Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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No dije nada. No había mucho que decir, así que chupé mi cigarrillo y esperé el final. Aquella era la parte que todavía no se había decidido. ¿Qué haría él? ¿Mantendría su parte del compromiso, como había prometido en su propia carta? ¿Me traicionaría como antes? ¿Qué otra cosa me merecía? Yo, el hombre que acababa de traicionar a otros tres hombres.

– Por supuesto, Elisabeth es la razón por la que sabía que podía confiar en ti, Günther -confirmó Mielke-. Si de verdad hubieses sido una creación de los americanos, les hubieses dicho dónde vivía ella y la hubiesen puesto bajo vigilancia. Con la intención de quemarme.

– ¿Quemarte?

– Es como lo llamamos cuando permites que alguien, alguien en los círculos de inteligencia, sepa que tú lo sabes todo de ellos, y que toda su vida se ha convertido en humo. Quemado. También cuando no permites que se enteren.

– Bueno, entonces, supongo que ellos ya habían intentado quemarte.

Parte de lo que le estaba diciendo ahora ya se lo había explicado en la carta que Elisabeth había enviado: cómo la CIA me había preparado para venderle al SDECE, la idea de que Mielke había sido primero un espía de los nazis y más tarde un espía de la CIA, y cómo al mismo tiempo les hice suponer que podía ser capaz de identificar a aquel traidor francés llamado Edgard de Boudel, que había trabajado para el Viet Minh en Indochina. Pero sobre todo se lo volví a decir con la intención de obtener respuestas a algunas de mis propias preguntas.

– Los americanos tienen la idea de que hay un espía comunista infiltrado en la cúpula de la inteligencia francesa y que él podría estar más inclinado a creer lo que les dije, acerca de que tú estabas jugando con dos barajas, si me mostraba capaz de identificar a Edgard de Boudel cuando llegase a Friedland como uno de los liberados de un campo de prisioneros de guerra soviético.

– Pero los americanos abandonaron la idea cuando tú les dijiste lo que pensabas: que creías haber encontrado la manera de que ellos pudieran echarme el guante -dijo Mielke-. ¿Es así?

Asentí.

– Es probable que eso deje tu reputación impoluta.

– Esperemos que sí.

– ¿Hay algún espía infiltrado en la cúpula de la inteligencia francesa?

– Varios -admitió Mielke-. Es como si me preguntases si hay comunistas en Francia. O si Edgard de Boudel de verdad combatió para las SS alemanas y después para el Viet Minh.

– ¿Lo hizo?

– Oh sí. Es una vergüenza que los americanos hayan tenido que decírselo ahora a los franceses. Alguien en el GVL -la nueva organización de inteligencia de Gehlen – tuvo que decírselo. Verás, llegamos a un acuerdo con el GVL y con el canciller Adenauer. El gobierno alemán permitiría que Edgard de Boudel volviese a Alemania a cambio de devolvernos a uno de los nuestros. El asunto funciona así: De Boudel tiene un cáncer que no se puede operar, pero el pobre tipo quiere morir en su Francia natal y ésa parecía ser la mejor manera de hacerlo. Devolverlo de nuevo a Alemania formando parte de una repatriación de prisioneros de guerra, y luego a Francia sin que nadie protestase.

– No parece haber mucho amor entre la CIA y el GVL de Gehlen -opiné.

– Eso parece.

– El hijo alemán parece haberle dado la espalda a su padre americano.

– Sí, por supuesto -asintió Mielke-. Es extraño, pero tú y Elisabeth sois las dos únicas personas que conocíais a mi padre. Ése fue un auténtico toque genial, amigo mío. Porque resulta que mucho de lo que imaginaste es verdad. En realidad no nos vemos mucho.

– ¿Vive en el Este?

– En Potsdam. Siempre se está quejando. Es curiosa tu sugerencia de que él volviese a vivir en Berlín Occidental porque es casi cierta. Claro que tú eres un berlinés. Tú sabes cómo son estas cosas. «Yo no tengo amigos en Postdam», dice. Siempre la misma queja. Y yo le digo: «Mira, papá, no hay nada que te impida ir a Berlín Occidental, ver a tus amigos y volver a casa». Por curioso que parezca, los amigos, sus amigos, creían que yo había muerto. Es lo que le dije a papá que les.contase, allá por 1937. Le dije: «Ve a ver a tus amigos con toda tranquilidad en el Oeste y vive tranquilo en el Este. No hay ningún muro ni nada por el estilo». Por supuesto, desde que cerraron la frontera interior ha comenzado a sospechar que lo mismo podría llegar a pasar aquí en Berlín. Que se quedará atrapado en el lado malo. -Mielke suspiró-. Había otros motivos. Motivos entre padre e hijo. ¿Tu padre todavía vive?

– No.

– ¿Te llevabas bien con él cuando vivía?

– No. -Sonreí con tristeza-. Nunca supimos por qué.

– Entonces ya sabes cómo es eso. Mi padre es el tipo de comunista alemán muy a la antigua, y créeme, son los peores. Fue la huelga de trabajadores del año pasado lo que lo cambió de verdad. La mayoría eran alborotadores, elementos contrarrevolucionarios y algunos provocadores de la CIA. Pero papá no lo veía así.

Dejé caer la colilla al suelo y Mielke la aplastó con el tacón de su zapato, como si fuese la cabeza de un elemento contrarrevolucionario.

– Veo que estamos siendo sinceros el uno con el otro -dijo-. Pero hay algo que no entiendo.

– Adelante.

– ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué los traicionaste? No eres comunista, del mismo modo que no eras nazi. Entonces, ¿por qué?

– Ya me hiciste antes esa misma pregunta, ¿no lo recuerdas?

– Sí que lo recuerdo. Pero sigo sin entenderlo.

– Podrías decir que después de pasar de una prisión americana a otra comencé a odiarlos. Lo podrías decir pero no sería la verdad. Por supuesto, las mejores mentiras contienen una parte de verdad, así que no es del todo falso. Luego podrías decir que no comparto su visión del mundo, y eso tampoco sería del todo falso. En algunos aspectos los admiro, pero me desagrada la manera que tienen de actuar en contra de sus propios ideales. Creo que me gustarían más si fuesen como todos los demás pueblos. En cambio, predican sobre la magnificencia de su puta democracia y el poder de sus libertades constitucionales, mientras que al mismo tiempo intentan follarse a tu esposa y robarte la cartera. Cuando era poli, las sentencias más severas se dictaban contra las personas de las que más se esperaba y que resultaban ser unos ladrones. Abogados, policías, políticos, personas con cargos de responsabilidad. Los americanos son como ellos. Son ladrones que tendrían que haberlo sabido.

»Podrías decir también que estoy cansado de todo este condenado asunto. Durante veinte años me han obligado a trabajar para personas que no me gustaban. Heydrich, el SD, los nazis, el CIC, los Perón, la mafia, la policía secreta cubana, los franceses, la CIA… Lo único que quiero hacer es leer el periódico y jugar al ajedrez.

– ¿Cómo sabes que no te voy a obligar a trabajar para mí? -Mielke se rió-. Desde que me enviaste aquella carta, estás a medio camino de trabajar para la Stasi.

– No trabajaré para ti, Erich, del mismo modo que tampoco trabajaré para ellos. Si me obligas, encontraré la manera de traicionarte.

– Supón que te amenazo con fusilarte, o que te envío a la cárcel a esperar la furgoneta de la panadería. ¿Entonces qué harías?

– Me he formulado la misma pregunta. Me dije: «Supón que te amenaza con matarte si no trabajas para la Stasi». Y decidí que preferiría morir a manos de mis propios compatriotas antes que hacerme rico a sueldo de unos extranjeros. No espero que lo comprendas, Erich. Pero es lo que hay. Así que adelante, haz lo peor de lo que seas capaz.

– Por supuesto que lo entiendo. -Mielke se pegó en el pecho con orgullo-. Ante todo, soy alemán. Un berlinés. Como tú. Por supuesto que lo entiendo. Por una vez, voy a mantener mi palabra ante un fascista.

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