Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– ¿Y qué hay de tus americanos?

– ¿Qué pasa con ellos? ¿Acaso están aquí, bebiendo café en mi cocina? ¿Están? ¿Me envían dinero desde América? No lo hacen. Me follaron mientras estuvieron por aquí, como hacen siempre los americanos, y luego se fueron a sus casas en Wichita y Phoenix. Ah, sí, hubo otro del que no te hablé. El comandante Winthrop. Él me daba dinero, sólo que yo no se lo había pedido ni lo quería, ya sabes a lo que me refiero. Solía dejarlo en la cómoda, así que, cuando volvió junto a su esposa, en Boston, pudo hacerlo con la conciencia tranquila, porque nunca tuvimos una relación auténtica. Al menos, no según él. Sólo fui una chica a la que visitar cuando quería que alguien se la chupase. -Se sopló la nariz, pero las lágrimas continuaron-. Y aún me preguntas por qué me quiero casar, Günther. No sólo Berlín es un enclave ocupado, yo también lo soy. Si no hago algo al respecto, y pronto, no sé qué va ser de mí. ¿Quieres un ultimátum? Bueno, pues ahí lo tienes. ¿Quieres que te ayude? Entonces ayúdame. Ése es mi precio.

Asentí.

– Entonces es una suerte que haya venido preparado. -Le di el estuche con el anillo que Vigée me había dado. Me dijo que lo había comprado en una tienda de segunda mano en Göttingen, pero por lo que yo sabía bien podría habérselo robado al enano Alberich.

Elisabeth abrió el estuche. El anillo no era ninguna maravilla; parecía tener algún valor, aunque en realidad yo había visto mejores diamantes en un naipe. No pareció importarle. En mi experiencia, a las mujeres les gustan todas las joyas, tengan el aspecto que tengan. En cuanto ven un anillo de cualquier tamaño o color, es como si empezaras a caerles bien Soltó una exclamación y lo sacó del estuche.

– Si no te va bien -dije en un tono lamentable-, supongo que habrá algún modo de arreglarlo.

Pero ya se había puesto el anillo en el dedo, y parecía irle bien, lo cual fue la señal para que empezase a llorar de nuevo. No me cupo la menor duda: yo tenía un verdadero talento para hacer felices a las mujeres.

– Sólo para que lo sepas -añadí-. He perdido una esposa dos veces. La primera vez después de la primera gran guerra, y la segunda poco después de que acabara la segunda. No es un récord del que pueda sentirme orgulloso como marido. Si estallara otra guerra, tendrías que tomar la precaución de divorciarte rápidamente de mí. Con franqueza, siempre he sido mejor buscando a los maridos de otras personas o durmiendo con sus esposas. ¿Qué más? Ah sí, soy un perdedor nato. Creo que es importante que lo sepas. Esto explica mi actual situación, que no carece de riesgos, ángel mío. Me atrevería a decir que ya te has dado cuenta. Un hombre no trabaja para sus enemigos, a menos que no le quede otra elección. Soy como un abrecartas barato. La gente me usa cuando necesita abrir un sobre y después me olvida. No tengo nada qué decir en el asunto. Hasta donde puedo recordar, siempre ha sido así, aun cuando pensaba que yo era algo más que eso. La verdad es que somos sólo lo que hacemos, y no lo que queremos ser.

– Estás equivocado -dijo ella-. No importa lo que hayamos hecho o lo que hagamos. Lo que importa es lo que los demás piensen que somos. Si estás buscando algún significado, aquí lo tienes. Déjame que te lo dé. Para mí siempre has sido un buen hombre, Günther. A mis ojos siempre has sido la persona con la que podía contar cuando necesitaba a alguien que estuviese allí. Quizás eso sea todo lo que cualquiera de nosotros necesitamos. Tú buscas un plan o un propósito, pues lo tienes delante de ti, no hace falta que busques más.

Sonreí, complacido por su fortaleza. Se podía decir que era una berlinesa de pies a cabeza. Sin duda, había sido una de aquellas mujeres que habían limpiado la ciudad de escombros con un cubo en 1945. Violada un día y reconstruyendo al día siguiente, como una princesa troyana en la obra de algún griego de cabeza de mármol. Parecía hecha de la misma materia que aquella aviadora alemana que solía lanzar misiles para Hitler. Tal vez por eso la volví a besar -esta vez correctamente-, pero también podría haberlo hecho porque era tan sexy como unas medias negras. Sobre todo cuando mantenía sus ojos fijos en mí. Además, a la mayoría de los alemanes nos gustan las mujeres con aspecto de tener buen apetito, lo cual no significa que Elisabeth fuese gorda, ni siquiera grande, sino muy bien dotada.

– Supongo que te estás preguntando si hubo respuesta a tu carta -dijo.

– Comenzaba a intrigarme un poco.

– Bien. Como mínimo quiero ver algunas marcas de rasguños por lo que me has hecho pasar para conseguirla. Nunca había pasado tanto miedo.

Abrió un cajón de la cocina, sacó una carta y me la entregó.

– Acabaré de preparar el café, mientras tú la lees.

33

ALEMANIA, 1954

Al oeste estaba la ciudad; al este sólo había campos verdes, y en medio, la vía férrea. La estación, al sur del campo de refugiados, era -como todos los demás edificios de Friedland- poco distinguida. Estaba hecha de ladrillos y tenía dos tejados rojos; tres, si contabas el tejado en forma de sombrero de mago en lo alto de la torre cuadrada que remataba la casa del jefe de estación. Había un cuidado jardín delante de la puerta principal, y en las dos ventanas arqueadas de la planta alta se veían unas bonitas cortinas estampadas. También había un reloj, una pizarra con los horarios y una parada de autobús. Todo era limpio, ordenado y somnoliento, como debía ser. Excepto hoy. Hoy era diferente. La capital de Alemania Occidental era la poco probable ciudad de Bonn, pero hoy -y esto aún parecía menos probable que aquello- todas las miradas alemanas estaban puestas en Friedland, en la Baja Sajonia. Porque hoy íbamos a presenciar el regreso a casa de mil prisioneros de guerra alemanes sometidos al cautiverio soviético, a bordo de un tren que había partido de su remoto origen más de veinticuatro horas antes.

El ambiente a última hora de la tarde era de gran expectación, incluso de celebración. La banda, formada delante de la estación, ya estaba tocando una selección de música patriótica que fuera al mismo tiempo políticamente aceptable a los oídos de los británicos, porque ésta era su zona de ocupación. Del tren aún no había señal, pero en aquel atardecer de otoño varios centenares de personas se habían congregado en el andén y alrededor de la estación para recibir a los que regresaban. Cualquiera hubiera podido creer que estábamos esperando a la selección de fútbol de Alemania Occidental, ganadora de la Copa del Mundo de la FIFA, que regresaba a casa victoriosa después del «milagro de Berna», y no un tren cargado de soldados de las SS y la Wehrmacht. Ninguno de ellos habría imaginado que alguna vez sería liberado de Rusia. No sabían que Alemania había ganado la Copa del Mundo, ni siquiera que Konrad Adenauer, el antiguo alcalde de Colonia, a quien debían su libertad, era ahora el canciller de una nueva república alemana: la República Federal de Alemania. Pero algunos de los ciudadanos que los esperaban, querían recordarles a los que regresaban el importante papel del canciller en su liberación del cautiverio, portaban una pancarta que decía «gracias, doctor adenauer». Yo no lo discutía, aunque a veces me parecía que el Herr Doktor estaba muy dispuesto a convertirse en otro rey sin corona en Alemania.

Otros carteles eran mucho más personales, incluso patéticos. Había entre diez y veinte hombres y mujeres que llevaban carteles en los que aparecían escritos las señas de algún familiar desaparecido. Una vieja dama con gafas que me recordaba a mi difunta madre llevaba uno en el que podía leerse:

¿LE CONOCEN? UNTERSTURFHÜHRER RUDOLF (ROLF) KNABE. NOVENA DIVISIÓN PANZER SS «HOHENSTAUFEN» (1942) Y SEGUNDO PANZERKORPS DE LAS SS (l943). VISTO POR ÚLTIMA VEZ EN KURSK, JULIO 1943- Me pregunté si ella sabría lo que había pasado en Kursk; ese lugar había sido el escenario de la más grande y sangrienta batalla de carros de combate de la historia, que, con toda probabilidad, había significado el comienzo del fin del ejército alemán.

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