Eso, o algo parecido, ya lo había oído antes, y prácticamente no me importaba. Ésta era su guerra, no la mía. Al fin y al cabo, la Stasi consideraba a los «fascistas» de la CIA igual de peligrosos.
Cuando nos acercábamos al final de la Trift Strasse le dije a Scheuer que doblase a la derecha por la Müller Strasse.
– Ahí está la Wedding Platz -dije.
Al acercarnos al edificio de apartamentos en la esquina de la Schulzenstrasse, Hamer, arrodillado detrás de nosotros, comentó:
– Vaya pocilga. No me puedo imaginar que alguien quiera cambiar una casa en Schönwalde para vivir aquí.
Scheuer, que ya había estado en el piso, le comentó:
– En realidad, por dentro no está mal.
– Bueno, pero sigo sin entenderlo.
Me encogí de hombros.
– No lo entiende porque no es berlinés, Hamer. El padre de Erich Mielke ha vivido en este barrio toda su vida. Lo lleva en la sangre. Es como pertenecer a una tribu o una banda. Para un viejo comunista berlinés como Stallmacher éste es el centro del comunismo alemán. No el cuartel general de la policía en Berlín Oriental. No me extrañaría nada que aún conservara algunos viejos amigos en estas mismas calles. Eso es importante para los berlineses. La comunidad. No espero que usted encuentre mucho de eso allá de donde viene. Hay que confiar en los vecinos para ser un buen vecino.
Scheuer aparcó la furgoneta y se volvió en el asiento. Unos pocos metros más allá, la ambulancia cargada con nuestros escoltas hizo lo mismo.
– Muy bien, escúchenme -dijo Scheuer-. Ésta es una misión de vigilancia. Puede que tengamos que pasar bastante tiempo aquí antes de que aparezca Erich hijo. Nadie debe mencionar la Compañía. Una vez más, no hay nombres de la Compañía ni lenguaje de la Compañía. Nadie dice tacos. De ahora en adelante somos miembros de una escuela bíblica americana. Y lo primero que sacaremos de esta furgoneta es una caja de biblias. ¿De acuerdo? Vamos allá y pillemos a ese cabrón.
Cuando entramos en el edificio y subimos por las escaleras de piedra casi deseé que Erich Mielke no viniese nunca y que todo pudiese volver a ser como antes. Mi corazón latía con fuerza. ¿Era debido al esfuerzo de subir dos pisos cargando una caja de biblias en mis brazos, o había algo más? En mi imaginación ya veía la escena que nos esperaba y sentía remordimientos. Me dije a mí mismo que si hubiese permanecido en Cuba, no hubiese acabado en manos de la CIA y todo esto podría haberse evitado. Ahora podría estar leyendo un libro en mi apartamento del Malecón, o disfrutando de los placeres que podía ofrecerme el cuerpo de Ornara en Casa Marina. ¿El señor Greene todavía estaría allí sopesando pechos? Algunas veces ni siquiera nos damos cuenta de lo bien que estamos cuando estamos bien. Por primera vez en mucho tiempo me pregunté por la pobre Melba Marrero, la chica rebelde que le había disparado al marinero en el barco. ¿Estaría en una prisión estadounidense? Por su bien, esperé que sí. ¿O la habrían devuelto a La Habana, a merced de la corrupta policía local, como ella temía? En ese caso, lo más probable era que estuviese muerta.
¿Qué estaba haciendo aquí?
– ¿Por qué tuvo que sugerir biblias? -protestó Hamer en voz alta, mientras dejaba la caja que había cargado en el rellano, delante de la puerta del apartamento de la primera planta. Miró la puerta con odio y disgusto-. ¿Está seguro de este lugar, Günther? He visto chabolas con mejor aspecto.
– Por si le interesa -respondí-, hay una muy bonita vista de la fábrica de gas desde la ventana del salón.
Pero en mi imaginación sólo veía a los funcionarios de la CIA rodeando a Mielke cuando llegara para visitar a su padre, y sólo oía su burlón placer mientras lo sujetaban, le ponían las esposas en las muñecas, le tapaban la cabeza con una bolsa de lona y lo hacían caer al suelo. Quizá le darían puntapiés y lo insultarían, de la misma manera que me habían pateado e insultado a mí. Comprendí que había acabado convirtiéndome en la cosa que más aborrecía; que había cruzado la línea invisible de la decencia y el honor: estaba a punto de convertirme en el fascista que siempre había detestado ser.
– Deja de quejarte -dijo Scheuer, que miró ansioso escaleras arriba al rellano donde creía que estaba el apartamento de Eric Stallmacher.
Saqué el juego de llaves que me había dado el casero y metí una en la fuerte cerradura Dom. La llave giró y abrí la pesada puerta gris. Un fuerte olor a cera para abrillantar el suelo invadió nuestras narices cuando entramos en el apartamento. Esperé en el largo pasillo hasta que entró el último de los americanos y luego cerré la puerta. Eché la llave con mucho cuidado.
– ¡Qué demonios…! -La voz del agente Hamer sonó temblorosa.
El agente Scheuer se volvió hacia la puerta cerrada y fue abatido por un golpe de una pistola Makarov en la nuca.
El agente Frei ya estaba esposado. Su rostro estaba pálido y mostraba una expresión preocupada.
Había seis de ellos esperándonos en el apartamento. Vestían trajes grises baratos, camisas oscuras y corbatas. Todos iban armados con pistolas; automáticas soviéticas con cachas de plástico barato, pero no por ello menos letales. Sus rostros eran impasibles, como si también estuviesen hechos de plástico ruso barato, fabricado en serie por alguna fábrica desmontada de Alemania y vuelta a montar en la orilla oriental del Volga. Tan fríos como el agua de aquel río eran sus ojos grises y azules, y por un momento me vi a mí mismo reflejado en ellos: polis haciendo su trabajo; no sentían ningún placer en practicar detenciones, pero lo hacían con la rapidez y eficiencia de profesionales bien preparados.
Los tres americanos ya no podían decirme nada, porque tenían la boca llena de tela y tapada con esparadrapo, de forma que sólo podían dirigirme sus mudos reproches a través de sus ojos llorosos, lo cual no era menos amargo. Tampoco podían decirme nada porque ya se los llevaban esposados escaleras abajo: cada uno entre dos hombres de la Stasi, como si los llevasen a un pelotón de fusilamiento. De haber podido hablar con ellos, quizá podría haber aducido en mi defensa los malos tratos que me habían infligido durante meses, por no hablar de mi deseo de librarme de su control e influencia, pero no parecía el momento más apropiado para hacerlo. Podría haberles hablado también sobre la incuestionable suposición que tienen todos los americanos de que la razón siempre está de su parte -incluso cuando hacen algo malo-, y la irritación que el resto del mundo sentía al verse juzgado por ellos; pero tal vez habría sido un poco exagerado por mi parte. No era sólo porque no me gustaba que me juzgasen; para un alemán de cincuenta años, eso era algo inevitable. Se trataba de que no tenía por qué agradecerles lo que se suponía que los americanos habían hecho por nosotros, porque estaba muy claro para mí, y para muchos otros alemanes, que en realidad lo habían hecho sólo por ellos mismos. Además, ¿no habían intentado ellos darle el mismo tratamiento a Mielke?
– ¿Dónde está? -le pregunté a uno de los hombres de la Stasi.
– Si se refiere al camarada general -respondió el agente-, está esperando afuera.
Lo seguí fuera del apartamento y por las escaleras, preguntándome cómo iban a arreglárselas con los hombres de la escolta que iban en la ambulancia de la CIA, o si ya se habrían ocupado de ellos. Antes de llegar a la planta baja, pasamos por una puerta que llevaba a la parte de atrás del edificio y bajamos por una escalera de incendios al patio, que tenía el tamaño de una pista de tenis y estaba rodeado por los cuatro costados por altos edificios negros, la mayoría de ellos en ruinas.
Cruzamos el patio y, a la luz menguante del anochecer, pasamos por una puerta de madera baja en la pared de la vieja fábrica de cerveza Schulzendorfer. Bajo mis pies los adoquines estaban sueltos y en algunos lugares había grandes charcos de agua. La luna se reflejaba en uno de ellos como una moneda de plata perdida. Los tres americanos no ofrecían resistencia y, a mis experimentados ojos, ya parecían haber adquirido el comportamiento obediente de los prisioneros de guerra, con la cabezas gachas y paso pesado y tambaleante. Un pequeño arroyo tributario del río Spree bordeaba el patio, cada vez más angosto. En el extremo sur se erguía un edificio con las ventanas rotas y altos hierbajos que crecían en el tejado; en la pared ladrillo destacaba un descolorido anuncio de dentífrico Chlorodont. Hubiese necesitado un tubo entero de aquello para quitarme el mal sabor de boca. Dentro de la palabra «diente» había una puerta, y uno de los hombres de la Stasi la abrió. Entramos en un edificio que olía a humedad y probablemente a algo peor. El jefe del equipo avanzó hasta una de las ventanas sucias y miró con mucho cuidado la calle.
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