Como es natural, me preocupaba qué me podría pasar si no conseguía localizar a De Boudel, y también mencioné en mi nota mi continuada sospecha de que podría haber cambiado no sólo de nombre e identidad si, como los americanos creían, los rusos estaban intentando que se infiltrara de nuevo en Alemania Occidental con la intención de reactivarlo posteriormente como agente. Yo tendría muy pocas o ninguna probabilidad de éxito si De Boudel se hubiera sometido a una operación de cirugía plástica. También mencioné algo que para ellos, a todas luces, debería ser obvio: que estaba siendo estrechamente vigilado.
Cuando acabé de escribir fui a la sala para hablar con Vigée, que era el oficial francés a cargo de la operación del SDECE en Göttingen.
– Si me lo permite -dije-, me gustaría ir a la iglesia.
– No mencionó que fuese religioso -contestó.
– ¿Necesitaba hacerlo? -Me encogí de hombros-. Mire, no es para asistir a una misa ni para confesarme. Sólo quiero ir a la iglesia, sentarme durante un rato y rezar.
– ¿Qué es usted? ¿Católico, protestante o qué?
– Protestante luterano. Ah, sí, y quisiera comprar goma de mascar. Para no fumar tanto.
– Tenga -dijo él, y me dio un paquete de Hollywood-. Tengo el mismo problema.
Me puse una tableta verde clorofila en la boca.
– ¿Hay alguna iglesia luterana cerca de aquí? -preguntó.
– Estamos en Göttingen-. Hay iglesias por todas partes.
San Jacobo era una iglesia de aspecto extraño. Incluso algo excéntrica. El edificio era bastante común, de piedra rosa con franjas perpendiculares más oscuras. Pero el campanario, el más alto de Göttingen, distaba mucho de lo corriente. Era como si la tapa de una caja de juguetes de color rosa se hubiese abierto para permitir la salida de un objeto verde en lo alto de un enorme resorte gris. Como si un perezoso payaso hubiese arrojado un puñado de guisantes mágicos en el suelo de la iglesia y estos hubiesen crecido tan rápido que los tallos se hubieran abierto camino a través del sencillo tejado de la iglesia. Como metáfora del nazismo, era, quizás, insuperable en toda Alemania.
El interior, que parecía un envoltorio de caramelos, no era menos parecido a un cuento de hadas. Tan pronto como veías las columnas te entraban ganas de lamerlas, o de romper un pedazo del tríptico del altar medieval y comértelo, como si estuviese hecho de azúcar.
Me senté en el primer banco, incliné mi cabeza ante los amnésicos dioses de Alemania y fingí rezar; porque había rezado antes y sabía muy bien qué se podía esperar de ello.
Al cabo de un rato miré alrededor y, tras observar que Vigée estaba muy ocupado en la admiración de la iglesia, pegué con mi chicle Hollywood la nota para mis controladores de la CIA debajo del banco. Luego me levanté y caminé sin prisas hacia la puerta. Esperé tranquilo a que Vigée me siguiese y salimos a las calles de Rumpelstiltskin.
ALEMANIA, 1954
Las cosas eran tranquilas en la pensión Esebeck y había muy poco que hacer, excepto comer y leer los periódicos. Pero Die Welt era el único periódico que me interesaba leer. Tenía un interés especial en los pequeños anuncios que publicaba, y mi segunda mañana en Göttingen encontré el mensaje para GRIS DE CAMPAÑA que había estado esperando. Correspondía a algunos versículos del Evangelio de San Lucas 1:44, 49; 2:3; 6:1; 1:40; 1:37; 1:74.
Cogí la Biblia de un estante de la sala de estar y fui a mi habitación para reconstruir el mensaje. Que decía lo siguiente:
PORQUE TAN PRONTO COMO LLEGÓ LA VOZ DE TU SALUDO A MIS OÍDOS, LA CRIATURA SALTÓ DE ALEGRÍA EN MI VIENTRE.
PORQUE ME HA HECHO GRANDES COSAS EL PODEROSO; SANTO ES SU NOMBRE.
E IBAN TODOS PARA SER EMPADRONADOS, CADA UNO A SU CIUDAD.
ACONTECIÓ EN UN DÍA DE REPOSO, QUE PASANDO JESÚS POR LOS SEMBRADOS, SUS DISCÍPULOS ARRANCABAN ESPIGAS Y COMÍAN, RESTREGÁNDOLAS CON LAS MANOS.
Y ENTRÓ EN LA CASA DE ZACARÍAS, Y SALUDÓ A ELISABET.
PORQUE NADA HAY IMPOSIBLE PARA DIOS.
QUE NOS HABÍA DE CONCEDER QUE, LIBRADOS DE NUESTROS ENEMIGOS, SIN TEMOR LE SERVIRÍAMOS.
Después de quemar el papel con el mensaje, fui a buscar a Vigée y lo encontré en un pequeño jardín vallado que daba al canal. Como siempre, el francés parecía no haber dormido: tenía los ojos medio cerrados por el humo de su cigarrillo y sostenía una taza de café en la palma de la mano, como si fuera una moneda. Me observó con su habitual expresión indiferente pero cuando habló, enfatizó sus palabras con firmes gestos de asentimiento y rápidos movimientos de cabeza.
– Ha hecho la paz con su dios, ¿no? -Su alemán era lento pero muy correcto.
– Necesitaba tiempo para reflexionar -respondí-. Sobre algo que ocurrió en Berlín. El domingo.
– Con Elisabeth, ¿no?
– Quiere casarse -expliqué-. Conmigo.
Él se encogió de hombros.
– Felicitaciones, Sebastian.
– Pronto.
– ¿Cómo de pronto?
– Me ha estado esperando durante cinco años, Emile. Ahora que he vuelto a verla… Bueno, no está dispuesta a seguir esperando. En resumen, que me ha dado un ultimátum. Que se olvidará de mí a menos que nos casemos antes de que acabe la semana.
– Imposible -afirmó Vigée.
– Eso fue lo que le dije, Emile. Sin embargo, esta vez va en serio. Estoy seguro. Nunca la he visto decir algo que no estuviera dispuesta a cumplir. -Cogí uno de los cigarrillos que me ofrecía.
– Eso es muy poco civilizado -señaló.
– Así son las mujeres. Y yo también. Hasta ahora, nada de lo que había deseado en el mundo resultó ser tan bueno como creía. Pero tengo el presentimiento de que Elisabeth es diferente. De hecho, sé que lo es.
Vigée se quitó una hebra de tabaco de la lengua y, por un momento, la observó con ojo crítico, como si pudiese dar la respuesta a todos nuestros problemas.
– Estaba pensando, Emile. El tren de prisioneros de guerra no llegará aquí hasta el próximo martes por la noche. Si pudiese pasar el domingo con Elisabeth, en Berlín… sólo unas pocas horas.
Vigée dejó la taza de café y comenzó a sacudir la cabeza.
– No, por favor, escuche -insistí-. Si pudiese pasar unas pocas horas con ella, estoy seguro que podría convencerla de que esperase. Sobre todo si me presento con unos cuantos regalos. Quizás un anillo. Nada caro. Sólo una prueba de mis sentimientos hacia ella.
Él todavía sacudía la cabeza.
– Oh, vamos, Emile, usted sabe cómo son las mujeres. Mire, hay una tienda de joyas a mitad de precio en la esquina de la Speckstrasse. Si pudiese adelantarme unos cuantos marcos, los suficientes para comprar un anillo, estoy seguro de que podría convencerla de que me esperase. Si no se tratase de mi última oportunidad, no se lo pediría. Podemos estar de vuelta a última hora del lunes. Veinticuatro horas antes de que el tren ni siquiera llegue a Friedland.
– ¿Y qué pasa si decide no volver? -preguntó Vigée-. Es muy difícil sacar a alguien fuera de Berlín a través de la Frontera Verde. ¿Qué le impediría quedarse allí? Ella ni siquiera vive en el sector francés.
– Al menos dígame que lo pensará -le rogué-. Sería una verdadera pena si permitiese que mi propia desilusión nublase mis ojos la noche del próximo martes.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Quiero ayudarle a encontrar a Edgard de Boudel, Emile. De verdad que sí. Pero tiene que haber un poco de reciprocidad por su parte, sobre todo en una situación como ésta. Si voy a trabajar para usted, sin duda es mejor que esté en deuda con usted, monsieur. Que no haya conflictos entre nosotros.
Me dirigió una sonrisa desagradable y lanzó su cigarrillo por encima de la pared del canal. A continuación me cogió por las solapas de la americana con un puño y me abofeteó con fuerza en las dos mejillas.
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