– ¿Es ella? ¿La muñeca con la que estuviste hablando antes?
– Sí.
– Guapa, muy guapa. La cuestión es ¿tiene una amiga atractiva?
– No, Al -dijo Dave mirando a Al y sacudiendo la cabeza-, la cuestión es ¿tengo yo un amigo atractivo?
Después de cenar, Dave preguntó al primer oficial, Bert Ross, quién de sus oficiales era el radiotelegrafista.
– ¿Radiotelegrafista? -Ross sonaba sorprendido.
– Sí, es que tengo un micro que todo el rato me corta la comunicación.
Aunque era verdad, Dave sabía perfectamente cómo arreglarlo. Su verdadero propósito era averiguar dónde estaba la radio del buque. La primera parte de su plan, cuando se pusiera en marcha, requeriría la inmovilización del VHF del Duke
– Tenemos un oficial electrónico -dijo Ross-. Los radiotelegrafistas desaparecieron al mismo tiempo que los pantalones de campana. Hoy todo son satélites y microchips. Fax, telex, llamadas digitales selectivas, lo que quiera. La mayoría de los chavales de este barco creen que Morse es la capital de Rusia. -Se echó a reír y miró el reloj-. Da la casualidad de que Jock, nuestro especialista en esas cosas, estará ahora hablando por teléfono, para saber los resultados del fútbol en Inglaterra. Venga, le acompañaré.
– Estupendo, gracias.
– De nada. ¿Qué es lo que quiere hacer? ¿Hablar con su preparador personal o algo así? -Ross lo condujo fuera del salón de oficiales-. Después de esa cena probablemente necesitará un par de horas extra de gimnasia.
– Sí que era un tanto pesada -admitió Dave, pensando en lo mucho que le había recordado la bazofia que les daban en Homestead.
– Lo que sobra lo empleamos como lastre.
Siguieron hasta una cabina situada al lado del puente, donde un hombre delgado, con aspecto desnutrido y con el pelo más rojo que Dave hubiera visto, excepto en perros, estaba sentado frente a una serie de transmisores-receptores y altavoces. En la mano tenía el auricular de un teléfono digital y a su lado, en la mesa, había una hoja de papel cubierta de nombres de equipos y resultados.
– Este es Jock.
El pelirrojo levantó los ojos y saludó con la cabeza.
– Es escocés, así que no espere entender una maldita palabra de lo que diga.
Jock volvió a colocar el auricular en su sitio y se recostó en la silla de plástico.
– ¿Cómo le ha ido al Arsenal, Jock?
– Perdieron, tres a cero.
– Cabrones -Ross suspiró y miró hacia otro lado, furioso-. Jock, éste es el señor Delanotov, uno de nuestros supernumos. Tiene un problema con su VHF.
Dave contestó unas cuantas preguntas básicas sobre el sistema de VHF a bordo del Juarista y, mientras, iba pensando cuál sería el mejor medio de inutilizar la radio del buque. El marino que había en él retrocedía ante la idea de disparar una bala contra la radio y dejar a un centenar de personas abandonadas en el océano sin ningún medio de comunicación. Pero no veía otra alternativa. Por lo menos, eso era lo que le parecía hasta que, al dar un paso atrás para dejar pasar a Ross, el bolsillo de los pantalones se le enganchó en la pesada puerta de acero y se desgarró.
– Lo siento -dijo Ross.
Pero Dave estaba más interesado por el descubrimiento de que la puerta tenía una llave que por cualquier disculpa. Lo único que tenía que hacer era robar la llave y esconderla en algún sitio.
Jock se inclinó hacia delante en la silla, frunciendo el ceño desconcertado cuando, a través del altavoz, llegó un sonido parecido a un aparato de fax transmitiendo.
– ¡Qué raro! Ahí está de nuevo -dijo.
– ¿El qué? -preguntó Ross.
– Ese sonido. Uno de los supernumos debe estar transmitiendo una señal utilizando un scrambler digital.
– ¿Y?
– Pues que no es muy normal, eso es todo.
– ¿Por qué canal? -preguntó Dave, curioso.
Jock le dio al botón de sonido en el transmisor-receptor para tratar de limpiar el ruido ambiental de fondo.
– Parece estar entre frecuencias -dijo sacudiendo la cabeza.
– Quienquiera que sea probablemente está tratando de sostener una conversación sobre un asunto privado -dijo Ross encogiéndose de hombros-. Hay un montón de cabrones entrometidos por ahí. Nunca se sabe quién puede estar escuchándote. Lo leí el otro día en el periódico. Cada vez hay más espionaje industrial.
– Eso es cierto -dijo Jock con un acento más espeso que el puré de patatas-. Pero lo digital es algo muy sofisticado -dijo mirando acusador a Dave-. Incluso para un supernumo multimillonario. Normalmente, sólo los militares y los servicios de inteligencia utilizan esa clase de juguetes.
– ¿Estás seguro de que viene del Duke? -preguntó Dave.
– Positivo. Mira la fuerza de la señal. Estamos justo encima. Y, además, la VHF tiene un alcance muy corto. Máximo cincuenta millas. Si alguien está emitiendo, es para alguien que está bastante cerca.
– ¿Puedes establecer la posición? -preguntó Dave.
– Con este equipo no.
Jock cogió un cigarrillo a medio fumar y dio unas caladas hasta devolverlo a la vida.
– Hay otra posibilidad -añadió-, si la señal no procede realmente del buque.
Dio otra chupada al cigarrillo, lo apagó en un platillo y empezó a liar otro.
– Bueno, espero que no tengamos que quitarnos la ropa interior para que nos lo cuentes.
Jock lamió el papel de fumar.
– Es posible, he dicho sólo posible, ¿eh?, que estemos encima de un submarino -se puso el cigarrillo en la boca y encendió una cerilla-. Esos cabrones se dedican a toda suerte de jueguecitos estúpidos. Si es un submarino, probablemente nos esté usando para un ejercicio. En este mismo momento podría estar haciendo ver que nos dispara un torpedo.
– Es una idea reconfortante ahora que nos preparamos para irnos a dormir -dijo Dave.
– Sí -dijo Ross-. Y pensar que es para ayudarnos a todos a dormir tranquilamente en nuestras camas por lo que hacen todas esas cosas estúpidas…
A bordo del Carrera, Kate finalizó su conversación con el primer oficial del Galveston, el submarino de ataque clase 688 que, como acababan de informarle, estaba a 60 metros por debajo de los cascos gemelos del Duke. Se sentía mucho mejor sabiendo que tenía compañía, aunque sólo fuera hasta el mar de los Sargazos. Después, les esperaban varios cientos de millas a través de la depresión de Cabo Verde antes de que pudieran contar con su nueva escolta, un submarino nuclear francés, en otro hito bajo las aguas, la meseta del Gran Meteoro.
Estaba sentada con Sam Brockman detrás de las cortinas corridas y las puertas cerradas del salón de la timonera. Brockman estaba pendiente del gráfico electrónico, más por costumbre que por necesidad. Era un hombre alto -demasiado alto para estar verdaderamente cómodo en el yate: con su metro noventa y cinco, siempre andaba rozando con su pelo gris acero los techos forrados de gamuza del Carrera - y tenía el aspecto de alguien que ya lo ha visto todo. A Kate le caía bien; su aire tranquilo le inspiraba una gran confianza, y admiraba su sentido del deber, pero por encima de todo le gustaba que compartiera su baja opinión de Kent Bowen.
– ¿Dónde está su excelencia? -preguntó Kate.
– Dormido. En su camarote. Hizo buenas migas con la cerveza durante el partido por la tele. Y hemos de contar, además, el vino que trasegó en la cena. Diría que hoy ha bebido tanto como ha respirado. Parece que va a representar el papel de un gato gordo y perezoso hasta el último pelo del bigote, Kate. No tanto su sentido del deber como por la influencia del alcohol. Me sorprende que se las haya arreglado para mantener la boca tan bien cerrada. Hasta ahora.
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