Philip Kerr - Plan Quinquenal

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Dave Delano conoce la libertad después de cinco años alojado a costa del estado. Un alojamiento que ha merecido por encubrir a un apreciado mafioso de Florida, Tony Nudelli, al cual, desde luego, no le hace ninguna ilusión la liberación de Delano: después de cinco años a la sombra, uno puede volverse un tanto vengativo…
Pero el ex preso viene con las mejores intenciones. De hecho, propone a Nudelli un plan para hacerse en alta mar con un fabuloso envío de dinero -negro, por supuesto- que va a remitirse a Rusia. Una cantidad que arreglaría la vida de los más exigentes. La que también quiere cambiar su vida es Kate Furey, agente del FBI destinada en Miami, que ha detectado un cargamento de cocaína que va a ser enviado a Europa. Interceptarlo significa para Kate no sólo un éxito profesional sino, sobre todo, escapar de la rutina de un trabajo burocrático.

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– No tendría que habérselo sugerido nunca -dijo Kate-. Tienes razón, Sam; está actuando como si fuera Donald Trump. Esa idea de ser propietario se le ha subido a la cabeza.

– No es sólo la cabeza. ¿Viste el otro día cómo se lanzaba encima de la capitana del Jade? -Sam sonrió-. Me pregunto por qué.

– Oh vamos Sam, tú no, por favor. Lo que lleva bajo el polo son tetas, no manzanas de oro.

– No me fijé mucho en sus tetas, pero adoro el culo de esa mujer.

– ¡Sam!

– El aire de mar le hace cosas extrañas a la gente -explicó-. Habrá todo tipo de historias antes de que acabe el viaje. Ya verás como no me equivoco.

– Espero que tengas razón. Me vendría bien un poco de acción. La oficina de Miami ha estado un poco aburrida últimamente. Bowen se encarga de ello. Es el jefe más aburrido para el que he trabajado nunca.

– No tienes que preocuparte. Hiciste bien, créeme; representa el papel de propietario gilipollas y bobo a la perfección. Y te lo dice uno que sabe: he trabajado para muchos. Durante las vacaciones de la universidad, solía enrolarme en yates. Trabajé para un cretino, heredero de una fortuna en compresas higiénicas, en particular que tenía una goleta de tres mástiles clásica. Sesenta metros de eslora, construida en 1927, una auténtica belleza. Su avión privado lo llevó hasta donde estaba el yate, en Tierra de Fuego, en Argentina. Esto fue sólo después de que le telegrafiáramos para asegurarle que hacía un tiempo absolutamente tranquilo. Lo recogimos y pasó cuarenta y ocho horas a bordo, doblando el Cabo de Hornos sólo para poder fardar de que lo había hecho ante sus colegas del club de yates, allá en Manhattan. Dos días después lo desembarcamos en la costa de Chile y cogió el avión de vuelta a casa. Mamón de mierda. En cuanto llegó a Wall Street puso el yate en venta -Sam sacudió la cabeza indignado-. Sí, creo que él y Kent Bowen se hubieran llevado de maravilla.

– Eres muy amable al decirlo, Sam.

Sam estiró sus largas piernas y bostezó.

– Hay una cosa en la que Bowen tiene razón. En acostarse temprano. Estoy hecho polvo. ¿Te importa sí me voy a dormir?

– Claro que no. Yo me voy a quedar un rato a disfrutar del aire nocturno. No se zarpa cada día en un viaje a través del Atlántico.

Sam sonrió cortésmente y se puso en pie. No sentía demasiado amor por el océano. Fort Lauderdale era uno de los destinos más activos del servicio. El año anterior habían realizado más de mil abordajes y Sam no había trabajado nunca menos de setenta horas a la semana. El lema de los guardacostas era Semper Paratas -siempre en pie- y era de verdad, vaya si era de verdad. Sam no había estado nunca casado. Nunca había encontrado el momento, y mucho menos la chica adecuada. Una chica capaz de soportar a un rival como el mar. Kate le gustaba, pero no se engañaba respecto a ella. Era como él, alguien dispuesto a poner su trabajo por encima de cualquier relación. Y no había ningún futuro en aquello para ninguno de los dos. Así que le deseó buenas noches y se fue a su camarote.

Kate volvió a la parte posterior del puente y fijó la mirada en el mar. El buque iba a una velocidad de casi diecisiete nudos, aunque apenas se notaba salvo por el débil ruido y la sorda vibración de las máquinas. El mismo mar parecía tan tranquilo como si estuvieran navegando por uno de los canales de Lauderdale. Había luna llena, grande como una pelota de fútbol, y sólo una ligera y cálida brisa soplaba mientras se desplazaban a través de la noche.

Kate encendió un Doral y deambuló descalza por la cubierta. A la luz de la luna, hubiera podido creerse que todos los barcos estaban hechos de cocaína, tan blancos eran. Un poeta, al menos, habría apreciado la absurda teoría de Kent Bowen. Y era fácil pensar en todos los pasajeros como viajeros sobrenaturales de la mitología griega, o quizás holandeses errantes surcando los mares por toda la eternidad.

Alguien carraspeó y, al volverse hacia estribor del Carrera se encontró frente al capitán del Juarista, iluminado por la luna.

– Hermosa noche -dijo él.

– ¿Verdad que sí?

Kate apagó el cigarrillo. Le parecía que no mostraba su mejor aspecto cuando estaba fumando.

– Podría pedirme que subiera a bordo, si quisiera.

– ¿Le apetece una cerveza?

El pareció tomarse esto como una invitación, porque al momento siguiente saltaba atléticamente desde su puente al de ella.

– ¡Oh! -dijo Kate, un poco nerviosa por su proximidad-, aquí está. Vaya. Vaya.

– Bueno, es una noche maravillosa para bailar a la luz de la luna.

Y para sorpresa de Kate, Dave le rodeó la cintura con el brazo, le cogió la mano derecha con su izquierda, a pesar de que se resistió un poco, y empezó a bailar con ella, cantando suavemente su canción favorita de Van Morrison, sonriendo cuando sus ojos se encontraban y sin rastro alguno de timidez, como si cantara serenatas a una chica cada noche.

Cuando acabó la canción y ella estaba segura de que iba a besarla, le soltó la mano y se apartó.

Kate soltó un suspiro y dijo:

– Ha sido agradable -y sintiéndose un tanto escandalizada de sí misma añadió-; podría escuchar esa música toda la noche. -Se volvió para que él no pudiera ver su gesto avergonzado-. Voy a traerle la cerveza.

– No -dijo él-. En realidad no tengo sed. No necesito una cerveza. Estaba pensando -dijo con una sonrisa-, ¿qué le parecería ir al cine conmigo esta noche? Hay un pase de El tercer hombre en el J uarista. Es una pequeña sala de cine no muy lejos de las Bahamas.

– La conozco -respondió Kate-. Está justo al lado del Carrera.

– Y después podríamos llegarnos a un bar que conozco justo al lado. El barman prepara unos Margaritas verdaderamente excelentes.

Kate torció el gesto, preguntándose por qué tendría que haberle recordado de repente el Pier Top, del Hyatt, en Fort Lauderdale.

Dave prosiguió:

– Y luego, si le quedan energías, podemos continuar bailando,

– No se me da muy bien bailar -reconoció Kate. ¿No lo decía Howard siempre? Decía que había visto un libro de números aleatorios con más ritmo que ella.

– Eso no es verdad -dijo Dave-. Conoce todos los movimientos.

– Me parece que se está describiendo a sí mismo.

– Oh, se refiere a movimientos como los del ajedrez.

Ella asintió.

– ¿Cómo en un gambito?

– Don Gary Kasparov -dijo ella.

– Podría ser -concedió Dave-. Sólo que un gambito entraña algún tipo de sacrificio.

– Dígame pues, ¿qué tiene que perder?

– Tuve la ingenua idea de expresar sencillamente mis sentimientos tal como se producían. ¿Sirve esto?

– Claro. Pero quizás sería mejor que nos saltáramos la película. Podríamos molestar a los otros patrones.

– Bien, ¿pero qué me dice del Margarita?

– Si cree que será de ayuda para esa ingenua idea suya… Pero sólo uno y recuerde esto: uno, después tengo que conducir; y dos, me gusta lamerme la sal de los labios yo misma.

Dave la ayudó a pasar a su barco y, mientras Kate paseaba la mirada por el salón, fue abajo para asegurarse de que Al estaba bien dormido. Con la primera chica decente que conocía en cinco años, lo último que necesitaba era que Al metiera las narices. Detrás de la puerta de cedro reluciente, la televisión seguía en marcha, pero Al estaba roncando con fuerza. Dave volvió al salón para preparar las bebidas.

– Al está dormido. No nos molestará.

– Cuénteme algo de Al.

– Me parece que podríamos decir que Al es un tipo bastante corriente. Podría ser el vecino de al lado; es decir, si da la casualidad de que vives al lado de un zoo o de una granja de cerdos. Pero es útil tenerlo cerca, ¿sabe?

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