Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– ¿Es él? ¿Es De Boudel?

– A ver, ¿quién es ese De Boudel? -intervino el prisionero-. ¿Qué se supone que hizo?

– Sí, es una buena idea -le dije al prisionero-. Averigua lo que hizo este hombre tan buscado y, si resulta que es menos horroroso que lo tú hiciste, entonces acéptalo. ¿Por qué no? Veo que podrías creer que tal vez funcionaría.

– No sé de qué me hablas, Günther. He pasado los últimos nueve años en un campo de prisioneros de guerra ruso. Sea lo que sea lo que se supone que haya hecho, reconozco que he pagado por ello varias veces.

– Como si eso me importase.

– Exijo saber el nombre de este hombre -intervino Vigée.

– ¿Tú qué dices? -le pregunté al prisionero-. Ambos sabemos que no eres Richard Kettenacher. Supongo que le robaste su libro de pagas y cambiaste su foto en la tapa interior; pegada con un poco de clara de huevo. Los rusos por lo general no prestan mucha atención a los sellos. Suponías que un nuevo nombre y un diferente servicio podrían mantener a los perros lejos de tu rastro, porque después de Treblinka sabías que alguien vendría a buscarte. Tú y Irmfried Eberl, ¿no?

– No sé de qué me hablas.

– Yo tampoco -se quejó Vigée-. Y estoy empezando a irritarme.

– Permítame que se lo presente, Emile. El comandante Paul Kestner. Antes de las SS y segundo comandante del campo de la muerte de Treblinka, en Polonia.

– Basura -protestó Kestner-, basura. No sabes de lo que estás hablando.

– Al menos hasta que Himmler se enteró de lo que estaba haciendo allí. Incluso él se sintió horrorizado por lo que él y el comandante habían estado haciendo. Robos, asesinatos, torturas. ¿No es así, Paul? Tan horrorizado que tú y Eberl fuisteis expulsados de las SS, y así fue como te encontraste en la Wehrmacht, defendiendo Berlín, intentando redimirte de tus anteriores crímenes.

– Basura -repitió Kestner.

– Puede que no haya detenido a Edgard de Boudel, Emile, pero acaba de atrapar a uno de los peores criminales de guerra de Europa. Un hombre que es responsable de las muertes de al menos setecientos cincuenta mil judíos y gitanos.

– Tonterías. Tonterías. No creas que no sé de qué va todo esto, Günther. Es por lo de París, ¿no? Junio de 1940.

Vigée frunció el entrecejo.

– ¿De qué va eso?

– Paul intentó asesinarme -respondí.

– Lo sabía -dijo Kestner.

Vigée señaló la puerta.

– Vamos afuera -me comunicó Vigée-. Necesito hablar con usted un momento.

Lo seguí afuera de la bodega, subimos las escaleras y fuimos al pequeño jardín junto al canal. Vigée encendió un cigarrillo para cada uno de los dos.

– Paul Kestner, ¿eh?

Asentí.

– Imagino que la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas se sentirá complacida de haberlo detenido.

– ¿Cree que me importa un carajo todo eso? -exclamó, furioso-. No me importa cuántos jodidos judíos mató. No me importa Treblinka, Günther. Ni el destino de unos cuantos sucios gitanos. Están muertos. Mala suerte. No es mi problema. Lo que me importa es encontrar a Edgard de Boudel. ¿Lo entiende? Lo que me importa es encontrar al hombre que torturó y asesinó a casi trescientos franceses en Indochina. -Ahora gritaba y agitaba los brazos en el aire, pero no me sujetó por las solapas, e interpreté que, además de estar furioso y decepcionado, también recelaba de mí.

– Así que mañana volveremos a aquel campo de refugiados en Friedland, vamos a mirar a cada uno de los hombres que están allí y vamos a encontrar a De Boudel, ¿entiende?

– No es culpa mía si no es nuestro hombre -repliqué a gritos-. Pero hemos hecho lo que debíamos. Si aceptamos que su información es correcta y que De Boudel iba de verdad en ese puto tren, entonces es lógico que esté en el campo.

– Más le vale rezar para que esté, o estaremos metidos en un buen lío -respondió-. Aquí no sólo está en juego su culo, sino también el mío.

Me encogí de hombros.

– Quizá lo haga.

– ¿Qué?

– Rezar. Rezar para salir de este lugar. Para alejarme de usted, Emile. -Sacudí la cabeza-. Necesito un poco de espacio para respirar. Para aclarar mi cabeza.

Pareció recuperar el control de sí mismo y después asintió.

– Sí. Lo siento. No es culpa suya, tiene razón. Mire, vaya a dar un paseo por la ciudad. Vaya a la iglesia de nuevo. Enviaré a alguien con usted.

– ¿Qué pasa con él? ¿Con Kestner?

– Lo llevaremos de vuelta al campo de refugiados. Las autoridades alemanas pueden decidir qué hacer con él. Yo no tengo tiempo para las Naciones Unidas y su estúpida Comisión de Crímenes de Guerra. No quiero saber nada al respecto.

Se alejó, maldiciendo en francés, antes de que uno de los dos se sintiese obligado a intentar pegarle al otro.

Encontré a Grottsch, quien, para mi sorpresa, intentó excusar al francés con la explicación de que su hija estaba enferma. Cogimos nuestros abrigos y salimos al sol del otoño. Göttingen estaba lleno de estudiantes, y eso hizo que me acordara de mi propia hija, Dinah, que ahora estaría en su primer año de universidad. Al menos, confiaba en que así sería.

Mientras caminábamos, Grottsch y yo nos encontramos junto a las ruinas de la sinagoga de la ciudad, en la Obere-Masch Strasse, quemada hasta los cimientos en 1938, y me pregunté cuántos judíos de Göttingen habrían hallado la muerte en el campo de Treblinka a manos de Paul Kestner y si nueve años en un campo de prisioneros ruso era un castigo suficiente por tres cuartos de millón de personas. Creo que no existe un castigo terrenal proporcional a un crimen como ése. Y si no lo había en la tierra, ¿entonces, dónde? Nuestros pasos nos llevaron de vuelta a la iglesia de San Jacobo. Me detuve a mirar el escaparate de la tienda de la acera opuesta, pero cuando me alejé me encontré con que estaba solo. Me detuve y miré alrededor, esperando ver a Grottsch caminar hacia mí, pero no se le veía por ninguna parte. Por un momento consideré la posibilidad de fugarme. La perspectiva de visitar el campo de refugiados de Friedland y ser reconocido por Bingel y Krause no era más atractiva que el día anterior; y la única razón que me impidió huir hacia la estación de trenes era la falta de dinero y el hecho de que mi pasaporte francés estuviera en la pensión Esebeck. Aún continuaba debatiéndome, cuando me encontré acompañado de cerca por dos hombres que vestían sombreros y gabardinas oscuras cortas.

– Si está buscando a su amigo -dijo uno de los hombres-, ha tenido que sentarse. Por lo visto, de pronto se sintió muy cansado.

Aún continuaba buscando a Grottsch, como si de verdad me importase lo que le hubiese pasado, cuando me di cuenta que había otros dos hombres detrás de mí.

– Está durmiendo en la iglesia. -El hombre me hablaba en un buen alemán, pero no era su idioma materno. Llevaba unas gafas de montura gruesa y fumaba una pipa con boquilla de metal. Soltó una bocanada y una nube de humo de tabaco oscureció su rostro por un momento.

– ¿Durmiendo?

– Una inyección. Nada de qué preocuparse. Ni por él ni por usted, Günther. Así que relájese. Somos sus amigos. A la vuelta de la esquina nos espera un vehículo para llevarnos a dar un pequeño paseo.

– Suponga que no quiero ir a dar un paseo.

– ¿Por qué iba a suponer algo así cuando ambos sabemos qué es lo que quiere? Además, odiaría tener que aplicarle una inyección como a su amigo Grottsch. Los efectos del tiopental sódico pueden prolongarse de forma muy desagradable durante varios días después de la inyección. -Ahora me sujetaba de un brazo y su colega del otro, mientras llegábamos a la esquina de la Weender Strasse-. Una nueva vida le espera, amigo. Dinero, una nueva identidad, un nuevo pasaporte. Lo que usted quiera.

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