Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Volvió a sonrojarse. Resopló. El isósceles de músculos comprendidos entre el mentón y la clavícula se tensó como algo metálico. Si hubiera tenido una varita a mano, habría podido utilizarla para tocar la parte del triángulo en el coro nupcial de Lohengrin.

– . ¿Cree que miento?-Empezó a recoger sus guantes y el bolso -con gran indignación-. ¿Quiere decir que soy una mentirosa?

– ¿Lo es?

– Y yo que pensaba que íbamos a ser amigos -me dijo, mientras sus muslos impulsaban hacia atrás la silla debajo del trasero.

Le agarré la muñeca.

– Qué susceptible es usted -dije-. Sólo le estaba soltando el sermón que le echo a mis clientes. El que suelto cuando no tengo ningún interés en el caso. Es algo más lento que un tirón de orejas o una promesa con la mano sobre la Biblia, pero, en definitiva, me ahorra mucho tiempo. De esa manera, si al final resulta que me ha mentido, no me lo echará en cara cuando le caliente los mofletes.

– ¿Siempre es así de cínico? ¿O sólo conmigo? -Su trasero permanecía por el momento en la silla.

– Nunca soy cínico, Anna, excepto cuando me cuestiono la sinceridad de las motivaciones humanas.

– Me pregunto qué le ha ocurrido, señor Hausner. En su historia personal debe de haber algo que le ha llevado a ser así.

– ¿Mi historia personal? -Sonreí-. Lo dice como si se hubiera acabado. Pues no. De hecho, ni siquiera es historia. Todavía no. Y ya le he dicho que no se le ocurra preguntarme por ello, cielo.

Como a fin de cuentas era una especie de espía, enseguida colegí que lo que más necesitaba era la ayuda de otro espía. Y sólo había una persona en la que pudiera confiar, o casi, en toda Argentina, y era Pedro Geller, el que viajó en el barco desde Génova con Eichmann y conmigo. Trabajaba en la constructora Capri en Tucumán y, dado que la mitad de los ex miembros de las SS residentes en el país también trabajaban en Capri, recabar su ayuda me parecía un modo de matar dos pájaros de un tiro. El único problema era que Tucumán estaba a más de mil kilómetros de Buenos Aires hacia el norte. De modo que, un par de días después de mi encuentro con Anna Yagubsky, cogí la Línea Mitre desde la estación ferroviaria de Retiro. El tren, que pasaba por Córdoba y terminaba en La Paz, en Bolivia, era bastante cómodo en primera. Pero el viaje duraba veintitrés horas, así que seguí el consejo del coronel Montalbán y me pertreché de libros y periódicos y abundante comida, bebida y tabaco. Dado que el tiempo en Tucumán probablemente sería más cálido que en Buenos Aires y gran parte del viaje discurriría por territorios de mayor altitud, el médico también me había recetado unos tranquilizantes por si la tiroides me dificultaba la respiración. Hasta el momento había tenido suerte. La única vez que tuve dificultades para respirar fue cuando Anna Yagubsky se acercó a hablar conmigo.

Se estropeó la calefacción del tren al salir de Retiro, de modo que pasé frío durante gran parte del viaje. Demasiado frío para conciliar el sueño. Al llegar a Tucumán, estaba agotado. Me registré en el Hotel Coventry y me fui directo a la cama. Dormí doce horas seguidas, cosa que no hacía desde antes de la guerra.

Tucumán era la ciudad más poblada del norte, con unos doscientos mil habitantes. Estaba situada en una llanura frente a los montes espectaculares de la Sierra de Aconquija. Tenía infinidad de edificios de estilo colonial, un par de parques bonitos, un palacio gubernamental, una catedral y una estatua de la libertad. Pero no era Nueva York. En el aire de Tucumán predominaba un olor a mierda de caballo. Tucumán no era un pueblucho de poca monta, pero apestaba a mierda de caballo. Hasta el jabón del baño del hotel olía a lo mismo.

Pedro Geller trabajaba en el departamento técnico de Capri en Cadillal, un pueblo situado a unos treinta kilómetros de Tucumán, pero nos encontramos en la ciudad, en la oficina principal de la compañía, sita en río Potrero. Dada la naturaleza de mi misión, no permanecimos mucho tiempo allí. Le pedí que me dejase invitarle a comer en el mejor restaurante que conociese y fuimos al Hotel Plaza, cerca de la catedral. Tomé nota del sitio y decidí alojarme ahí, en lugar del Coventry, si alguna vez tenía la suerte de volver a Tucumán.

Geller, al que conocía más como Herbert Kuhlmann, había sido capitán de una división Panzer de las SS a los veintiséis años de edad. Durante la batalla por la conquista de Francia en 1947, su unidad ejecutó a treinta y seis canadienses capturados. El oficial al mando ahora cumplía pena de muerte en una cárcel canadiense, de modo que Geller, por miedo a una detención y una sentencia similar, tomó la sabia decisión de huir a Sudamérica. Tenía muy buena cara, estaba moreno, daba la sensación de que disfrutaba con su nueva vida.

– La verdad es que el trabajo es bastante interesante -me explicó, con una cerveza alemana delante-. El río Dulce tiene un curso de casi quinientos kilómetros por la provincia de Córdoba y estamos construyendo una presa allí. La presa de Los Quiroga. Cuando la acabemos será bastante espectacular, Bernie. Tiene trescientos metros de largo, cincuenta metros de alto y treinta y dos compuertas. Por supuesto, no todo el mundo se alegra de que la construyamos, como suele suceder. Muchas granjas y pueblos locales desaparecerán para siempre bajo millones de litros de agua, pero la presa va a abastecer de agua y energía hidroeléctrica a toda la provincia.

– ¿Qué tal está nuestro amigo más famoso?

– ¿Ricardo? Está harto de esto. Vive con una joven campesina en un pueblecito de montaña llamado La Cacha, a unos cien kilómetros de aquí, hacia el sur. Sólo viene a Tucumán si es imprescindible. No me extraña que le dé miedo airear su cara por ahí. Los dos trabajamos para un viejo camarada, claro. Los hay por todas partes en Tucumán. Es un profesor austríaco, se llama Pelkhofer, Armin Pelkhofer. Es ingeniero hidráulico. Ricardo y él se conocen desde la guerra, cuando se llamaba Armin Schoklitsch, pero no tengo idea de lo que hizo por aquel entonces o qué le trajo aquí.

– Nada bueno -dije-, si conocía a Ricardo.

– Seguro. Total, nosotros nos encargamos de hacer peritajes en la cuenca fluvial para el profesor. Análisis hidrológicos y ese tipo de cosas. No es nada del otro mundo, pero me permite estar al aire libre mucho rato, lo cual es agradable después de haber estado tantos meses metido en desvanes y sótanos. Echaré de menos esto. ¿Sabes? Dentro de seis meses me transfieren al departamento de personal de Capri en Buenos Aires.

Almorzamos. La carne estaba buena. Se comía bien en Argentina, siempre que fuera carne.

– ¿Y tú, Bernie? ¿Qué te trae por aquí, tan al norte?

– Trabajo en la policía. Supuestamente debo inspeccionar a los viejos camaradas. Y decidir si son o no dignos de obtener el certificado de buena conducta que se necesita para solicitar un pasaporte argentino. El tuyo ya está concedido.

– Gracias, muchas gracias.

– No hay de qué. A decir verdad, es una tapadera para poder interrogar a nuestros camaradas y hacerles preguntas un tanto incómodas. Como qué hizo usted en la guerra. A los argentinos les preocupa conceder un pasaporte a algún psicópata asesino en serie y que se enteren los americanos y armen un escándalo internacional.

– Entiendo. Es un asunto peliagudo.

– Pensé que podrías ayudarme, Herbert. Al fin y al cabo, huelga decir que Capri, la Compañía Argentina para Proyectos y Realizaciones Industriales, es la empresa que da empleo a más ex miembros de las SS en el país.

– Claro que puedo ayudarte -dijo Geller-. Eres mi único amigo en este país, Bernie. Bueno, tú y una chica que conocí en Buenos Aires.

– Qué suerte, muchacho. Aparte de Ricardo, ¿a quién más te has encontrado por aquí que sea lo peor de lo peor?

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