Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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– Con frecuencia me quedo trabajando hasta tarde, y a veces charlábamos un poco. Sobre todo de deportes: los Dodgers. Y alguna vez iba a las carreras, a Santa Anita, creo. Una vez me dio un soplo. Pero no jugaba mucho. Diez dólares aquí y allá. -Sacudió la cabeza-. Es horroroso que haya pasado esto.

Curtis no dijo nada. A veces era mejor así. Se dejaba que el interlocutor rompiera el silencio con la esperanza de que dijese algo útil o interesante: algo que a uno no se le habría ocurrido preguntar.

– Pero mire, aunque vendiese droga, como sugiere usted, él no consumía. De eso estoy absolutamente seguro, en cualquier caso.

– Ah, ¿y por qué está tan seguro, señor Bryan?

– Por este edificio, por eso -repuso Mitch, frunciendo el ceño-. Esto que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?

Curtis asintió con aire paciente.

– Bueno, pues al proyectar este edificio instalamos módulos en los servicios con arreglo a las especificaciones de nuestro cliente.

– He oído hablar de esos servicios. El despacho integrado es una cosa. Pero lo del retrete integrado no es lo mismo. -Soltó una risita-. A mi compañero casi le lavan el culo al vapor.

Mitch rió.

– Todavía hay que ajustar convenientemente algunas unidades. Pueden dar alguna buena sorpresa. Aun así, es lo último que se ha inventado. Y es mucho más que una ducha de agua caliente, se lo aseguro. La tabla del asiento toma la presión sanguínea y la temperatura corporal, y la taza del retrete posee un dispositivo que hace un análisis de orina. En realidad, el ordenador comprueba que la persona no… Mire, se lo enseñaré. -Mitch se inclinó hacia el ordenador y seleccionó una serie de opciones con el ratón-. Ahí lo tiene. Azúcar, acetona, creatina, compuestos nitrogenados, hemoglobina, mioglobina, aminoácidos y metabolitos, ácido úrico, urea, urobilina y coproporfirinas, pigmentos biliares, minerales, grasas y, por supuesto, una gran variedad de sustancias psicotrópicas: desde luego, todas las prohibidas por la Oficina Federal de Narcóticos de los Estados Unidos.

– ¿Eso pasa siempre que uno va al meadero?

– Siempre.

– ¡Joder!

– Por ejemplo, una persona en la que se inicie una diabetes tendrá un nivel alto de acetona en la orina, una enfermedad así podría tener consecuencias en sus prestaciones laborales, por no hablar del seguro médico de la empresa.

– Y con las drogas, ¿qué pasa si el análisis es positivo?

– En primer lugar, el ordenador bloquea el terminal de esa persona y le deniega el uso de ascensores y teléfonos. Sólo para reducir los perjuicios que pueda causar a la empresa cualquier posible negligencia. Luego informa de la infracción a su superior. De él depende la suerte de esa persona. Se trata de un análisis muy preciso. Muestra todo lo que se ha consumido durante las últimas setenta y dos horas. Los fabricantes insisten en que es tan fiable como la prueba con analina, y quizá más aún.

Curtis seguía abriendo y cerrando la boca como un pez sorprendido. Lo que le extrañaba era que ninguno de los polis que trabajaban en el sótano hubiera dado positivo. Sabía que Coleman fumaba hierba de vez en cuando. Y muy probablemente algunos de los otros también. Ya se imaginaba la cara del comisario cuando algún periódico revelase que los agentes que investigaban un asesinato habían sido denunciados por consumo de drogas por el edificio inteligente donde se había cometido el crimen.

Mitch bebió un sorbo de café, disfrutando del asombro del policía.

– Así que ya ve -dijo al fin-. Es imposible que Sam tomara drogas.

Curtis seguía sin convencerse.

– A lo mejor salía a mear a la plaza o a cualquier otra parte.

– Lo dudo -repuso Mitch-. La plaza está vigilada por cámaras de seguridad y el ordenador está programado para dar la alerta sobre ese tipo de cosas. Si el circuito cerrado capta algo, el ordenador tiene instrucciones de llamar a la policía. Sam lo sabía. No puedo imaginarme que corriera ese riesgo.

– No, supongo que no -sonrió Curtis-. Vaya, seguro que en la central les encantaría contar con usted.

– Créame. Sam estaba limpio.

Curtis se levantó y se dirigió a la ventana.

– Quizás tenga razón -concedió-. Pero alguien lo mató. Aquí. En el edificio de su cliente.

– Me gustaría ayudarle -dijo Mitch-. Si puedo hacer algo, no tiene más que decírmelo. Mi empresa tiene tantos deseos de aclarar este asunto como usted, créame. Da mala impresión. Como si el edificio no fuese tan inteligente, después de todo.

– Eso mismo he pensado yo.

– ¿Puedo preguntarle qué va a decir a los medios de comunicación?

– Todavía no lo he pensado -repuso Curtis-. Eso depende más bien de mi superior y del departamento de prensa.

– ¿Podría pedirle un pequeño favor? Cuando decida informarles, le ruego que tenga cuidado con las palabras que emplee. Sería verdaderamente lamentable que concibieran la idea de que lo sucedido es culpa del edificio, ¿comprende? Porque, según lo que me ha dicho, parece que Sam Gleig hizo entrar en el edificio a su propio asesino, por el motivo que fuese. Le agradecería que lo tuviese presente.

Curtis asintió de mala gana.

– Haré lo que pueda. A cambio, hay algo que podría hacer por mí.

– Lo que sea.

– Quisiera el expediente personal de Sam Gleig.

Junto a los ascensores de la planta veinticinco había una vitrina que contenía la estatua de bronce dorado de un monje chino. Curtis se detuvo un momento a admirarla antes de reunirse con Mitch en el ascensor.

– El señor Yu es un gran coleccionista. Habrá una obra como ésa en cada piso.

– ¿Qué es lo que tiene en la mano? -preguntó Curtis-. ¿Una regla de cálculo?

– Creo que es un abanico plegado.

– El aire acondicionado de los antiguos, ¿eh?

– Algo así. Al centro de datos, Abraham, por favor -ordenó Mitch.

Las puertas se cerraron con un callado silbido.

– Oiga -dijo Mitch-, no quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, pero ¿no hay otra explicación posible de lo que ha sucedido? Es decir, aparte del pasado de Sam Gleig.

– Soy todo oídos -dijo Curtis.

– Pues es que tanto Ray Richardson como la Yu Corporation tienen sus enemigos. Con Ray se trata de ciertos rencores personales. Gente que aborrece los edificios que construye. Por ejemplo, bajo los cimientos hay una piedra angular con un compartimiento lleno de recuerdos de nuestra época, y una de las cosas que contiene son cartas insultantes que ha recibido. Y tiene empleados que le odian.

– ¿Y usted se cuenta entre ellos?

– No, yo le admiro mucho.

– Creo que eso contesta a mi pregunta -sonrió Curtis.

Mitch se encogió de hombros con aire de disculpa.

– Es una persona difícil.

– La mayoría de los ricos lo son.

Mitch no contestó. Se detuvo el ascensor y salieron a un pasillo donde, exactamente en el mismo sitio, había una vitrina recién instalada que contenía una cabeza de caballo de jade.

– ¿Y la Yu Corp? -inquirió Curtis de pronto-. Ha dicho que también tenía enemigos. ¿Se refería a esos chicos de la entrada?

– Creo que eso es sólo la punta del iceberg -contestó Mitch, mientras le hacía pasar a la galería que daba al atrio-. En ciertas partes de la costa asiática del Pacífico, los negocios pueden ser bastante duros. Por eso todos los cristales de este edificio son a prueba de balas. Y por eso tenemos unos sistemas de seguridad tan estrictos. -Se detuvo y señaló hacia abajo-. Fíjese en el atrio. En realidad es un engañabobos. Da la impresión de una empresa abierta al público, pero al mismo tiempo sirve de barrera de seguridad. Hay un holograma en el mostrador de recepción para impedir una posible toma de rehenes.

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