Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Los anoté, tratando de parecer muy concienzudo.

– No les robaré mucho más tiempo -añadí-. ¿Tienen algún documento personal? ¿Quizás el libro de pagas? No todos los soldados llevan el libro de pagas con ellos, como se supone que deben hacer. Muchos lo dejan en casa para mantenerlo a buen recaudo y que sus esposas puedan reclamar el dinero. Yo lo hice. O quizá la cartilla del servicio militar, o un carné del partido. Esa clase de cosas.

Frau Kettenacher ya estaba abriendo un bolso de cuero marrón que tenía el tamaño y la forma de un pequeño baúl.

– Mi Ricky era un buen chico -afirmó con un fuerte acento sajón-. Nunca hubiese desobedecido la orden de llevar su libro de pagas. -Sacó un sobre y me lo dio-. Aquí encontrará todo lo demás. Su carné del Partido Nacional Socialista. Su carné de las SA. Su certificado del gremio de artesanos. Su carné de viajante de comercio; se preparó para ser obrero metalúrgico. Luego se convirtió en viajante y vendía los objetos que solía hacer. Su pasaporte de viaje del Estado alemán. Lo usó para viajar a Italia por motivos de trabajo. Su pase de víctima de bombardeo; el apartamento de Ricky en Kassel fue bombardeado, ¿sabe usted? Su esposa falleció. Una muchacha preciosa. Y su cartilla del servicio militar.

Intenté contener mi entusiasmo. La anciana me estaba dando todo lo que podía haber identificado al verdadero Richard Kettenacher. Varios de los documentos contenían no sólo fotos sino su firma personal, grupo sanguíneo, detalles de los exámenes médicos, el número de talla de su máscara antigás, casco, gorra y botas, un registro de heridas y enfermedades graves, y condecoraciones militares.

– El inspector le dará un recibo por todos estos documentos -dije-. Él se ocupará de que se los devuelvan intactos.

– No me importan lo más mínimo -manifestó-. Lo único que quiero es que mi Ricky regrese sano y salvo.

– Con la voluntad de Dios -dije, y me guardé la historia de la vida del hombre desaparecido.

Tan pronto como Moeller hubo escrito un recibo dejamos al pastor y a la anciana y volvimos al coche.

– ¿Y bien? -preguntó Vigée.

Asentí.

– Lo tengo todo. -Le mostré el sobre de la anciana-. Todo. El doble de Kettenacher no podrá escapar de esto. Es lo fantástico de la documentación nazi. Por un lado había muchísima, y por otro era prácticamente imposible rebatirla.

– Esperemos que no sea el verdadero -señaló Vigée-. Si está ciego, entonces quizá no vio a su madre. Y tal vez ella tampoco está muy bien de la vista y no pudo reconocerlo. -Revisó los documentos-. Confiemos en que usted esté en lo cierto. No me gustan las desilusiones.

35

ALEMANIA, 1954

A la mañana siguiente permanecí en la pensión en Göttingen, mientras Vigée y algunos de los otros iban a arrestar al hombre que se hacía pasar por Kettenacher. Pregunté si se me permitía ir a la iglesia, pero Grottsch dijo que Vigée había ordenado que debíamos permanecer en la casa y esperar su regreso.

– Confiemos en que sea él, para que podamos volver a Hannover -manifestó-. En realidad ya no me gusta Göttingen.

– ¿Por qué? Es una ciudad muy bonita.

– Me trae demasiados recuerdos -contestó Grottsch-. Estudié aquí, en la universidad. Mi esposa también.

– No sabía que estuviese casado.

– Murió en un bombardeo -explicó-. En octubre de 1944.

– Lo siento.

– ¿Y usted? ¿Estuvo casado antes?

– Sí. Ella también murió. Pero mucho más tarde. En 1949. Teníamos un pequeño hotel en Dachau.

Él asintió.

– Dachau es muy bonito -opinó Grottsch-. Bueno, lo era antes de la guerra.

Por un momento compartimos un silencioso recuerdo de la Alemania que había desaparecido y que, probablemente, nunca volvería a existir. Al menos no para nosotros. Y desde luego, no para nuestras pobres esposas. Las conversaciones en Alemania a menudo eran como ésa: las personas se detenían en mitad de una frase y recordaban un lugar que había desaparecido o a alguien que estaba muerto. Había tantos muertos que algunas veces podías sentir el dolor en las calles, incluso en 1954. La sensación de tristeza que afligía al país era casi tan terrible como la que había sentido durante la Gran Depresión.

Oímos que un coche se detenía delante de la pensión y Grottsch fue a ver si traían a nuestro hombre. Al cabo de unos minutos volvió con aspecto preocupado.

– Bien -dijo-. Han detenido a alguien. Pero si ese tipo es Edgard de Boudel, habla el alemán mejor que cualquier franchute que yo haya conocido.

– Por supuesto -asentí-. Lo hablaba con fluidez cuando yo le conocí. Su alemán era mejor que el mío.

Grottsch se encogió de hombros.

– En cualquier caso, insiste en que es Kettenacher. Ahora Vigée le está mostrando los documentos del verdadero Kettenacher. ¿Ha visto el carné del partido de Kettenacher? El hombre tiene sellos de donaciones que se remontan a 1934. ¿Ha visto las cicatrices de duelo en su mejilla en las fotos?

– Es verdad -asentí-. Coincide con la idea que tiene la gente sobre el aspecto de un auténtico nazi. Sobre todo ahora que está muerto.

– ¿Por qué tengo la sensación de que usted nunca fue miembro del partido?

– ¿Qué importa eso ahora? ¿Si lo fui o no? -Sacudí la cabeza-. Por lo que respecta a nuestros nuevos amigos, los franceses, los americanos, los ingleses, todos fuimos unos jodidos nazis. Así que no importa mucho quién lo fue y quién no. Claro, ven todas esas películas de Leni Riefenstahl y ¿quién puede culparles?

– ¿No hubo algún momento en que creyera en Hitler, como la mayoría de nosotros?

– Oh sí. Lo hubo. Fue más o menos durante un mes, en el verano de 1940, después de derrotar a los franceses en seis semanas. Entonces creí en él. ¿Quién no?

– Sí. Aquél fue también para mí el mejor momento.

Al cabo de un rato oímos voces, y unos pocos minutos más tarde entró Vigée en la habitación. Parecía furioso y sin aliento, y había sangre en el dorso de una de sus manos, como si hubiese golpeado a alguien.

– No es Richard Kettenacher-. Eso está claro. Pero jura que no es Edgard de Boudel. Así que ahora le toca a usted, Günther.

Me encogí de hombros.

– De acuerdo.

Seguí al francés hasta la bodega, donde Wenger y Moeller vigilaban a nuestro prisionero. Las fotografías que me habían mostrado los americanos eran en blanco y negro, por supuesto, y ampliadas después de haber sido tomadas a distancia, y por lo tanto un poco borrosas y con mucho grano. Sin duda, el verdadero De Boudel se habría tomado mucho trabajo para disfrazarse. Habría perdido algo de peso, se habría teñido el pelo y quizá también se habría dejado crecer el bigote. Cuando fui agente de uniforme, en los años veinte, había arrestado a muchos sospechosos a partir de una fotografía o una descripción policial, pero ésta era la primera vez que me veía obligado a hacerlo para salvar mi propio pellejo.

El hombre estaba sentado en una silla. Tenía esposadas las muñecas y las mejillas rojas, como si le hubiesen pegado varias veces. Aparentaba unos sesenta años, pero probablemente era más joven. De hecho, yo estaba seguro de que lo era. Tan pronto como me vio, el hombre sonrió.

– Bernie Günther -exclamó-. Nunca creí que me alegraría tanto de volver a verte. Dile a este francés idiota que no soy el hombre que busca. Ese tal Edgard de Boudel, por el que no deja de preguntarme. -Escupió en el suelo.

– ¿Por qué no se lo dices tú? Dile tu nombre verdadero y entonces quizá te crean.

El detenido frunció el entrecejo y no dijo nada.

– ¿Reconoce a este hombre? -me preguntó Vigée.

– Sí, le reconozco.

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