Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– Al menos dígame si ella vive en el Este o en el Oeste.

– En el Oeste. Los franceses me dieron un pasaporte con el nombre de Sebastian Kléber. Podrá comprobar que crucé el puesto de control Alfa en Helmstedt y que entré en Berlín por el cruce de Dreilinden.

– De acuerdo. Dígame qué noticias tiene de Erich Mielke.

– Mi amiga Elisabeth dijo que había visto al padre de Mielke, Erich. Seguía vivo, gozaba de buena salud y había cumplido ya los setenta. Estuvieron tomando café en el Kranzler. Él le contó que había estado viviendo en la República Democrática Alemana pero que no le gustaba mucho. Echaba de menos el fútbol y su viejo barrio. Mientras Elisabeth me explicaba esto, quedó claro que no tenía ni idea de lo que Erich hijo había estado haciendo ni a qué se dedicaba entonces. Lo único que sabía de él era que seguía visitando a su padre de vez en cuando y que le pasaba dinero. Supuse que, por ser quien es, debía hacerlo en secreto.

– De vez en cuando… ¿Con qué frecuencia?

– Con regularidad. Una vez al mes.

– ¿Por qué no lo ha mencionado?

– Lo habría hecho si ustedes me hubiesen dado más tiempo.

– ¿Le dijo ella dónde había estado viviendo Erich padre? ¿En la República Democrática Alemana?

– En un pueblo llamado Schonwalde, en el noroeste de Berlín. Dijo que él le contó que tenía allí una casa bonita, pero que se aburría mucho. Schonwalde es un lugar bastante aburrido. Por supuesto, ella sabía que Erich padre había sido un comunista convencido, así que le preguntó si vivir en el Oeste significaba que había abandonado el partido. Le respondió que había llegado a la conclusión de que los comunistas eran tan malos como los nazis.

– ¿Ella dijo que él había dicho eso?

– Sí.

– Usted sabe que lo hemos comprobado. No hay ningún registro de un Erich Mielke que viva en Berlín Occidental.

– El padre de Mielke no se llama Mielke. Su nombre es Erich Stallmacher. Mielke era hijo ilegítimo. Mielke padre tampoco usa el nombre de Stallmacher.

– ¿Le dijo ella cuál era su nombre?

– No.

– ¿Le dio alguna dirección?

– Stallmacher no es tan estúpido.

– Pero hay algo más. Algo con lo que usted quisiera negociar.

– Sí. Stallmacher le dijo a Elisabeth el nombre de un restaurante al que le gusta ir a comer los sábados.

– ¿Y cuál es su idea? ¿Qué pretende?

– Ésta es la parte del juego en la que usted es un experto, no yo, Jefe. Nunca he sido un buen oficial de inteligencia. Nunca he tenido esa clase de mente retorcida necesaria para ser realmente bueno en su mundo. Creo que era mejor como detective. Era mejor descubriendo líos que creándolos.

– Veo que tiene una opinión muy pobre sobre los servicios de inteligencia.

– Sólo de las personas que trabajan en ellos.

– Nosotros incluidos.

– Usted en particular.

– ¿Prefiere a los franceses?

– Hay algo honesto en su hipocresía y autoestima.

– ¿Como antiguo detective de Berlín qué nos propone que hagamos?

– Seguir a Erich Stallmacher desde su restaurante favorito al apartamento. Y tenderle una trampa a Erich Mielke.

– Parece arriesgado.

– Claro -admití-. Pero ahora que me ha pillado lo hará de todas maneras. Tiene que hacerlo, ahora que ha minado en parte toda esa propaganda negra que yo les he estado pasando a los franceses sobre Mielke como su agente, y antes como agente de los nazis. Sin la guinda en el pastel -yo identificando a De Boudel para ellos- quizá no encuentren tan persuasivas como antes las mentiras que les conté sobre Mielke.

– Nos gustaría atrapar a Mielke lo antes posible. Teniendo a su padre a nuestro favor, quizá incluso podríamos convertirle en el espía del cual habló usted a los franceses. Pero tendríamos que ensuciar su nombre ante los franceses. Para asegurarnos de que ellos lleguen a la conclusión correcta sobre Mielke. Que fue y siempre ha sido un auténtico cabrón comunista.

– ¿Lo ve? Sabía que encontraría la manera de solucionar estos problemas.

– ¿Y usted qué quiere hacer para ayudarnos?

Fruncí el entrecejo.

– Les puedo mostrar dónde está el restaurante. Quizás incluso pueda reservarles una mesa.

– Queremos algo más que eso. Después de todo, usted conoce a Eric Stallmacher. Él le dio un puñetazo. Usted lo detuvo. Aquel día tuvo que echarle una buena ojeada. No, Herr Günther, queremos algo más que su ayuda para conseguir una mesa en el abrevadero favorito de Stallmacher. Querremos que lo identifique.

Sonreí con cansancio.

– ¿He dicho algo gracioso?

– No es el primer jefe de inteligencia que me pide que lo haga. Heydrich tuvo la misma idea.

– A menudo me he preguntado por Heydrich -dijo el Jefe-. Decían que era el nazi más listo del grupo. ¿Está de acuerdo?

– Es cierto que tenía una comprensión instintiva del poder, algo que lo convertía en un nazi muy efectivo. A usted le gustan los hechos, señor. Pues aquí tiene un hecho sobre Reinhardt Heydrich que le gustará. Su padre, Bruno, era profesor de música y antes había sido compositor. Diez años antes del nacimiento de su hijo, Bruno Heydrich escribió una ópera titulada El crimen de Reinhardt. Oh sí, y aquí tiene otro hecho. Heydrich fue asesinado por orden de Himmler.

– No me diga.

– Yo fui el detective que lo investigó.

– Qué interesante.

– Para mí es más interesante ahora mismo el dinero que me quitaron cuando me arrestaron en Cuba. Y el barco que me incautaron. Es parte del precio por mi ayuda. En realidad, era el precio del acuerdo que pactamos en Landsberg a cambio de que yo engañase a los franceses para que ustedes acepten lo que su gente ya ha aceptado. Quiero que vendan el barco y que todo el dinero sea puesto en una cuenta en un banco suizo, tal como acordamos. También quiero un pasaporte estadounidense. Y, por entregarles a Erich Mielke, la suma de veinticinco mil dólares.

– Eso es mucho.

– Dado que estoy a punto de entregarles al segundo jefe del aparato de Seguridad Estatal de Alemania Oriental, yo diría que les saldría barato incluso por el doble.

– ¿Phil?

– Sí, señor.

– ¿Dirías que es un precio que vale la pena pagar?

– ¿Por Mielke? Sí, señor, lo pagaría. Siempre he pensado eso, desde el comienzo de esta operación de inteligencia.

– Bien, ¿sabe que quiero que sea usted el jefe de pista en el espectáculo de Herr Günther?

– No, señor.

– Pues ahora ya lo sabe, Phil.

Scheuer pareció incómodo al verse puesto en el punto de mira de esta manera.

– Sí, señor.

– Y usted también, Jim.

Frei enarcó las cejas al oírlo, pero asintió de todas maneras.

Me serví otra copa de aguardiente.

– ¿Por qué no? -dijo el Jefe-. Creo que a todos nos vendría bien una copa. ¿No está de acuerdo, Phil?

– Sí, señor. Creo que nos vendría bien.

– Pero no de aguardiente. Perdóneme, Herr Günther. Hay muchas cosas de su país que admiro. Pero en la CIA no nos entusiasma mucho el aguardiente.

– Imagino que es bastante difícil añadir algo en una copa tan pequeña.

– No lo crea-. El Jefe sonrió-. Tiene usted mucho sentido del humor para ser alemán.

Philip Scheuer sacó una botella de bourbon y tres copas.

– ¿Seguro que no quiere probarlo, Herr Günther? -preguntó el Jefe-. Para brindar por su acuerdo con Ike.

– ¿Por qué no?

– Así me gusta. Aún haremos de usted un americano, señor.

Era eso exactamente lo que me preocupaba.

37

BERLÍN, 1954

La mayoría de las personas viven su vida acumulando posesiones. Parecía como si yo hubiese vivido la mía perdiéndolas o viendo cómo me las arrebataban. La única cosa que tenía de antes de la guerra era una pieza de ajedrez, hecha de hueso, rota; la cabeza de un caballo negro de un juego de ajedrez Selenus. Durante los últimos días de la República de Weimar este caballo negro había estado constantemente en uso en el Romanisches Café, donde, una o dos veces, había jugado con el gran Emmanuel Lasker. Había sido un habitual del café hasta que los nazis le obligaron a él y a su hermano a abandonar Alemania para siempre, en 1933. Todavía puedo imaginármelo encorvado sobre el tablero con sus cigarrillos, sus puros y su bigote del salvaje Oeste. Generoso hasta lo imposible, daba consejos y jugaba partidas de exhibición para cualquiera que estuviese interesado; y en su último día en el Romanisches Café -primero fue a Moscú y luego a Nueva York-, Lasker nos regaló a todos los que estábamos allí para despedirnos de él una pieza de ajedrez del mejor juego del café. Yo recibí el caballo negro. Por la manera en que me habían movido a lo largo de los años, algunas veces pensaba que un peón negro hubiese sido más apropiado. Claro que un caballo, incluso uno roto, parecía tener un valor intrínseco superior al de un peón, y ésa era la razón por la que había intentado con mucho esfuerzo conservarlo a través de las adversidades. La pequeña base de hueso se había desprendido durante la batalla de Konigsberg y se perdió poco después; pero la cabeza del caballo había permanecido en mi poder. Podría haberlo considerado mi amuleto de la suerte, de no ser por el hecho evidente de que nunca había tenido suerte. Por otro lado, aún estaba metido en el juego, y en algunas ocasiones ésa era toda la suerte que necesitaba. Y mientras permanezcas en el juego, cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, puede pasar. En los últimos tiempos, como para recordarme a mí mismo este hecho, sujetaba a menudo la pequeña cabeza del caballo negro en mi puño, de la misma manera en que un musulmán podría haber utilizado las cuentas para decir los noventa y nueve nombres de Dios durante la plegaria. Pero yo no deseaba estar más cerca de Dios, sino algo más terrenal. Libertad, independencia, respeto por mí mismo. Dejar de ser un peón de otros en un juego que no me interesaba. Sin duda, no era mucho pedir.

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