Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Le dije a Scheuer que condujese hacia al norte por la Perleberger Strasse, con la intención de cruzar el canal en Fennbrücke, pero un edificio en la esquina de la Quitzowstrasse se había derrumbado sobre la calle y la policía local y la brigada de bomberos nos obligaron a ir al sur por la Heide Strasse.

– Será mejor no cruzar el canal por Invalidenstrasse -advertí a Scheuer-. Por razones obvias.

Invalidenstrasse, en el lado oriental del canal, era territorio de la República Democrática Alemana, y una furgoneta casi nueva llena de americanos -por no mencionar una ambulancia con hombres armados- atraería una atención indeseada por parte de los Grepos.

– Vaya al oeste por Invalidenstrasse, hasta Old Moabit, y luego a la derecha, por Rathenower Strasse. Cruzaremos el canal por el puente Föhrer. Si es que todavía está allí. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve por aquí. Cada vez que vengo a Berlín parece distinto que la vez anterior.

Scheuer gritó a los dos que iban en la parte de atrás.

– Es por eso que Günther va en este asiento. Para decirnos por dónde tenemos que ir.

– Yo también sé a dónde me gustaría decirle que se fuese -protestó Hamer.

Scheuer me sonrió.

– No le cae bien -dijo.

– No importa. A mí me pasa lo mismo con él.

En Rathenower pasamos por delante de un edificio muy grande en forma de estrella y aspecto severo que se alzaba a nuestra izquierda.

– ¿Qué es aquello? -me preguntó.

– La cárcel de Moabit -respondí.

– ¿Y el otro edificio?

Se refería a un gran edificio casi en ruinas al norte de la prisión, una enorme fortaleza que se prolongaba hacia al oeste por Turm Strasse, a lo largo de unos cien metros.

– ¿Aquello? -Sonreí-. Allí es donde comenzó toda esta asquerosa historia. Es la Corte Criminal Central. En mayo de 1931 había coches de la policía aparcados a lo largo de toda la calle. Y polis en todas partes, dentro y fuera del edificio. Pero la mayoría se quedaron fuera, porque era donde las secciones de asalto nazis se habían congregado. Un par de miles de personas. Quizá más. Los periodistas se apelotonaban ante las grandes puertas de la entrada.

– Se estaba celebrando un juicio importante, ¿verdad?

– El juicio del Eden Dance Palace -respondí-. En realidad, era un caso rutinario. Cuatro nazis habían intentado asesinar a unos cuantos comunistas en una sala de baile. En 1931, aquello era algo que ocurría casi todos los días. No, era el testigo de la fiscalía lo que le confería tanta importancia a aquel caso, y por eso había tantos polis y nazis presentes. El testigo era Adolf Hitler, y el abogado de la fiscalía quería demostrar que Hitler era la fuerza maligna que había detrás de toda esa violencia de los nazis contra los comunistas. Hitler siempre estaba proclamando públicamente su compromiso con la ley y el orden, y la fiscalía quería demostrar que era mentira. Así que citaron a Hitler como testigo.

– ¿Estuvo usted allí?

– Sí. Pero yo estaba más interesado en los cuatro acusados y en lo que podían declarar sobre otro asesinato que estaba investigando. Pero le vi, sí. Tal vez iba a ser la única ocasión en que Hitler tendría que responder de sus crímenes ante un tribunal. Llegó a la sala vestido con un traje azul, y durante varios minutos se comportó como un ciudadano respetuoso con la ley. Pero poco a poco, a medida que avanzaba el interrogatorio, comenzó a contradecirse y a perder la compostura. Las SA, proclamó, tenían prohibido cometer o provocar actos de violencia. Muchas de sus respuestas provocaron incluso la risa del público. Por último, después de declarar durante cuatro horas, Hitler perdió el control y comenzó a gritarle al abogado que lo interrogaba. Que resultó ser judío.

»Ahora bien, de acuerdo con la ley alemana, el juramento se pronuncia después de prestar declaración, no antes. Cuando Hitler juró que había dicho la verdad -que buscaba acceder al poder político por medio de métodos legales y democráticos- fueron muy pocos los que le creyeron. Yo sé que no le creí. Estaba claro para cualquiera de los que estábamos allí que Hitler era cómplice de la violencia de las SA, y supongo que se podría decir que fue entonces cuando comprendí que nunca podría llegar a ser un nazi ni creer a un mentiroso furibundo como Hitler.

– ¿A qué se refiere al decir que fue ahí donde comenzó toda esta historia?

– La historia de Mielke. O mejor dicho, mi historia con Mielke. Si yo no hubiese estado aquel día en la Corte Criminal Central quizá no habría pensado que valía la pena ir a la cárcel de Tegel, un par de semanas más tarde, para interrogar a uno de los cuatro acusados de las SA. Si no hubiese ido a Tegel aquel día, tal vez no habría visto a unos hombres de las SA salir de un bar en Charlottenburg y no los hubiese seguido. En cuyo caso, nunca hubiese visto a Erich Mielke ni le hubiera salvado la vida. Es a eso a lo que me refiero.

– Por todo lo que ocurrió después -señaló Hamer-, todo habría ido mejor si hubiera dejado que lo matasen.

– En ese caso nunca hubiese tenido el placer de conocerle, agente Hamer.

– Olvídese del «agente», Günther -intervino Scheuer-. A partir de ahora todos somos «señor», ¿de acuerdo?

– ¿Eso incluye a Herr Hamer?

– Siga tocándome las narices, Günther, arrogante cabrón alemán -dijo Hamer-, y verá dónde acaba. Casi estoy deseando que Erich Mielke no aparezca. Sólo para ponerlo a usted en su sitio. Por no mencionar el placer de que se quede sin sus veinticinco mil dólares.

– Vendrá -afirmé.

– ¿Cómo está usted tan seguro? -preguntó Hamer.

– Porque ama a su padre, por supuesto. No espero que comprenda algo como eso, Hamer. Primero tendría que saber quién es su padre.

– ¡Hamer! -dijo Scheuer-. Le ordeno que no responda. ¡Günther, ya está bien! -Señaló al frente-. ¿Y ahora hacia dónde vamos?

– Primero a la izquierda, por la Quitzow Strasse, y después a la derecha por la Putlitzstrasse.

Nos dirigimos hacia el oeste dejando el Ringbahn a nuestra derecha, con el pequeño tren rojo y amarillo traqueteando hacia la estación de Putlitzstrasse a lo largo del arcén verde y por las vías llenas de hierbajos. La estación de ladrillo rojo, con su gran ventana arqueada y la torre, parecía más una abadía medieval que una estación de ferrocarril.

Anochecía deprisa, y a la débil luz verdosa de las farolas del Föhrer Brücke, que parecían mantis religiosas, entramos en Wedding. Con sus plantas textiles, destilerías de cerveza y enormes fábricas de electrónica, Wedding había sido el corazón industrial de Berlín y un baluarte comunista. En 1930, el cuarenta y tres por ciento de los electores de Wedding, muchos de ellos abocados al paro a causa de la Gran Depresión, habían votado por el KPD. Una vez había sido uno de los bezirks más superpoblados de Berlín; ahora, sin mostrar ninguna señal del resurgir económico que había llegado al sector americano, Wedding parecía casi desierto, como si todo se lo hubiesen llevado los barcos de los conquistadores. En realidad, Berlín siempre se va a la cama temprano, sobre todo en invierno, pero nunca al atardecer.

Scheuer golpeó el volante entusiasmado cuando entramos en la Trift Strasse.

– No me puedo creer que de verdad vayamos a pillar a ese tipo -dijo-. Vamos a atrapar a Mielke.

– ¡Joder, sí! -añadió Frei, y gritó de alegría.

Los tres formaban un equipo de baloncesto, e intentaban darse ánimos ante un partido importante.

– Si usted supiese, Günther -añadió Scheuer-, lo que este tipo es capaz de hacer. Le gusta torturar a las personas él mismo. ¿Lo sabía?

Sacudí la cabeza.

– Les Bauer -continuó Scheuer-, miembro del partido desde 1932, fue arrestado en 1950 y Mielke lo apaleó como a un perro. Los rusos sentenciaron a Bauer a muerte, y la única razón por la que está vivo es porque Stalin murió. Y Kurt Müller, jefe del KPD en Baja Sajonia: la Stasi lo atrajo a Berlín Occidental para una reunión del partido y luego lo acusó de ser un trotskista. Mielke también lo torturó. El pobre Müller ha pasado los últimos cuatro años en una celda de aislamiento, en la prisión de la Stasi en Halle. La llaman el Buey Rojo. No quiera saber lo que Mielke les ha hecho a los agentes de la CIA que han capturado. Mielke podría ser un auténtico carnicero de la Gestapo. Dicen que tiene un busto de Dzerzhinsky en su despacho. ¿Lo sabía? El primer jefe de la policía secreta bolchevique. Créame, este tipo hace que su amigo Heydrich parezca un aficionado. Si pillamos a Mielke podremos desmontar toda la Stasi.

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