Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Mitch torció por una curva bordeada por una valla de cemento color miel y cortada por una pasarela que, saltando un arroyo, conducía a la puerta principal, frente al lejano océano.

Un hombre y una mujer, que Mitch reconoció vagamente como estrellas de la música pop inglesa, bajaron a caballo por el sendero y le dieron los buenos días. Ésa era otra de las razones por las que a Mitch le gustaba el Canyon. Allá arriba, la riqueza era más afable, sin duda indiferente a la obsesión por la arquitectura estilo búnker que caracterizaba al resto de Los Ángeles. No se veía ni una cámara de seguridad ni un alambre de espino. Allá arriba, para protegerse de la presunta amenaza de los desclasados, la gente contaba con la altura de los cerros, la lejanía del centro y las discretas patrullas armadas.

Mitch cruzó la pasarela. No le entusiasmaba renunciar a su descanso dominical y pasarse la mañana hablando de trabajo, aunque significara una rara invitación a almorzar en casa de Richardson. Ray le había dicho que sólo era para distraerse y pasar un rato tranquilos, pero Mitch no se lo tragaba. Ray Richardson únicamente estaba tranquilo cuando dormía, cosa que parecía necesitar muy poco.

La invitación también incluía a Alison, pero la antipatía que ella sentía por Richardson era tan aguda que ni siquiera soportaba estar en la misma habitación que él. Al menos, pensaba Mitch, no tendría que pasarse la tarde del domingo mintiéndole sobre dónde había estado por la mañana.

Llamó y corrió el panel de vidrio sin marco.

Encontró a Ray Richardson en su estudio, arrodillado en el suelo de pizarra azul, examinando los dibujos de otro proyecto -un helipuerto en pleno centro de Londres- que aún estaban saliendo de la impresora láser de gran tamaño, y dictando notas a Shannon, su secretaria de ojos verdes.

– ¡Mitch! -le saludó animadamente-. ¿Por qué no subes al salón? Yo iré enseguida. La oficina de Londres me ha enviado por correo electrónico estos dibujos y debo echarles una mirada antes de su reunión de mañana por la mañana. ¿Quieres una copa, colega? Rosa te la traerá.

Rosa era la criada salvadoreña de Richardson. Mitch se la encontró camino del salón, una mujer menuda y delgada con uniforme de color rosa. Pensó en un zumo de naranja, pero luego recordó la tarde que le esperaba en casa.

– Rosa, ¿podría traerme una jarra de margarita bien fría?

– Sí, señor, ahora mismo.

En el salón buscó un sitio donde sentarse. Había seis sillas blancas de respaldo recto agrupadas en torno a una mesa de comedor. Una poltrona de cuero y acero inoxidable y, en dos lados de una mesa de cristal cuadrada, dos pares de sillas Barcelona, como doble homenaje al gran Mies van der Rohe. Mitch probó una de ellas e inmediatamente recordó por qué se había deshecho de la suya.

De la mesa de cristal cogió un ejemplar de LA Living y se cambió a la poltrona. Era un número del que le habían hablado pero que no había visto aún: el que mostraba a Joan Richardson desnuda en un sofá diseñado por ella misma, tumbada como una grande odalisque -sobre todo grande, pensó-; el número que había motivado su querella contra los editores por no haber retocado los amplios rizos de vello púbico que se distinguían claramente en la base de sus gordas nalgas de Madre Tierra.

Con los delicados piececitos, las piernas ensanchadas en sus caderas de percherona, el breve círculo de su cintura que se agrandaba en el espectacular delta de los pechos y unos hombros gigantescos, Joan Richardson se parecía mucho a la estatua de bronce de Fernando Botero instalada frente a la Parrilla. La revista Los Angeles había llamado a la gorda dama de bronce «Venus de los cuartos traseros». Pero en la oficina la llamaban J. R.

Rosa volvió con la jarra de margarita y la dejó en la mesa junto con un vaso. Mitch bebió despacio, a pequeños sorbos, pero al cabo de una hora, cuando Richardson terminó con lo que estaba haciendo, la jarra estaba vacía. Mitch observó que Richardson se había cambiado de ropa y ahora llevaba pantalones y botas de montar. Se parecía a un director tiránico de la época del cine mudo: D. W. Griffith, o Eric von Stroheim. Lo único que le faltaba era el megáfono.

– Vale, Mitch -dijo, frotándose las manos-. Vamos a almorzar. ¡Rosa! -Le rodeó familiarmente los hombros con el brazo-. Bueno, ¿cómo estás, colega?

– Muy bien -contestó Mitch con una tenue sonrisa, aunque estaba enfadado por haber esperado tanto-. ¿Has estado montando a caballo?

– Ah, ¿te refieres a este atuendo? No, es que juego al polo a las doce.

Mitch miró su reloj.

– Son las once y cuarto, Ray -dijo en un tono que no disimulaba la reprobación.

– ¡Joder! Esos dibujos me han entretenido más de lo que pensaba. Bueno, aún podemos pasar media hora juntos, ¿verdad? Es que ya no hablamos, ¿sabes? Deberíamos reunirnos más a menudo. Y ahora que el edificio Yu está casi terminado, lo haremos. Seguro. Tenemos por delante nuestras más grandes realizaciones, estoy convencido.

– Me gustaría dedicarme a proyectar -repuso Mitch-. Quizá esa fábrica que la Yu quiere construir en Austin.

– Pues claro, Mitch, no faltaba más. -Richardson se sentó en una de las sillas Barcelona-. Pero, mira, todo el mundo es capaz de proyectar. Y para un buen coordinador técnico se necesita un arquitecto especial. Que plasme esos abstrusos conceptos arquitectónicos en instrucciones prácticas para los pobres gilipollas que van a construirlos. ¿Te acuerdas del tejado que proyectó el idiota de Grabel? Menuda mierda. Y tú lo arreglaste, Mitch. A Grabel le pareció el mismo tejado que antes. No entendía que el proyecto original era imposible de realizar. Fuiste tú, Mitch, quien se ocupó de ello, quien examinó las diversas variantes y encontró la mejor solución para llevarlo a cabo. La mayoría de los proyectistas no hacen más que masturbarse. Sé de lo que hablo. Proyectan algo porque les parece bonito, pero tú, Mitch, coges algo bonito y le das un aspecto real. Estás aburrido. Sé que te aburres desde hace algún tiempo. Siempre pasa lo mismo al final de un trabajo. Pero será distinto cuando empieces algo nuevo. Y no olvides que en este trabajo recibirás una parte sustancial de los beneficios. No te olvides de eso, Mitch. Después de declarar a Hacienda te quedará un buen cheque.

Llegó Rosa con una bandeja. Mitch se sirvió zumo de naranja y kedgeree, * y empezó a comer. Se preguntó si no sería aquel discursito de ánimo el verdadero motivo de la invitación. Desde luego estaba claro que Richardson no podía perder otro socio importante de la empresa a continuación de Allen Grabel. Y Ray tenía razón al menos en una cosa: era difícil encontrar buenos coordinadores técnicos como Mitch.

– ¿Cuándo es la inspección para la entrega de llaves? -preguntó Richardson, sirviéndose él también un vaso de zumo de naranja.

– Del martes en ocho días.

– Hmm. Lo que yo pensaba. -Richardson levantó el vaso y añadió-: Salud.

Mitch bebió el suyo de un trago.

– Dime una cosa, Mitch. ¿Sigues viendo a Jenny Bao?

– Sería difícil no verla. Es la asesora de feng shui del proyecto Yu.

Richardson le dirigió una desagradable sonrisa.

– Venga, Mitch, ya sabes a lo que me refiero. Te la estás follando. ¿Y por qué no, coño? A mí me parece que eres un tío con suerte. Es una chica preciosa. No me importaría tirármela. Siempre me ha apetecido una china, pero nunca me he jodido a ninguna. ¿Crees que va para largo?

Mitch permaneció un momento en silencio. Parecía inútil negarlo, así que dijo:

– Espero que sí.

– Bien, bien. -Richardson sacudió la cabeza-. ¿Lo sabe Alison?

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