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Philip Kerr: Gris de campaña

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Philip Kerr Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Esperó con cautela casi cinco minutos, y después de consultar su reloj, sacó una linterna y la apuntó al edificio opuesto. Casi de inmediato su señal fue respondida por tres destellos cortos de una pequeña luz verde, y al otro lado de la calle se abrió una puerta. Los tres prisioneros americanos fueron llevados al otro lado, y sólo cuando asomé la cabeza fuera de la puerta comprendí que estábamos en Liesenstrasse, y que el edificio del lado opuesto de la calle se encontraba en el sector ruso.

En el momento en que empujaron al último de los tres americanos al interior del edificio, a través de la oscuridad que ahora lo envolvía todo, pude ver una figura oronda que permanecía de pie en el umbral. Miró a un lado y a otro de la calle, y luego me hizo una seña.

– Ven -dijo-. Rápido.

Era Erich Mielke.

40

BERLÍN, 1954

Era más bajo de lo que recordaba y también más fornido; se trataba de un hombre poderoso y bien plantado sobre sus pies, con aspecto de boxeador. Tenía el pelo corto y ralo. Trató de esbozar una sonrisa que pareció más una mueca sardónica, o como quiera que se llame cuando un hombre puede reírse de cosas que a las demás personas no les parecen en absoluto divertidas.

– Ven -repitió-. Todo está en orden. No corres ningún peligro.

La voz era más profunda y rasposa de lo que recordaba. Pero el acento era casi el mismo de siempre: un berlinés truculento y carente de educación. No daría nada por la suerte de los tres americanos cuando fuesen interrogados por este hombre.

Miré a un lado y a otro de la Liesenstrasse. La ambulancia con los matones de la CIA no se veía por ninguna parte y con toda probabilidad pasarían horas antes de que descubriesen que el equipo de agentes a los que se suponía debían proteger, habían sido secuestrados delante mismo de sus narices. Había que admitirlo, la operación de la Stasi había sido tan limpia como un huevo acabado de poner. En realidad, había sido mi propio plan, si bien había sido idea de Mielke suministrar un guardia fronterizo de Alemania Oriental que se pareciese a su propio padre para que la CIA lo siguiese y nos condujese al apartamento de la Schulzendorfer Strasse donde el equipo de secuestradores de la Stasi los estaría esperando.

La calle estaba despejada pero, en la oscuridad, todavía titubeé antes de cruzarla.

La voz de Mielke reflejaba un tono de impaciencia. Nosotros los berlineses podemos mostrarnos impacientes hasta con un recién nacido.

– Ven, Günther -dijo-. Si tuvieses algo que temer de mí ya estarías esposado como esos tres fascistas, o muerto.

Debía reconocer que lo que decía era cierto, así que crucé la calle.

Mielke vestía un traje azul que parecía de mucha mejor calidad que los trajes que vestían sus hombres. Desde luego, sus zapatos parecían muy caros. Parecían hechos a medida. El nudo de la corbata, muy bien hecho, destacaba sobre la camisa azul claro. Su gabardina seguramente era británica.

Estaba de pie en el umbral de una vieja floristería. Las ventanas estaban tapiadas, pero en el suelo, cubierto de cristales rotos, había una lámpara que daba luz suficiente para ver los jarrones con flores petrificadas o vacíos. A través de una puerta abierta al fondo de la tienda se veía un patio, y al final del patio había una sencilla furgoneta gris aparcada en la que, supuse, habrían metido a los tres agentes americanos. La tienda olía a hierbas y a meadas de gatos, un poco como la pensión que habíamos dejado hacía unos momentos. Mielke cerró la puerta y se puso una gorra de cuero que añadía el adecuado toque proletario a su aspecto. Aunque había un candado de gran tamaño, no cerró la puerta, de lo cual me alegré. Era más joven que yo y probablemente iba armado, y yo no tenía ningún interés en salir de allí por las malas.

Nos sentamos en un par de sillas de madera que habían pertenecido al vestíbulo de alguna iglesia.

– Me gusta tu despacho -dije.

– Es muy conveniente para el sector francés -comentó-. La seguridad aquí prácticamente no existe, y es el punto perfecto para ir y venir entre nuestro sector y el suyo sin que nadie se entere. Por extraño que resulte, recuerdo haber venido a esta floristería cuando era un crío.

– Nunca me pareciste un tipo romántico.

Él sacudió la cabeza.

– Hay un cementerio al final de la calle. Un pariente de mi viejo está enterrado allí. No me preguntes quién. No lo recuerdo.

Sacó un paquete de Roth-Handel y me ofreció uno.

– Yo no fumo -dijo-. Pero supuse que quizás estarías nervioso.

– Muy amable por tu parte.

– Puedes quedarte con el paquete.

Arranqué un poco de tabaco de un extremo del cigarrillo y lo apreté bien entre el pulgar y el índice, como haces cuando no te gusta el sabor. No me gustaba, pero un cigarrillo era un cigarrillo.

– ¿Qué les pasará a los tres americanos?

– ¿Te preocupa lo que pueda pasarles?

– Para mi sorpresa, sí. -Me encogí de hombros-. Puedes llamarlo conciencia culpable, si te apetece.

Se encogió de hombros.

– Lo pasarán bastante mal mientras averigüemos qué saben. Pero acabaremos por intercambiarlos por alguno de nuestros propios hombres. Son demasiado valiosos como para enviarlos a la guillotina, si es eso lo que estás pensando.

– No me digas que todavía la usáis.

– ¿La guillotina? ¿Por qué no? Es un sistema rápido. -Sonrió con crueldad-. Una bala es algo así como el perdón para los enemigos del Estado. Es mucho más rápida que la silla eléctrica. El año pasado Ethel Rosenberg tardó veinte minutos en morir. Dijeron que su cabeza ardió antes de que muriera. Así que dime, ¿qué es más humano? ¿Los dos segundos que tarda en caer la hoja de la guillotina o los veinte minutos en la silla de Sing Sing? -Sacudió la cabeza de nuevo-. No. Tus tres americanos no están esperando el reparto del pan.

Al ver mi expresión de desconcierto, añadió:

– Para no causar a nuestra ciudadanía una alarma innecesaria, enviamos nuestra guillotina a recorrer la República Democrática Alemana en una furgoneta de reparto del pan, de una panadería en Halle. Pan integral. El mejor para la salud.

– El mismo Erich de siempre. Siempre tuviste un extraño sentido del humor. Recuerdo una vez, en el tren a Dresde, que casi me muero de la risa.

– Creo que en aquella ocasión fuiste tú el último en reír. Me impresionó cómo manejaste el asunto. Matar a aquel ruso no era cosa fácil. Pero todavía me impresionó más lo que hiciste después. Cómo le entregaste el dinero a Elisabeth. Para ser sincero, hasta que recibí tu carta no tenía ni idea de que tú y ella habíais sido amigos. En cualquier caso, sospecho que la mayoría de los hombres se hubiesen quedado con el dinero.

»Eso me hizo pensar. Me pregunté a mí mismo qué clase de hombre haría semejante cosa. Desde luego, un hombre que no era el fascista que yo había creído que eras. Un hombre con cualidades ocultas. Un hombre que quizá podría llegar a serme útil. Puede que no estés al corriente de esto, pero hace tres o cuatro años intenté ponerme en contacto contigo, Günther. Para que hicieras un trabajo para mí. Descubrí que habías desaparecido. Incluso oí que te habías marchado a Sudamérica, como todos aquellos cabrones nazis. Así que cuando Elisabeth apareció en mi despacho en Hohenschönhausen con tu carta me llevé una sorpresa muy agradable. Me sorprendí más cuando leí tu carta, por la tremenda audacia de tu propuesta. Si me permites que te lo diga, era una estratagema digna de un auténtico maestro de espías, y te felicito por haberlo conseguido. Y lo que es más, delante de las mismas barbas de los americanos. Ésa es la mejor parte. Tardarán mucho en perdonarte.

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