Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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El vuelo desde Frankfurt a Berlín a bordo de un DC-7 duró poco menos de una hora. Viajaban conmigo Scheuer, Frei y un tercer hombre: el hombre con gafas de montura gruesa que me había secuestrado en Göttingen; su nombre era Hamer. Un Mercedes negro nos esperaba delante de la terminal del aeropuerto de Tempelhof. Mientras nos alejábamos de allí, Scheuer señaló el monumento al puente aéreo de Berlín de 1948, que ocupaba el centro de la Plaza del Águila. Hecho de cemento y más alto que la propia terminal del aeropuerto, el monumento se suponía que representaba los tres corredores aéreos que se utilizaron para transportar provisiones durante el bloqueo soviético. Se parecía más a la estatua de un fantasma de tebeo, con los brazos alzados, inclinándose para asustar a alguien. Y al mirar el aeropuerto me sentí más interesado por conocer el destino del águila nazi que había coronado el muro central del edificio. No había ninguna duda al respecto: el águila había sido americanizada. Alguien le habría pintado la cabeza de color blanco hasta hacerla parecer un águila calva americana.

Nos dirigimos hacia el Oeste, a través del sector americano, que tenía un aspecto próspero y limpio, con montones de escaparates y nuevos cines que ofrecían las últimas películas de Hollywood: La ventana indiscreta, La ley del silencio, Crimen perfecto. La Ihnestrasse, cerca de la universidad, y el nuevo edificio Henry Ford se parecían bastante a lo que habían sido antes de la guerra. Había muchos avellanos y jardines bien cuidados. Las banderas estadounidenses eran nuevas, por supuesto. Una de ellas, muy grande, ondeaba en un mástil delante del club de oficiales americanos en Harnack Haus, la antigua residencia de invitados del Káiser Wilhelm Institute. Scheuer me informó con orgullo de que el club tenía un restaurante, un salón de belleza, una barbería y un quiosco de periódicos, y prometió llevarme algún día. En cualquier caso, no creo que el káiser lo aprobara: nunca le habían caído bien los americanos.

Nos alojamos en una casa que se encontraba un poco más allá del club. Desde la ventana de mi dormitorio, en la parte de atrás, se veía un pequeño lago. Los únicos sonidos eran los trinos de los pájaros en los árboles y los timbres de las bicicletas de los estudiantes que iban y venían de la Universidad Libre de Berlín, como pequeños correos de la esperanza a través de una ciudad que me costaba amar de nuevo, a pesar del servicio de habitaciones en forma de obsequioso camarero con una chaquetilla blanca que se ofreció a traerme café y un dónut. Rechacé ambas cosas y pedí una botella de aguardiente y cigarrillos. Lo peor de todo era la música: por unos altavoces ocultos sonaba una melosa voz femenina que parecía seguirme desde el comedor, a través del vestíbulo y la biblioteca. No era fuerte ni molesta, pero se oía siempre, aunque no hiciese ninguna falta. Le pregunté al camarero. Él se llamaba George y me dijo que la cantante era Ella Fitzgerald, como si eso lo explicara todo.

La casa parecía conservar los muebles originales. Eso estaba bien, aunque la fuente de agua de la biblioteca parecía tan fuera de lugar como las burbujas que bullían en el agua con un gigantesco eructo. Sonaban como mi propia conciencia.

El restaurante Am Steinplatz se hallaba en el 197 de la Uhlandstrasse, al sudoeste del Tiergarten, y databa de antes de la guerra. La desvencijada fachada del edificio ocultaba un restaurante lo bastante bueno como para figurar en la guía de Berlín del ejército estadounidense, lo cual significaba que era muy popular entre los oficiales norteamericanos y sus amigas alemanas. Había un bar con un comedor que servía una selección de los platos favoritos de americanos y berlineses. Los cuatro -los tres americanos y yo- ocupamos una mesa junto a la ventana del comedor. La camarera usaba gafas y tenía el pelo más corto de lo que parecía correcto, como si no le hubiera dado tiempo de crecer después de algún desastre personal. Era alemana, pero nos habló en inglés, como si supiese que había muy pocos berlineses que pudiesen permitirse los precios de la extensa carta. Pedimos el vino y la comida. Cuando entramos, el lugar estaba prácticamente vacío, así que pudimos ver que Erich Stallmacher aún no había llegado. Pero muy pronto se llenó, y sólo quedó una mesa libre.

– Es probable que hoy no venga -comentó Frei-. Lo sé por experiencia. Es lo que pasa siempre en las vigilancias. El objetivo nunca se presenta el primer día.

– Confío en que no estés equivocado -dijo Hamer-. La comida aquí es tan buena que me gustaría volver. Varias veces.

La lluvia golpeaba la ventana cubierta de vaho del restaurante. Se oyó descorchar una botella de vino. Los oficiales de la mesa vecina se rieron con fuerza, como hombres acostumbrados a reír en grandes espacios abiertos, sin duda montando a caballo, pero no en los pequeños restaurantes de Berlín. Al chocar las copas hicieron más ruido del necesario. En la cocina alguien gritó que había un pedido preparado. Miré el reloj de Scheuer; el mío todavía se encontraba en una bolsa de papel en Landsberg. Era la una y media.

– Quizá sea mejor que vaya a echar una ojeada al bar -propuse.

– Buena idea -asintió Scheuer.

– Deme dinero para cigarrillos -le pedí-. Para disimular.

Fui hasta el bar, compré unos cigarrillos ingleses al barman y eché una mirada mientras él me buscaba fuego. Algunos hombres jugaban al dominó en una pequeña alcoba. Un perro yacía en el suelo junto a ellos y movía el rabo de vez en cuando. Un hombre mayor sentado en un rincón tomaba una cerveza y leía el Die Zeit del día anterior. Bebí una copita de aguardiente que pagué con el cambio, encendí mi cigarrillo y volví al restaurante mientras la máquina de café aullaba como un viento ártico. Me senté, apagué la colilla y corté una punta de la escalopa que aún no había probado.

– Está allí -anuncié.

– Dios mío -exclamó Frei-. No me lo creo.

– ¿Está seguro? -preguntó Hamer.

– Nunca olvido la cara de un hombre que me ha pegado.

– ¿Cree que le ha reconocido? -quiso saber Scheuer.

– No -respondí-. Lleva las gafas de lectura. Y otro par en el bolsillo de la chaqueta. Yo creo que ve de lejos con un ojo y de cerca con el otro.

Un reloj de pared de aspecto bávaro dio la hora. En la mesa vecina uno de los americanos empujó la silla hacia atrás con las pantorrillas. En el duro suelo de madera del restaurante sonó como un redoble de tambor.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Hamer.

– Actuaremos de acuerdo con el plan -ordenó Scheuer-. Günther le seguirá y nosotros seguiremos a Günther. Conoce esta ciudad mejor que cualquiera de nosotros.

– Necesitaré más dinero -dije-. Para el metro o el tranvía. Si les pierdo, quizá tenga que tomar un taxi de vuelta a Ihnestrasse.

– No nos perderá. -Hamer sonrió, confiado.

– De todas maneras, tiene razón -señaló Scheuer. Me dio unos cuantos billetes y algunas monedas.

Me levanté.

– ¿Va a sentarse en el bar? -preguntó Frei.

– No. A menos que quiera que más tarde él me reconozca. Me quedaré afuera y allí le esperaré.

– ¿Bajo la lluvia?

– Ésa es la idea. Será mejor que se mantengan apartados del bar. No nos interesa que se dé cuenta de que hay alguien pendiente de él.

– Tenga -dijo Frei-. Le presto mi sombrero.

Me lo probé. El sombrero me iba muy grande y se lo devolví.

– Quédeselo. Me meteré en un portal, al otro lado de la calle, y desde allí vigilaré.

Scheuer limpió el vaho de la ventana.

– Nosotros le veremos desde aquí.

Hamer miró mi plato a medio comer.

– De todas maneras, ustedes los alemanes comen demasiado -observó.

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