar que Mitch estuviese liado con aquella mujer con la que le vio salir de la Parrilla. Entonces se le ocurrió que allí era donde podría encontrarlo. Desde aquella noche no tenía las ideas claras. Pero Mitch lo entendería, él sabría qué hacer.
Descolgó el teléfono y marcó el número. En cuanto empezó a sonar, colgó. Con el sistema telefónico de la Parrilla nunca se sabía quién estaría escuchando. Volvió a mirar el reloj. Diez minutos todavía. Pero no podía volver allí, de ninguna manera. Tenía miedo, le asustaba lo que pudiera pasarle. ¿Y si todo eran imaginaciones suyas? ¿Qué le harían entonces? Eso era casi tan espantoso como la otra posibilidad.
Kay Killen se pasó la víspera de la inspección previa de Ray Richardson en la sala del consejo de administración de la planta veintiuno, comprobando en el ordenador los planos bidimensionales y los modelos tridimensionales de la Parrilla. También miró la grabación visual del proyecto en disco compacto, por si Richardson deseaba analizar en detalle cualquier parte del proceso o mostrar la evolución del proyecto. Incluso se las había arreglado para que transportasen la maqueta principal del edificio desde las oficinas de Richardson y Asociados de Sunset a la sala de juntas de la Parrilla, sin contar las réplicas de tamaño natural de determinados elementos utilizados en la construcción. Cuando Ray Richardson andaba de por medio, más valía estar preparado para cualquier eventualidad.
Ya era tarde cuando terminó, pero Mitch, Tony Levine, Helen Hussey y Aidan Kenny se quedaron dando los últimos retoques al programa de inspección. Se alegraba de salir del edificio. Aunque acostumbrada a trabajar hasta tarde en oficinas vacías, en la Parrilla había algo por la noche que no le gustaba nada. Siempre había sido sensible al ambiente, cosa que atribuía a su ascendencia celta y, a diferencia de los demás componentes del equipo de proyecto, estaba más que dispuesta a creer en el feng shui. Kay no veía nada malo en que se construyesen edificios en armonía con el entorno ni en que el hombre aprovechase las ventajas de la naturaleza. Que se respetase el espíritu de la tierra no era, en su opinión, más que otro tipo de ecologismo. En su fuero interno, estaba convencida de que el edificio mejoraría mucho cuando se realizasen plenamente las modificaciones solicitadas por la asesora de feng shui.
Cuando llegó al cavernoso garaje, el corazón le latía con fuerza y empezó a sentirse un poco mareada. Los espacios públicos, sobre todo de noche, la ponían nerviosa. Viviendo en Los Ángeles, se dijo, no era tan raro. Pero no se trataba de una simple paranoia urbana. Kay padecía de una forma benigna de agorafobia. Y saber que aquello solía pasarle a veces no le facilitaba las cosas. Ni el hecho de que su coche, un Audi nuevo, se negase a arrancar.
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