Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– ¿Me va a detener? ¿Por qué?

Curtis volvió a Cheng de espaldas y, con gesto hábil, le esposó una mano.

– …y que cualquier cosa que digas podrá utilizarse contra ti en el tribunal. Y que tienes derecho a un abogado.

– Pero ¿qué es esto? ¿Está loco?

– Ésos son tus derechos, aborto. Y ahora te diré lo que vamos a hacer. Voy a esposarte a esa farola y luego iré por mi coche y vendré a recogerte. Te llevaría conmigo, pero me figuro que tus amigos se enardecerían al verte detenido y estoy seguro de que no quieres armar alboroto. Por no hablar del bochorno que sufrirías. Así sólo pasarás vergüenza ante algún transeúnte desconocido.

Curtis pasó el delgado brazo de Cheng alrededor de la farola y cerró la otra esposa.

– ¡Está como una puta cabra!

– Además, mientras voy y vengo podrás pensar un poco en esa historia que me has contado. Tendrás tiempo de reflexionar. Y pensar en otra. -Curtis miró el reloj-. Volveré dentro de cinco minutos. Diez, como mucho. -Señaló hacia la Parrilla, que se erguía sobre ellos empequeñeciendo a los edificios que tenía alrededor-. Si te preguntan, te has parado a admirar la arquitectura.

– ¡Qué chorrada!

– En eso estamos de acuerdo, muchacho.

– La cinta está en marcha, Frank.

Cheng Peng Fei recorrió con la mirada la sala de vídeo de New Parker Center.

– ¿Qué cinta?

– Estamos grabando en vídeo este interrogatorio -dijo Curtis-. Para la posteridad. Aparte de para tu protección. ¿Es éste tu mejor perfil?

Coleman se sentó junto a Curtis y frente a Cheng Peng Fei a una mesa en la que sólo había un objeto: una manivela para desmontar ruedas metida en una bolsa de plástico. Cheng hacía como si no la viese.

– Así tu abogado no podrá alegar que te hemos hecho confesar sacudiéndote con esa manivela -intervino Coleman.

– ¿Qué tengo que confesar? No he hecho nada.

– Declara tu nombre y tu edad, por favor.

– Cheng Peng Fei. Veintidós años.

– ¿Deseas que esté presente un abogado?

– No. Como he dicho, no he hecho nada.

– Esta manivela es tuya, ¿verdad? -preguntó Coleman.

– ¿Sería usted capaz de reconocer la suya? -replicó Cheng, encogiéndose de hombros.

– La tuya no está en el maletero de tu coche -observó Coleman- Lo he comprobado. Esta herramienta fue arrojada contra el parabrisas del coche de Mitchell Bryan, un arquitecto que trabaja en el edificio de la Yu Corporation. Un Lexus color burdeos. Y tiene tus huellas.

– Bueno, si es mi manivela, las tendrá, ¿no? Tuve un pinchazo y cambié la rueda. Luego me fui y la dejé en la calle.

– El incidente con la manivela ocurrió en el aparcamiento del restaurante Mon Kee, en North Spring Street -dijo Coleman-. Sólo a unas manzanas de la Parrilla.

– Si usted lo dice.

– Al registrar tu apartamento, encontramos un recibo de Mastercard por una cena que te sirvieron allí la misma noche que rompieron el parabrisas de Bryan.

Chen Peng Fei permaneció un momento en silencio.

– De acuerdo. Rompí un parabrisas. Pero eso es todo. Sé lo que tratan de hacer. Pero aunque su premisa sea correcta y yo rompiera el parabrisas de alguien que trabaja en la Parrilla, de ello no se desprende que su conclusión de que yo haya matado a un empleado de ese edificio sea cierta en absoluto. Ni diez mil premisas semejantes bastarían para establecer esa conclusión.

– ¿Estudias Derecho, por casualidad? -preguntó Curtis.

– Empresariales.

– Pues tienes razón, desde luego -concedió Curtis-. Esa manivela no seía prueba suficiente, por sí sola. Claro que a nosotros nos facilitaría las cosas demostrar que tenías un motivo: tu fanática oposición a la Yu Corp y a sus empleados.

– Chorradas.

– ¿Dónde estuviste anoche, Cheng?

– Me quedé en casa leyendo un poco.

– ¿Qué leíste?

– Cultura de la organización y liderazgo, de Edgar H. Schein.

– ¡No me jodas!

– ¿Algún testigo?

– Estuve estudiando, no de juerga. Leyendo un libro.

– ¿Qué bebes cuando te vas de juerga? -inquirió Coleman.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– ¿Cerveza?

– A veces, sí. Cerveza china. La cerveza americana no me gusta.

– ¿Whisky?

– Claro. ¿Y quién no?

– Yo. No lo puedo soportar -admitió Coleman.

– ¿Y qué prueba eso? Yo bebo whisky, usted no bebe whisky, él bebe whisky. Parece mi curso de inglés. ¿Probamos el pretérito indefinido?

– ¿Bebes mucho whisky?

– ¿Te has bebido alguna vez una botella con un amigo?

– No soy esa clase de bebedor.

– ¿Qué me dices de Sam Gleig? ¿Alguna vez te has bebido una botella con él?

– Da la impresión de que son ustedes quienes le han estado dando a la botella. Yo nunca le he pedido ni le he dado nada. Ni siquiera la hora. -Cheng suspiró y se inclinó sobre la mesa-. Oigan, reconozco haber roto el parabrisas. Lo siento mucho. Fue una estupidez. Había tomado unas copas. Pagaré los daños y perjuicios. Pero nunca he visto a ese tipo, tienen que creerme. Lamento que haya muerto, pero yo no tengo nada que ver con…

Curtis había desplegado una fotocopia en color de la fotografía generada por el ordenador y la colocó en la mesa, junto a la manivela. Cheng la miró fijamente.

– Muestro al sujeto una fotografía suya y de la víctima tomada en el vestíbulo del edificio Parrilla.

– ¿Qué coño es esto?

– ¿Niegas que seas tú?

– ¿Negarlo? Pues claro que lo niego. Esto debe ser un montaje. Una composición fotográfica. Oiga, ¿adónde quiere ir a parar?

– No quiero ir a parar a ningún sitio -replicó Curtis-. Sólo quiero averiguar la verdad. Así que, ¿por qué no lo admites, Cheng?

– Yo no admito nada. Eso es mentira.

– Entraste en la Parrilla con una botella de whisky para Sam Gleig. Supongo que ya os conocíais de antes. Os traíais algo entre manos. ¿Qué era? ¿Droga? ¿Un poco de heroína china, traída de casa?

– ¡Qué chorrada!

– O a lo mejor querías un favor. Que hiciera la vista gorda cuando pasaras a librarte de otra manivela. A romper algo. Pagándole por la molestia, naturalmente. Y quizá ibas a golpear a Sam para que todo resultase más convincente. Sólo que le diste demasiado fuerte. Luego te entró el pánico y te largaste enseguida. ¿No es eso lo que pasó?

Cheng negaba con la cabeza. Estaba al borde de las lágrimas.

– Alguien está tratando de incriminarme -aseguró.

– No eres tan importante, chinito -dijo Coleman, con una risita de desprecio-. ¿Quién querría incriminarte?

– ¿No está claro? Pues la Yu Corporation, ¿no? Son muy capaces, créame. Librándose de mí, a lo mejor se libraban de las protestas. Son mala publicidad para ellos.

– Y supongo que un asesinato en el edificio de sus oficinas es buena publicidad, ¿no? -dijo Curtis-. Además, tú y tus amigos ya no sois noticia. Deberás encontrar algo mejor, estudiantillo.

– Vamos, Cheng -terció Nathan Coleman-. Confiésalo. Fuiste tú quien le abrió la cabeza. No creemos que lo hicieras a propósito. No eres de ésos. Fue un accidente. Hablaremos con el fiscal y haremos que reduzcan la acusación a homicidio en segundo grado. Tu papá pagará un buen abogado, quien alegará ante el tribunal que estudiabas demasiado, y probablemente te caerán de dos a cinco años como máximo. A lo mejor te trasladan a una cárcel privada y terminas los estudios antes de que te deporten a casa.

Cheng Peng Fei examinó atentamente la fotografía y negó con la cabeza.

– No puede ser, estoy soñando -dijo, y luego añadió-: Quizá sea mejor que llame a un abogado, después de todo.

Los dos inspectores suspendieron el interrogatorio y salieron al pasillo lleno de gente que había frente a la puerta de la sala de vídeo.

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