Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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– ¿Por qué tanto jaleo? -le pregunté a uno de los mirones, un hombre mayor, delgado como un desatascador, con quevedos y sombrero negro de fieltro.

– Van a detener a alguien -contestó-. Pero no sé a quién.

Asentí levemente y me alejé con la certeza de que era a mí a quien andaban buscando. Después de la escena en el cementerio, no cabía duda. No valía la pena buscar otro hotel, porque si andaban tras Eric Gruen, el primer lugar donde lo buscarían sería en los demás hoteles y pensiones; a continuación, en estaciones de tren y autobús y en el aeropuerto. Empezaba a levantarse viento. La nieve se me acumulaba en la cara como un sarpullido de hielo. Estaba harto de esconderme por callejuelas oscuras, de tanta persecución y de no tener dónde refugiarme, me sentía como Peter Lorre en El vampiro de Düsseldorf. Ni que las hubiera matado yo a esas mujeres. Solo, acosado, desesperado y muerto de frío. Por lo menos tenía dinero. Mucho dinero. Con dinero aún era posible salvar la situación.

Crucé Karlsplatz y el Ring. En Schwarzenberg Strasse entré en un bar húngaro llamado Czardasfurstin para planear cuál sería mi próximo movimiento. Había una banda con una cítara. Pedí un café y tarta e intenté concentrarme en aquella música sentimental y melancólica. Llegué a la conclusión de que tenía que encontrar un lugar donde pasar la noche sin que nadie me hiciera preguntas. Sólo se me ocurría un sitio donde conseguir unacama fuera tan fácil como pedir café y tarta. Un sitio donde no contase nada más que el dinero. En cierto modo me la jugaba regresando allí después de sólo un par de años, pero no tenía muchas más opciones. Para mí, el riesgo era algo inexorable, como la vejez -si tenía suerte- y la muerte -si no la tenía-. Me puse en camino hacia el Oriental, en Petersplatz.

El Oriental, con sus reservados medio a oscuras, sus chicas ligeras de ropa, su sarcástica orquesta, sus chulos y sus prostitutas, me recordaba mucho a los viejos clubes que había frecuentado en Berlín en los aciagos días de la decadente República de Weimar. Se decía que el Oriental había sido el antro favorito de los Bonzen vieneses, los gerifaltes de la época nazi. Terminada la guerra, lo frecuentaban estraperlistas y la incipiente comunidad intelectual. Al igual que el Egyptian Night Cabaret -para muchas chicas una simple excusa para disfrazarse de esclavas, es decir, para ir medio desnudas- era también casino, y ya se sabe que donde hay un casino hay dinero fácil, y donde hay dinero fácil hay fulanas. La última vez, las chicas eran aficionadas, viudas y huérfanas que se echaban a la vida a cambio de cigarrillos y chocolate, o para llegar a fin de mes. Tuve un asunto con una de ellas. No recuerdo cómo se llamaba. Las cosas habían cambiado mucho desde 1947. Las chicas del Oriental eran ahora profesionales curtidas que sólo querían una cosa: pasta. Lo único oriental que quedaba era la decoración.

Bajé al local por una escalera curva. La orquesta tocaba canciones americanas, como Time Out for Tears y I Want to Cry. Qué temas tan oportunos. En el Oriental no se admitía a los militares estadounidenses, aunque claro, sin uniforme y con los bolsillos rebosantes de dinero se hacía difícil negarles la entrada. Por eso de vez en cuando había una batida de la PI, aunque generalmente a altas horas. Esperaba estar fuera del local paraentonces. Me senté en un reservado, pedí una botella de coñac, unos huevos y un paquete de Lucky; seguro de que no tardaría en encontrar cama para pasar la noche, intenté buscarle un sentido a todo lo que había ocurrido durante el día. A todo lo que me había ocurrido desde mi llegada a Viena. Y aun antes.

No era fácil. Si no lo había entendido mal, alguien me había señalado como principal sospechoso de dos asesinatos, seguramente la CIA. El americano del coche verde descrito por el vecino de frau Warzok no podía ser otro que el mayor Jacobs. De la identidad real de la mujer que había venido a verme a mi despacho de Múnich asegurando ser frau Warzok, no tenía ni idea. La verdadera frau Warzok estaba muerta, asesinada por Jacobs o por algún otro agente de la CIA. Muy probablemente me hubieran facilitado su dirección para poder implicarme en el asesinato. La misma razón por la que Eric Gruen me había dado la dirección de Vera Messmann. Lo cual significaba que él, Henkell y Jacobs estaban metidos en el asunto. Fuera cual fuera el asunto.

Me trajeron el coñac y los cigarrillos. Me serví una copa y encendí un pitillo. Había ya varias chicas en la barra mirando en mi dirección. Me pregunté si habría jerarquías o si tendría preferencia la primera de la fila. Me sentía como un arenque en un callejón lleno de gatos. La banda atacó Be a Clown, hazte payaso, lo que también venía al caso. Lo que es como detective, había demostrado no valer gran cosa. Se supone que los detectives ven venir los problemas. A los payasos, por el contrario, los engaña todo el mundo y, cuando algo les sale mal, la gente se ríe. Al menos esa parte se me daba bien. Dos de las fulanas de la barra empezaron a discutir. Supuse que sería por ver a cuál de las dos correspondía el dudoso honor de hacerme compañía. Deseé que ganara la pelirroja, parecía una chica vital, y vitalidad era precisamente lo que me hacía falta, porque cuanto más pensaba en latesitura más ganas me entraban de volarme la tapa de los sesos. De haber tenido una pistola, hubiera considerado seriamente esta opción, pero como no la tenía, seguí dándole vueltas a mi situación y a la manera en que me había metido en ella.

Si la falsa Britta Warzok estaba compinchada con Henkell, Gruen y Jacobs desde el principio, era más que probable que hubieran sido ellos quienes ordenaron que me amputaran el dedo y me dejaran en el hospital en manos de Henkell. Los tipos que me dieron la paliza fueron quienes me llevaron al hospital, ¿no? Y fue Henkell en persona quien me recogió en la entrada. El pañuelo con el que había intentado cortar la hemorragia había terminado en el escenario de la muerte de la verdadera Britta Warzok, junto con mi tarjeta. Qué bien planeado. Lo de cortarme el dedo había sido un golpe maestro, ahora me daba cuenta. De no ser por eso no hubiera podido pasar por Eric Gruen. Por supuesto, yo no había reparado en nuestro parecido físico hasta que se afeitó la barba, pero ellos sí debieron de advertirlo. Quizás el mismo día que Jacobs se presentó en mi hotel en Dachau. ¿No había dicho que le recordaba a alguien? ¿Debió de ocurrírsele entonces la idea de hacerme pasar por Eric Gruen? ¿Para que el auténtico Eric Gruen pudiera adoptar otra identidad? La idea parecía factible, desde luego, si alguien llamado Eric Gruen era arrestado por crímenes de guerra. Cualesquiera que fueran. ¿Una masacre de prisioneros de guerra? O algo peor. Tal vez algo de tipo médico. Algo lo bastante abominable como para que Jacobs supiera que las autoridades de cualquier credo político o religioso no cejarían hasta tener al doctor Eric Gruen entre rejas. Ya no me extrañaba que Bekemeier o los criados de Elizabeth Gruen se asombraran de verme en Viena. Y pensar que me había metido en todo eso por propia iniciativa. Habían sido muy hábiles al dejar que yo urdiera mi propia trampa. Con la modesta ayuda de Engelbertina, por supuesto. Ella me había arrojado arenaa los ojos para que no viera lo que tramaban. Me había estado distrayendo con su fabuloso cuerpo. Si la idea de suplantar a Eric Gruen no hubiera salido de mí, seguramente me lo hubiera sugerido ella. Aun así, era imposible que pudieran prever la muerte de la madre de Gruen. A menos que alguien hubiera propiciado los acontecimientos. ¿Sería posible que Gruen hubiera ordenado la muerte de su propia madre? ¿Y por qué no? No podían ni verse. Y tanto Bekemeier como Medgyessy habían señalado lo repentino de su muerte. Jacobs debió de matar también a la vieja. O tal vez mandó a alguien en su lugar. Alguien de la CIA o de la Odes sa. De todos modos, seguía sin comprender los motivos para matar a Vera Messmann y a la auténtica Britta Warzok.

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