Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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El sargento señaló con la cabeza un banco de madera pulida junto a la puerta principal.

– Siéntese -dijo fríamente-. Señor, en menos de un minuto estoy con usted.

Me senté en el banco.

– Cuando vea a su comisario, le mencionaré el trato exquisito que me ha brindado -le dije.

– Oh, sí, señor -dijo-. Lo estoy deseando.

Anotó algo en un papel, se frotó la nariz de codillo, se rascó el culo con el lápiz y luego utilizó el mismo utensilio para hurgarse la oreja. Se levantó, muy lentamente, y guardó algo en un archivador. Sonó el teléfono. Lo dejó sonar dos veces antes de cogerlo, escuchó unos instantes, anotó unos datos y depositó un papel en una bandeja. Cuando concluyó la llamada, miró el reloj situado encima de la puerta. Y bostezó.

– Si así es como tratan a la bofia en esta ciudad, no sé qué harán con los criminales. -Encendí un cigarrillo.

No le gustó. Señaló con el lápiz un cartel de «No Fumar». Apagué el cigarro. No quería pasarme toda la mañana esperando. Al cabo de un rato cogió el teléfono y susurró algo en voz baja. Me miró una o dos veces para que me percatase de que probablemente hablaba de mí. Así que, en cuanto colgó, encendí otro cigarrillo. Golpeó con el lápiz el mostrador que tenía delante de la barriga y, cuando captó mi atención, señaló de nuevo el cartel de «No Fumar». Esta vez no le hice caso. Eso tampoco le gustó.

– No se puede fumar -bramó.

– ¿No me diga?

– ¿Sabe lo malo de la bofia de Berlín?

– Si fuera capaz de señalar dónde está Berlín en un mapa, me interesaría lo que pudiera contarme al respecto, gordo.

– Les caen bien los judíos.

– Ah, parece que ya vamos más al grano. -Exhalé humo hacia el tipo y sonreí-. No a todos los polis de Berlín nos caen bien los judíos. De hecho, algunos son bastante como usted, sargento. Ignorantes. Bigotudos. Una vergüenza para el cuerpo.

– Los judíos sí que son una vergüenza -dijo después de clavarme la mirada uno o dos minutos-. Ya es hora de que la poli de Berlín se vaya dando cuenta.

– Interesante sentimiento. ¿Lo ha pensado usted, o estaba escrito en la monda de plátano que se desayunó?

Llegó un detective. Supe que era detective porque no arrastraba los nudillos por el suelo. Lanzó una mirada al simio de recepción que me señalaba con la cabeza. El detective se acercó y se quedó plantado delante de mí, con un semblante un tanto avergonzado. Hubiera dado el pego si no me hubiese parecido también un tanto lobuno.

– ¿Comisario Gunther?

– Sí. ¿Qué sucede?

– Soy Christian Schramma, secretario criminal. -Nos dimos la mano-. Lamento decirle que tengo una mala noticia para usted. El comisario Herzefelde ha muerto. Lo asesinaron anoche. Le pegaron tres tiros en la espalda cuando salía de un bar en Sendling.

– ¿Saben quién lo mató?

– No. Como sabrá, había recibido varias amenazas de muerte.

– Porque era judío. Claro. -Miré hacia el sargento de recepción-. Hay odio y estupidez por todas partes. Hasta en el cuerpo de policía.

Schramma permaneció en silencio.

– Lo siento -dije-. No lo conocía desde hace mucho, pero Paul era buena persona.

Subimos las escaleras hasta la sala de detectives. Hacía calor y por las ventanas abiertas se oían voces de niños que jugaban en el patio del instituto cercano. Nunca me pareció tan animada la vida humana.

– Vi su nombre en su agenda -dijo Schramma-. Pero no se le ocurrió anotar su teléfono ni el lugar de donde era. Si no, le hubiera llamado.

– No importa. Iba a proporcionarme cierta información sobre un crimen en el que trabajó. ¿Elizabeth Bremer?

Schramma asintió.

– Tuvimos un caso similar en Berlín -le expliqué-. He venido para revisar los expedientes y averiguar qué similitudes existen entre los dos casos;

Se mordió el labio con incomodidad, lo cual contribuyó a reforzar mi primera impresión sobre él. Parecía un hombre lobo.

– Mire, lamento mucho que haya venido en balde desde Berlín, pero los expedientes de Paul han pasado al piso de arriba. Al despacho del consejero gubernamental. Cuando matan a un agente de policía, se sigue un procedimiento estándar y se presupone que su muerte podría guardar relación con alguno de los casos que investigaba el agente. Dudo mucho que pueda consultar esos expedientes hasta dentro de unos días. Un par de semanas o así.

– Entiendo. -Ahora era yo el que se mordía el labio-. Dígame, ¿trabajaba usted con Paul?

– Hace tiempo. No estoy al corriente de sus casos actuales. Últimamente trabajaba casi siempre solo. Lo prefería.

– ¿Lo prefería él o lo preferían los demás detectives?

– Creo que eso es un poco injusto, señor.

– ¿No me diga?

Schramma no contestó. Encendió un cigarro, arrojó la cerilla por la ventana y se sentó en la esquina de una mesa que supuse que sería suya. En el lado opuesto de la enorme sala, un detective con cara semejante a la de Schmeling interrogaba a un sospechoso. Cada vez que recibía una respuesta parecía afligido, como si Jack Sharkey le hubiera dado un puñetazo debajo del cinturón. Era una técnica interesante. Me pareció que el poli iba a ganar por una descalificación, al igual que hizo Schmeling. Otros detectives iban y venían. Unos tenían voces chillonas y trajes aún más chillones. Era muy común en Munich. En Berlín todos vestíamos brazaletes negros cuando mataban a un policía. Pero en Munich no. Más probable parecía encontrar otra clase de brazalete: uno rojo con una esvástica negra. Allí no parecía que a nadie le disgustase la muerte de Paul Herzefelde.

– ¿Puedo ver su mesa?

Schramma se levantó despacio y nos acercarnos a una mesa gris de acero situada en una esquina de la sala, rodeada por una pared de archivadores y estanterías, como un gueto individual. La mesa estaba despejada pero sus fotografías seguían en la pared. Me incliné para echar un vistazo más de cerca a las fotos. En una estaban la esposa y la familia de Herzefelde. En otra parecía él con uniforme militar y una condecoración. En la pared, junto a esta fotografía, quedaba el débil rastro de una pintada que habían borrado: la Estrella de David y las palabras «Judíos fuera». Recorrí el contorno con el dedo para que Schramma se diera cuenta de que lo había visto.

– Menuda forma de rendir homenaje a un hombre que recibió la Cruz de Caballero con hojas de roble -dije en voz alta, mientras ojeaba la sala de detectives-. Tres balas y un poco de arte rupestre.

Se hizo el silencio en la sala. Dejaron de mecanografiar. Las voces se acallaron. Hasta cesó por un instante la algarabía infantil. Todo el mundo me miraba como si fuera el fantasma de Walter Rathenau.

– ¿Quién lo hizo? ¿Quién mató a Paul Herzefelde? ¿Alguien lo sabe? -Hice una pausa-. ¿Alguien se lo imagina? Al fin y al cabo, se supone que son detectives. -Más silencio-. ¿A alguien le importa quién mató a Paul Herzefelde? -Caminé hasta el centro de la sala y, mirando con desdén al Kripo de Munich, esperé a que alguien dijese algo. Miré la hora-. Joder, llevo aquí menos de media hora y ya sé quién lo mató. Lo mataron los nazis. Los hijoputas de los nazis le dispararon por la espalda. Seguramente los mismos nazis que escribieron «Judíos fuera» en la pared, al lado de su mesa.

– Lárgate, cerdo prusiano -gritó uno.

– Sí, lárgate a Berlín, paleto de mierda.

Tenían razón, claro. Ya era hora de marchar. Al cabo de un rato con los neandertales de Munich, los hombres de Berlín parecían todo un avance de la evolución humana. Por lo que se decía, Munich era la ciudad predilecta de Hitler. Ya iba entendiendo por qué.

Salí de la jefatura por otras escaleras, que conducían al patio central, donde había aparcados varios coches y furgonetas de la policía. Mientras me abría camino bajo los soportales hacia la calle, me encontré con el fornido sargento recepcionista, que ahora estaba fuera de servicio. Lo supe porque no llevaba el cinturón de cuero ni las charreteras de su uniforme. Además, tenía un termo en las manos.

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