Otros, quizá menos optimistas, sostenían velas o lo que parecían ser lámparas de minero, lo cual interpreté como un homenaje a aquellos que nunca regresarían.
En el andén de la estación había personas, como yo mismo, Grottsch, Vigée y Wenger, con motivos más oficiales para estar allí, así como el VdH y otras organizaciones de veteranos, policías, clérigos, voluntarios de la Cruz Roja, soldados del ejército británico y un gran contingente de enfermeras, varias de las cuales captaron mi mirada aburrida. Todos miraban al sur, a lo largo de la vía hacia Reckershausen y más allá, hacia la República Democrática Alemana.
– Vaya, vaya -exclamó Vigée, al advertir mi interés en las enfermeras-. Ahora que ya es casi un hombre casado.
– Hay algo en las enfermeras que siempre me ha atraído. Solía pensar que era el uniforme, pero ahora no estoy seguro. Quizá sólo sea compasión hacia quienes hacen el trabajo sucio de otras personas.
– ¿Qué le parece tan sucio? ¿Ayudar a quienes lo necesitan?
Miré al poli alemán que Vigée había traído para que, en el caso de que yo identificara a De Boudel, pudiese arrestarlo de inmediato antes de extraditarlo a Francia.
– Olvídelo -gruñí-. Es que nunca tuve que dar el soplo sobre nadie antes, eso es todo. Supongo que eso no me gusta. ¿Quién sabe? -Comencé a masticar otro chicle-. En cualquier caso, si veo a ese tipo, ¿qué quiere que haga? ¿Qué le dé un beso en la mejilla?
– Sólo señálelo -respondió Vigée con paciencia-. El inspector de policía hará el resto.
– ¿Por qué es tan quisquilloso, Günther? -preguntó Grottsch-. Creía que había sido poli.
– Es verdad, yo era poli -respondí-. Hace varios miles de noches. Pero una cosa es detener a un delincuente y otra entregar a un viejo camarada.
– Una bonita distinción -opinó el francés-. Aunque no es correcta. Alguien que se vende al enemigo no es un viejo camarada.
Sonó una sonora ovación en el andén cuando, en la distancia, oímos el silbato de una locomotora de vapor que se acercaba.
Vigée cerró el puño y bombeó el bíceps entusiasmado.
– ¿De todas maneras, quién le dio el soplo? -pregunté-. ¿Quién le dijo que De Boudel iría en este tren?
– El servicio secreto británico.
– ¿Cómo se enteraron?
El tren apareció ante nuestra vista, era una brillante locomotora negra envuelta en humo gris y vapor blanco, como si hubiesen abierto la puerta de la cocina en el infierno. No arrastraba vagones de ganado, como era habitual en los trenes de prisioneros de guerra rusos, sino vagones de pasajeros, y en seguida me di cuenta de que, al entrar en Alemania habían transferido a los prisioneros a un tren alemán. Los hombres ya se asomaban a las ventanillas abiertas y saludaban a las personas que corrían a lo largo de la vía o cogían ramos de flores que les arrojaban a los brazos.
La locomotora silbó de nuevo y se detuvo en la estación, y los hombres, con uniformes raídos y remendados, se estiraban para tocar al público del andén entre gritos y aplausos. Los rusos no habían dado los nombres de los prisioneros de guerra que iban en el tren; y antes de que se les permitiera descender tuvieron que esperar pacientemente, mientras los oficiales de la Cruz Roja entraban en cada vagón y recogían una lista de nombres para control de la policía, del comandante del campo de refugiados y del VdH. Sólo al cabo de casi media hora, cuando finalizó esta tarea, se les permitió bajar del tren. Sonó una trompeta y por un momento pareció que al fin había llegado la hora de que aquellos que habían permanecido en sus tumbas resucitaran. Cuando se apartaron del tren, con sus viejos uniformes gris de campaña, vimos que tenían aspecto de cadáveres recién enterrados: tan delgados eran sus cuerpos, tan llenas de huecos sus sonrisas, tan blancos sus cabellos y tan viejos sus rostros agrietados por el tiempo. Algunos estaban sucios y sin zapatos. Otros parecían atónitos al encontrarse en un lugar que no estuviera lleno de crueldad ni rodeado por alambre de espino y la estepa desierta. A unos cuantos tuvieron que bajarlos del tren en camilla. Un gran hedor de cuerpos sucios llenó el aire limpio de Friedland, pero a nadie pareció importarle. Todos sonreían, incluso algunos de los prisioneros de guerra, pero la mayoría lloraban como niños maltratados que volvieran a encontrarse con sus ancianos padres después de pasar muchos años en un bosque oscuro.
D.W. Griffith o Cecil B. DeMille no podrían haber dirigido una escena de multitudes más conmovedora que la que estaba ocurriendo en el andén de la estación de una pequeña ciudad de Alemania. Incluso Vigée parecía conmovido y al borde de las lágrimas. La banda empezó a tocar el Deutschland Lied, algunos prisioneros, con pinta de auténticos pirados, comenzaron a cantar las palabras prohibidas, y a través de los campos, un par de kilómetros al norte, en Gros Schneen, sonaba el tañido de las campanas de la iglesia local.
Oí que uno de los prisioneros de guerra le decía a alguien en el andén que sólo el día anterior se habían enterado de que los iban a poner en libertad.
– Estos hombres… -comentó Vigée-. Parece como si regresaran del infierno.
– No -le dije-. En el infierno te dicen lo que está pasando.
Yo lo observaba todo con ojos atentos, pero sabía que tenía muy escasas probabilidades de reconocer a De Boudel entre aquella multitud. Vigée también lo sabía. Esperaba tener mejor suerte cuando los prisioneros de guerra formasen en el campo a la mañana siguiente; al parecer, tendría que repetir mi experiencia de Le Vernet e inspeccionar a los hombres de cerca. Eso no me hacía mucha gracia, y aún confiaba en poder ver a De Boudel en la estación y reconocerle yo antes de que alguno de mis viejos camaradas me reconociese a mí. Con este improbable propósito entré en el edificio de la estación y subí las escaleras para asomarme por una de las ventanas de la planta alta y, así, ver mejor a la masa de jubilosos soldados alemanes. Vigée vino tras de mí, seguido por Grottsch, Wenger y el detective.
No había visto tantos uniformes desde mi estancia en el campo de trabajo en Johanngeorgenstadt. Se movían por el andén como un mar gris. El alcalde de Friedlans, con traje de gala y repartiendo aguardiente de una botella de cerámica enorme, caminaba entre los recién liberados como si fuera el burgomaestre de Hamelin rodeado de ratas y ratones. Le oía gritar «¡A vuestra salud!» «¡Por vuestra libertad!» y «¡Bienvenidos a casa!», a pleno pulmón. A su lado, un sargento de la Wehrmacht abrazaba a una vieja, y ambos lloraban sin control. ¿Su esposa? ¿Su madre? Era difícil decirlo, el sargento parecía un hombre muy viejo. Todos lo parecían. Resultaba difícil creer que estos ancianos habían sido una vez los orgullosos soldados de Hitler que desencadenaron la locura de la Operación Barbarroja sobre Rusia.
A mi lado, una mujer arrojaba claveles sobre las cabezas grises.
– ¿No es maravilloso? -dijo-. Nunca creí que viviría para ver el día en que nuestros muchachos por fin volviesen a casa. El corazón de Alemania late en Friedland. Han regresado. Han regresado del mundo sin Dios del bolchevismo.
Asentí cortésmente pero mantuve mi mirada en los rostros de la multitud bajo la ventana.
– Esto es un caos -afirmó el detective, que se llamaba Moeller-. ¿Cómo demonios se supone que vamos a encontrar a alguien en semejante tumulto? La próxima vez que liberen un contingente de prisioneros será mejor que los traigan en autocares desde la estación fronteriza en Herleshausen. De esa manera, al menos podremos establecer un cierto orden. Cualquiera diría que esto es Italia, no Alemania.
– Deje que disfruten de su caos -manifesté-. Durante catorce años estos hombres han soportado la disciplina más dura. Están hartos. Así que déjeles disfrutar de un momento de desorden. Podría ayudarles a sentirse de nuevo como seres humanos.
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