– Paciencia, señor. Todo tiene su explicación. De modo que Dessauer fabricaba el producto para Degesch, que lo vendía a Degussa, que a su vez vendió los derechos de comercialización a otras dos compañías químicas. Ni siquiera me molestaré en decirle los nombres. Sólo serviría para confundirle. Así que, de hecho, I.G.Farben sólo comercializaba un veinte por ciento del gas; la parte del león era propiedad de otra compañía, la Goldschmidt AG Company de Essen.
»¿Por qué le estoy contando esto? Déjeme que se lo explique. Cuando llegué a este edificio me sentía un poco incómodo ante la idea de que podía estar respirando el mismo aire de oficina que los tipos que desarrollaron aquel gas venenoso. Así que decidí averiguarlo por mi cuenta. Descubrí que no era verdad que I.G.Farben tuviese mucho que ver con aquel gas. También descubrí que, en 1929, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos estaba usando el Zyklon B para desinfectar la ropa de los inmigrantes mejicanos y los vagones de carga en los que viajaban. En el Centro de Cuarentena de Nueva Orleans. Es más, el producto todavía se fabrica hoy, en Checoslovaquia, en la ciudad de Köln. Lo denominan Uragan D2 y se utiliza para desinfectar los trenes en los que vuelven los prisioneros de guerra alemanes. De vuelta a la madre patria.
»Ya lo ve, Herr Günther. Tengo pasión por la información. Algunas personas creen que estas cosas son trivialidades, pero yo no. Yo lo llamo verdad. O conocimiento. E incluso, cuando estoy sentado en mi despacho, inteligencia. Tengo hambre de hechos, señor. Hechos. Ya sean hechos relacionados con I.G.Farben, el gas Zyklon B, Mickey Messer o Erich Mielke.
Bebí un sorbo de café. Era horrible, sabía a calcetines hervidos. Busqué mis cigarrillos y recordé que me había fumado el último en el coche.
– Dele un cigarrillo a Herr Günther, Phil. Es lo que estaba buscando, ¿no?
– Sí, gracias.
Scheuer me dio fuego con un mechero Dunhill de plata y luego encendió uno para él. Advertí que los escudos de su pajarita eran los mismos que llevaba la corbata del Jefe y supuse que compartían algo más que el servicio, también un pasado. Lo más probable, la Ivy League.
– Su carta, Herr Günther, era fascinante. Sobre todo en el contexto de lo que Phil, aquí presente, me dijo y de lo que he leído yo mismo. Pero mi trabajo es descubrir cuánto de todo eso son hechos. Oh, no estoy sugiriendo ni por un momento que nos haya mentido. Después de veinte años las personas pueden cometer errores con mucha facilidad. Es justo, ¿no?
– Muy justo.
Miró mi taza de café llena con expresión de compartir mi disgusto.
– ¿Horrible, verdad? El café. No sé por qué tenemos que soportarlo. Phil, sírvale a Herr Günther algo más fuerte. ¿Qué le gustaría beber, señor?
– Una copa de aguardiente estaría bien -respondí, y miré alrededor mientras Scheuer sacaba una botella y una copa pequeña del interior del aparador y las dejaba en la mesa-. Gracias.
– Posavasos -ordenó el Jefe.
Buscaron dos posavasos y los colocaron debajo de la botella y mi copa.
– Esta mesa es de nogal -explicó el Jefe-. En el nogal quedan marcas, como una servilleta damasquinada. Ahora bien, señor. Ya tiene su cigarrillo y su copa. Ahora, lo único que necesito de usted son algunos hechos.
En sus dedos sujetaba una hoja de papel en la que reconocí mi propia escritura. Se colocó unas gafas de lectura en la punta de su nariz respingona y repasó la carta con una curiosidad distante. Y apenas hubo acabado de leerla, la dejó caer sobre la mesa.
– Como es natural, la he leído varias veces. Pero, ahora que está aquí, preferiría que me dijese, en persona, lo que escribió a los agentes Scheuer y Frei en esta carta.
– ¿Para comprobar si me desvío de lo que escribí antes?
– Veo que nos entendemos a la perfección.
– Bueno, los hechos son éstos -dije, y reprimí una sonrisa-. Como una condición para mi trabajo con el SDECE…
El Jefe hizo una mueca.
– ¿Cuál es el significado exacto de eso, Phil?
– Servicio de Documentación Exterior y de Contraespionaje -respondió Scheuer.
El Jefe asintió.
– Continúe, Herr Günther.
– Acepté trabajar para ellos con la condición de que me permitieran visitar a una antigua amiga mía en Berlín. Quizá la única amiga que me queda.
– ¿Y tiene un nombre esa amiga suya?
– Elisabeth.
– ¿Apellido? ¿Dirección?
– No quiero involucrarla en esto.
– O sea, que no me lo quiere decir.
– Es verdad.
– ¿Dónde la conoció y cómo?
– En 1931. Era modista, y muy buena. Trabajaba en la misma sastrería que la hermana de Erich Mielke, donde también había trabajado la madre de Mielke, Lydia Mielke, hasta su muerte en 1911. Fue bastante difícil para el padre de Erich sacar adelante a cuatro hijos. Su hija mayor iba a trabajar y preparaba la comida de la familia, y como Elisabeth era su amiga, algunas veces la ayudaba. Hubo momentos en que Elisabeth fue como una hermana para ellos.
– ¿Dónde vivían? ¿Recuerda la dirección?
– En la Stettiner Strasse. Un edificio gris de pisos de alquiler en Gesundbrunnen, en el noroeste de Berlín. En el número 25. Fue Erich quien me presentó a Elisabeth. Después de haberle salvado el pellejo.
– Cuénteme.
Lo hice.
– Fue entonces cuando conoció al padre de Mielke.
– Sí. Fui a la casa de Mielke con la intención de detenerle. El viejo me dio un puñetazo y tuve que arrestarlo. Elisabeth me había dado la dirección y no estaba muy contenta de que se la hubiese pedido. Como resultado de ello, nuestra relación se interrumpió. No nos volvimos a ver hasta mucho más tarde, creo que en otoño de 1940, y no reanudamos nuestra relación hasta el año siguiente.
– Usted no mencionó nada de esto cuando le interrogaron en Landsberg -dijo el Jefe-. ¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
– En aquel momento no me pareció relevante. Casi olvidé que Elisabeth había conocido a Erich alguna vez. Sobre todo porque ella siempre le ocultó nuestra relación. Dicho de otra manera: a Erich no le gustaban los polis. Comenzamos a vernos de nuevo en el invierno de 1946, cuando volví de aquel campo de prisioneros ruso. Viví con Elisabeth durante un tiempo, hasta que conseguí encontrar de nuevo a mi esposa, en Berlín. Pero siempre le tuve mucho apego, y ella a mí. No hace mucho, cuando estuve en París, volví a pensar en ella y me pregunté si estaría bien. Supongo que usted podría decir que comenzaba a tener ideas románticas. Como dije, ya no conocía a nadie más en Berlín. Así que decidí buscarla tan pronto como me fuese posible, para ver si ella y yo podíamos intentarlo de nuevo.
– ¿Cómo le fue?
– Me fue bien. No estaba casada. Había mantenido relaciones con algunos soldados americanos. Creo que con más de uno. En cualquier caso, aquellos hombres estaban casados y volvieron a Estados Unidos con sus esposas, dejándola abandonada; era ya una mujer madura y asustada por su futuro.
Me serví una copa de aguardiente y bebí un sorbo mientras el Jefe me miraba con atención, como si estuviese sopesando mi historia en cada mano, intentando juzgar qué parte de ella podía llegar a creerse.
– ¿Ella seguía viviendo en la misma dirección que en 1946?
– Sí.
– Siempre podemos preguntárselo a los franceses, ya lo sabe. Su dirección.
– Adelante.
– Ellos podrían creer, con razón, que es allí donde ha ido -señaló-. Incluso pueden hacerle la vida difícil. ¿Lo ha pensado? Nosotros podemos protegerla. Los franceses no siempre son tan románticos como se les pinta.
– Elisabeth sobrevivió a la batalla de Berlín. Fue violada por los rusos. Además, no es el tipo de persona capaz de clavarle a un hombre una inyección de tiopental sódico en las calles de Göttingen, a plena luz del día. Cuando Grottsch relate su historia, imagino que los franceses creerán que los rusos me han secuestrado, ¿usted no lo haría? Después de todo, es lo que quiere que ellos crean, ¿no es así? No me hubiera sorprendido en absoluto que sus hombres hubiesen estado hablando en ruso cuando me pillaron. Sólo por guardar las apariencias.
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