Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando tuve fuerzas para conducir hasta la casa de Hemingway a dar el pésame. No lamentaba la muerte de Max Reles, a pesar de que me había privado de un sueldo de veinte mil dólares al año; sin embargo, por Dinah, estaba dispuesto a fingir.

El Pontiac no estaba allí, sólo había un Oldsmobile con protector solar que creí reconocer.

Me abrió la puerta Ramón y encontré a Dinah en su dormitorio. Estaba sentada en un sillón, fumando un puro, vigilada de cerca por un búfalo de agua de expresión triste. El búfalo me recordó a mí y era fácil comprender por qué estaba triste: Dinah tenía una maleta abierta encima de la cama, llena de ropa suya cuidadosamente doblada, como si fuera a marcharse del país. Junto al brazo del sillón, en una mesita auxiliar, había una bebida y un cenicero de madera dura.

Tenía los ojos enrojecidos, pero parecía que ya se le habían agotado las lágrimas.

– He venido a ver qué tal estás -dije.

– Pues, ya lo ve -dijo con calma.

– ¿Te vas a alguna parte?

– De modo que sí que era detective.

Sonreí.

– Eso me decía Max, cuando quería pincharme.

– ¿Y lo conseguía?

– En aquella época, sí, aunque ahora es difícil pincharme. Me he vuelto mucho más impermeable.

– Max ya no puede decir ni eso.

Lo dejé pasar.

– ¿Qué le parecería si le dijese que lo ha matado mi madre? -me preguntó.

– Que es una idea brutal y que te la guardases para ti. No todos los amigos de Max son tan olvidadizos como yo.

– Pero vi el revólver -dijo-, el arma homicida, en el ático del Saratoga. Era el de mi madre, el que le regaló Ernest Hemingway.

– Hay muchos como ése -dije-. Vi muchísimos durante la guerra.

– El de mi madre no está en su sitio -dijo Dinah-. He ido a comprobarlo.

– No, no, no. ¿Te acuerdas, el otro día, cuando me dijiste que se las daba de suicida? Me lo llevé, por si se le ocurría quitarse la vida. Tenía que habértelo dicho en su momento, lo siento.

– Miente -dijo ella.

Tenía razón, pero no se lo iba a decir.

– No, no es cierto -repliqué.

– El revólver ha desaparecido y ella también.

– Estoy seguro de que todo tiene una explicación muy sencilla.

– Sí, que lo ha matado ella. Ella o Alfredo López. El coche que hay ahí fuera es suyo. A ninguno de los dos les gustaba Max. Una vez, Noreen prácticamente me dijo que quería matarlo para que no me casara con él.

– Dime, en realidad, ¿qué sabes del difunto novio?

– Sé que no era exactamente un santo, si se refiere a eso. Nunca dijo que lo fuese. -Se sonrojó-. ¿Adónde quiere ir a parar?

– Solamente a esto: Max no era un santo, desde luego, nada más lejos. No te va a gustar saberlo, pero vas a escucharme. Max Reles era un gangster. Durante la Ley Seca se dedicó al tráfico de alcohol sin el menor escrúpulo. Abe, su hermano menor, era uno de los mafiosos más activos, hasta que lo tiraron por la ventana de un hotel.

– No quiero saber nada de eso.

Dinah sacudió la cabeza y se levantó, pero la obligué a sentarse otra vez.

– Pues lo vas a saber -dije-. Vas a enterarte de todo lo que tengo que decir, porque hasta ahora nadie te lo ha contado y, si te lo han contado, has escondido la cabeza bajo el ala como un estúpido avestruz. Vas a oírlo todo, porque es la verdad. Hasta la última palabra. Max Reles participó en las extorsiones más crueles que han existido. En los últimos tiempos, formaba parte de un sindicato del crimen organizado que empezó en los años treinta con Charlie Luciano y Meyer Lansky. Se quedó en el asunto porque no le importaba cargarse a sus rivales.

– Cállese -dijo-. Eso no es cierto.

– Él mismo me contó que, en 1933, su hermano y él mataron a dos hombres, los hermanos Shapiro. A uno de ellos lo enterró vivo. Cuando terminó la Ley Seca, empezó con los chanchullos de la construcción, parte de los cuales se desarrollaron en Berlín, que fue cuando lo conocí. En Berlín mató a un hombre de negocios alemán llamado Rubusch, porque no se dejó intimidar por él. Lo vi matar a otras dos personas con mis propios ojos. Una era una prostituta llamada Dora, con quien mantenía relaciones. Le pegó un tiro en la cabeza y la arrojó a un lago. La mujer todavía respiraba, cuando llegó al agua.

– Lárguese -me espetó-. Salga de aquí ahora mismo.

– A lo mejor ya te ha contado tu madre lo del hombre al que se cargó en un transatlántico, cuando coincidieron los dos en un viaje de Nueva York a Hamburgo.

– No la creí ni lo creo a usted ahora.

– Seguro que sí. Lo crees todo, porque no eres tonta, Dinah. Siempre has sabido la clase de hombre que era. A lo mejor te gustaba, a lo mejor, estar al lado de un hombre así te daba un ligero estremecimiento morboso. Los habitantes de las sombras ejercen una especie de fascinación sobre todos nosotros. Puede que sea eso, no lo sé y, la verdad, no me importa. Sin embargo, si no sabías la clase de gangster que era Max Reles, seguro que tenías alguna sospecha. Muchas sospechas, en realidad, por los amigos de los que se rodeaba. Meyer y Jake Lansky, Santo Trafficante, Norman Rothman y Vincent Alo: gangsters, del primero al último, y Lansky, el más infaustamente famoso de todos. Hace sólo cuatro años, compareció ante un comité del Senado que investigaba las redes del crimen organizado en los Estados Unidos. Max también, por eso se trasladaron a Cuba.

»Sé con certeza que ha matado a seis personas, pero apuesto a que han sido muchas más, gente que le irritaba o que le debía dinero o, sencillamente, que le estorbaba. También me habría matado a mí, pero encontré la manera de impedírselo. Descubrí un secreto suyo, una cosa que nadie debía saber. A Max lo han matado a tiros, pero él tenía un arma secreta, un picahielo que clavaba a la gente por el oído. Ya ves la clase de hombre que era, Dinah. Un gangster podrido y quitavidas, como otros tantos de los que montan hoteles y casinos aquí, en La Habana; probablemente cualquiera de ellos tuviera motivos para desear que desapareciese del mapa.

»Conque ya sabes, deja de decir sandeces contra tu madre. Te aseguro que no ha tenido nada que ver con la muerte de Max. O cierras el pico o conseguirás que la maten por tu culpa. Y a ti también, si, por casualidad, te metes en medio. No digas a nadie lo que me has dicho a mí. ¿Entendido?

Enfurruñada, asintió.

Señalé el vaso que tenía al lado del brazo.

– ¿Estás bebiendo eso?

Lo miró y negó con un movimiento de cabeza.

– No, el whisky ni siquiera me gusta.

Alargué el brazo y lo cogí.

– ¿Te importa?

Me eché todo el contenido en la boca y lo paladeé antes de tragármelo poco a poco.

– Hablo más de la cuenta -dije-, pero esto ayuda, te lo aseguro.

– De acuerdo -dijo ella-. Es cierto. Sospechaba lo que era, pero me asustaba dejarlo. Me asustaba que pudiese hacer una tontería. Al principio, sólo era por divertirme un poco. Aquí me aburría. Max me presentaba a gente a la que yo sólo conocía por la prensa: Frank Sinatra, Nat King Cole… ¿Se lo imagina? -Asintió-. Es verdad, y todo lo que me ha contado… me lo olía.

– Todos nos equivocamos. Bien sabe Dios que yo he cometido unos cuantos errores. -Había un paquete de tabaco en la maleta, encima de la ropa. Lo cogí-. ¿Te importa? Lo he dejado, pero en este momento me vendría bien un cigarrillo.

– Adelante.

Lo encendí rápidamente y me tragué el humo antes emprenderla con el whisky.

– ¿Adónde piensas ir?

– A los Estados Unidos. A la Universidad Brown de Rhode Island, como quería mi madre. Supongo.

– ¿Y lo de cantar?

– Supongo que se lo contó Max, ¿no?

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