Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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– Es una lástima -dijo, después de obstruirme el paso que un policía muera en pleno ejercicio. -Se rió-. Excepto si es judío, claro. Los colegas que mataron al cabrón de Herzefelde se merecen una medalla. -Escupió en el suelo delante de mí como medida de precaución-. Buen viaje de vuelta a Berlín, pendejo sionista.

– Una palabra más, gorila nazi de los cojones, y te arranco la lengua de esa cabeza bávara y la restriego con el tacón de mi zapato para quitarle la mierda.

El sargento dejó el termo en un alféizar y acercó hacia mis narices la espantosa taza.

– ¿Quién cojones te crees que eres para venir a mi ciudad y amenazarme? Tienes suerte de que no te eche a patadas por pura diversión. Si dices una sola palabra más, estúpido de mierda, mañana aparecerán tus huevos colgando del mástil de la bandera.

– Si te amenazo, te callas, y me escribes una carta de agradecimiento con tu mejor caligrafía.

– Este hombre que está hablando conmigo tiene la mandíbula rota -dijo el sargento mientras me atizaba un puñetazo en la cabeza.

Era alto y fuerte, con los hombros como el yugo de una vaca lechera y el puño como un cubo antiincendios. Pero su primer error fue fallar. Tenía todavía la guerrera abotonada y esto ralentizaba sus movimientos, de modo que pude esquivar el golpe con facilidad. Su segundo error fue volver a fallar. Y adelantar la barbilla. Para entonces yo ya estaba preparado para arrearle un sopapo como si se tratase del mismísimo asesino de Paul Herzefelde. Y le arreé fuerte, muy fuerte, justo debajo de la barbilla, que, como probablemente diría Von Clausewitz, es la mejor parte para entablar un contacto decisivo. Vi cómo le flaquearon las piernas en el mismo instante en que le golpeé. Pero le largué otro puñetazo, esta vez en el estómago, y cuando se dobló en dos, le golpeé ambos riñones con la ambición y la tenacidad de un aspirante a peso pesado. Cayó de espaldas contra la pared del soportal. Y todavía le estaba golpeando cuando tres hombres de la Schupo me trincaron y me inmovilizaron contra los portones de hierro forjado.

Lentamente el sargento se levantó de los adoquines. Tardó un rato en enderezarse, pero al final lo consiguió. Debo decir una cosa a su favor: sabía encajar un puñetazo. Se limpió la boca y, jadeante, se me acercó con una mirada que me indicaba que no iba a invitarme a pasar con él la Oktoberfest.

– Sujetadlo -dijo a los demás polis, tomándose su tiempo. Y luego me golpeó. Un gancho corto de derecha en el estómago. Luego otro, y otro, hasta que sus nudillos me hacían cosquillas en la columna vertebral. Sólo que no tenía ninguna gracia. Y yo no me reía. Me soltaron cuando empezaba a vomitar. Pero no habían terminado. De hecho, sólo acababan de empezar.

Me llevaron a rastras al edificio y me bajaron a los calabozos, donde siguieron atizándome: esta vez eran puñetazos expertos de polis que sabían lo que hacían y sin duda disfrutaban con su trabajo. Al cabo de un rato oí una voz lejana que les recordaba que yo era poli, y fue entonces cuando me dejaron en paz. Me pareció que era Schramma el que les dijo que me soltasen, pero nunca lo supe con certeza. Me quedé tendido en el suelo de la celda durante un rato. Siempre que no me pegasen patadas, me parecía el lugar más cómodo del mundo. Lo único que quería hacer era permanecer allí y dormir veinte años. Luego el suelo se deslizó hacia un lado y caí en un lugar profundo y oscuro donde unos enanos jugaban a los bolos. Durante unos instantes jugué con ellos, pero luego uno de los enanos me dio una bebida mágica y dormí el sueño de Jacob. Algo muy judío, en todo caso.

Las celdas del calabozo, situadas en los sótanos de la jefatura de policía de Munich, habían estado ocupadas por monjes agustinos. Debían de ser bastante resistentes aquellos monjes. Mi celda tenía una litera rígida y un camastro de paja tan grueso como una manta. La manta era de aire fino. Job o san Jerónimo se habrían sentido muy cómodos allí. Había un retrete abierto sin asiento. La pared de ladrillo liso de porcelana carecía de ventanas. La celda estaba caliente y hedionda, al igual que yo. «Odia el pecado, ama al pecador», dijo san Agustín. Para él era muy fácil decirlo. Nunca se había pasado la noche en los calabozos de la jefatura de policía de Munich.

Dejaban las luces encendidas todo el tiempo por si nos daba miedo la oscuridad. Al cabo de un rato, perdí la noción del tiempo y ya no sabía si era de día o de noche. Después de varios días así, uno puede acabar haciendo casi cualquier cosa que le pidan, con tal de volver a ver el cielo. Ésa es la teoría, al menos. Y al cabo de un tiempo que me pareció una semana, pero probablemente sólo fueron dos o tres días, me visitó un médico. Era un tipo estilo Schweitzer, con un bigote tan grande como un pulpo y más pelo blanco que la abuela de Liszt. Examinó los cardenales de mis costillas y me preguntó cómo me los había hecho. Le dije que me había caído de la litera mientras dormía.

– ¿Le duele?

– Sólo cuando me río, que no es mucho desde que estoy aquí metido, por extraño que le parezca.

– Debe de tener un par de costillas rotas -me dijo-… Necesita que le vean por rayos equis.

– Gracias, pero lo que de verdad necesito es un cigarro.

Se marchó. Todavía estaba fumándome el cigarro cuando apareció un pelo corto rubio claro y me pidió que le diese mi ropa.

– No creo que le sirva -le dije, pero me la quitaré de todos modos. Sólo me quería ir a casa.

– Vamos a lavar todo esto-dijo mientras entregaba mi ropa al celador-. Y a usted también. Hay una ducha al final del pasillo. Jabón y una cuchilla de afeitar.

– Un poco tarde para dar muestras de hospitalidad, ¿no? -De todos modos me di la ducha y me afeité.

Cuando ya estaba limpio, el hombre me entregó una manta y me llevó a una sala de interrogatorios mientras esperaba la devolución de mi ropa. Nos sentamos en extremos opuestos de una mesa. Abrió una pitillera de cuero y puso un cigarro delante de mí. Alguien me sirvió un café dulce y caliente. Me supo a ambrosía.

– Soy el comisario Wowereit -dijo-. Me han ordenado que le informe de que no hay cargos contra usted y ya se puede marchar.

– Bueno, qué generosidad -dije, mientras cogía un cigarro. Me lo encendió con una cerilla y se sentó en la silla. Tenía manos finas y delicadas. No parecía que le hubieran dado en la vida ni un tomatazo, y mucho menos un puñetazo. No entendía cómo encajaba en el resto de la poli de Munich con unas manos así-. Qué generosidad -repetí-, teniendo en cuenta que el agredido fui yo.

– Se ha enviado ya un informe del incidente a su nuevo director de policía y a su subdirector.

– ¿Cómo que mi nuevo director de policía y su subdirector? ¿De qué cojones me habla, Wowereit?

– Ah, claro. Lo siento. ¿Cómo iba a saberlo?

– ¿Cómo iba a saber qué?

– ¿Ha oído hablar de Altona?

– Sí. Es un vertedero a las afueras de Hamburgo que teóricamente forma parte de Prusia.

– Algo mucho más importante que eso, es una ciudad comunista. El día en que usted llegó a Munich, un grupo de nazis uniformados organizó un desfile allí. Se desencadenó una reyerta. En realidad fue más bien un motín. Murieron diecisiete personas y varios centenares resultaron heridas.

– Hamburgo está muy lejos de Berlín -dije-. No entiendo qué…

– El nuevo canciller, Von Papen, con el apoyo del general Von Schleicher y Adolf Hitler, han redactado un decreto presidencial, firmado por Von Hindenburg, para tomar el control del gobierno prusiano.

– Un golpe de estado.

– En efecto.

– Supongo que el ejército no hizo nada por impedirlo.

– Supone usted bien. El general Rundstedt ha impuesto la ley marcial en el Gran Berlín y la provincia de Brandemburgo, y ha tomado el control del cuerpo de policía de la ciudad. Grezinski ha sido destituido. Weiss y Heimannsberg están detenidos. El doctor Kurt Melcher es el nuevo director de la policía de Berlín.

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